En el debate del estado de la nación, el presidente del Gobierno sorprendió a la mayoría del auditorio proponiendo de nuevo una serie de medidas contra la crisis. No se sabe ya qué número hacen. Soy de los que piensan que, por desgracia, en las circunstancias actuales no cabe otro remedio más que el de […]
En el debate del estado de la nación, el presidente del Gobierno sorprendió a la mayoría del auditorio proponiendo de nuevo una serie de medidas contra la crisis. No se sabe ya qué número hacen. Soy de los que piensan que, por desgracia, en las circunstancias actuales no cabe otro remedio más que el de que el Estado intervenga con dinero público. De lo contrario, las consecuencias serán mucho peores. Nada que objetar a que España se encuentre entre los países cuyos Estados han aportado más recursos para la reactivación; sólo que este hecho debería servir para que los defensores a ultranza del sector privado y detractores del público guardasen silencio para siempre.
Hay que plantear, sin embargo, otra cuestión no exenta de importancia, la congruencia y la lógica internas de las medidas que se aplican, y ahí es donde derrapamos. Aun cuando el nivel actual de deuda pública en España es reducido y, por tanto, hay un amplio margen para la actuación, la crisis es de tal envergadura que resulta imprescindible asegurarse del uso de cada euro que utilizamos y de que las medidas tomadas tienen la máxima efectividad y son mejores que la alternativa que podría adoptarse con esos mismos recursos. Es necesario, en definitiva, una estrategia económica en la que cada una de ellas se incardine y adquiera su razón de ser.
La impresión que dan las distintas actuaciones propuestas en diferentes momentos por el Gobierno es que obedecen más bien a ocurrencias puntuales que se van adoptando según sobrevienen, de forma aislada y sin conexión con las restantes, incluso en ocasiones pueden ser contradictorias entre sí. Así surgieron medidas tan descabelladas como la de los cuatrocientos euros o la del cheque bebé. Otras han sido más acertadas, como aquellas destinadas a la inversión pública, aunque habría que haberse planteado si la mejor forma de instrumentarla era a través de los ayuntamientos.
En una política económica consistente las medidas deberían agruparse en dos grandes bloques. El primero, tendente a sanear las entidades financieras y a conseguir que el crédito llegue al público. Es evidente que hasta ahora este objetivo no se ha cumplido, que muchas empresas están estranguladas financieramente, lo que a su vez está desatando una reacción en cadena de impagados. Por otra parte, el tipo de interés que en la actualidad cobran los bancos se aleja de lo razonable y deja sin efecto la política monetaria laxa que pretende aplicar por primera vez el Banco Central Europeo. A estas alturas, no conocemos el estado de salud de nuestro sistema financiero, y las intervenciones públicas, a juzgar por ejemplo por lo que ha ocurrido con la Caja de Ahorros Castilla La Mancha, no parecen haber seguido un buen camino. Se limpian los activos tóxicos con dinero del contribuyente, pero no se nacionaliza la entidad.
El segundo bloque debería estar orientado a cebar la bomba, en lenguaje keynesiano, es decir, a reactivar la demanda. En esta crisis lo que falla es la demanda y no la oferta. Carecen, pues, de sentido todas las medidas dirigidas a ayudar directamente a los empresarios. Las empresas sólo producirán más si pueden vender la producción. Por eso, no resulta indicado reducir el impuesto de sociedades aunque sea a las PYME. La ayuda se orientará a los que menos lo necesitan, a los que obtienen beneficios. Sin embargo, no influirá en los que tienen pérdidas.
Resulta difícil explicar el motivo de subvencionar la compra de automóviles como no sea la enorme presión de los concesionarios y el precedente de haberlo hecho otros países. La semana pasada, desde este mismo diario digital, señalaba yo cómo únicamente el 20% de los automóviles fabricados en España se compran en el interior y cómo muchos de los adquiridos por los españoles se producen en otros países, con lo que la medida no parece demasiado eficaz.
Lo de los ordenadores parece una broma que no se sabe muy bien a qué viene, cuando los libros de texto aún no son gratuitos. El único resultado va a ser subvencionar a los fabricantes, establecidos la mayoría de ellos en otros países. Si el ministro de Industria quiere promocionar de verdad las nuevas tecnologías en la sociedad, valdría más que controlase el oligopolio de las compañías de telecomunicaciones con el objetivo de que bajen precios y mejoren los servicios.
En cuanto a la desgravación fiscal a la vivienda, es bastante dudosa la oportunidad de limitarla ahora. Su eliminación debería haberse producido quizás en las etapas álgidas de la burbuja con la finalidad de haberla desinflado (ésta), pero resulta impredecible el resultado que va a originar en los momentos actuales una vez que la burbuja se ha pinchado. El hecho de haber anunciado esta medida con una anticipación de año y medio está pensado, sin duda, para forzar la compra en este periodo y dar salida al stock que deben tener los promotores y constructores. Pero hay que preguntarse qué pasara una vez cumplido el plazo y eliminada la deducción.
Finalmente, es decepcionante que el Gobierno no haya anunciado ampliar la cobertura del seguro de desempleo porque, aparte del contenido social que comporta, puede ser una de las medidas más eficaces contra la crisis, ya que la propensión a consumir de casi todos los parados será próxima a la unidad. Muy pocos serán los que tengan la posibilidad de ahorrar.
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