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Treinta y tres años después de la muerte del dictador, la práctica de la tortura en España continúa siendo habitual

La tortura como instrumento político

Fuentes: El Otro País

Treinta y tres años después de la muerte del dictador, la práctica de la tortura en España continúa siendo habitual. El discurso oficial sigue centrándose en la supuesta excepcionalidad de los malos tratos, pese a los datos conocidos, que, según la Coordinadora para la Prevención de la Tortura, se cifran en una media de alrededor […]

Treinta y tres años después de la muerte del dictador, la práctica de la tortura en España continúa siendo habitual. El discurso oficial sigue centrándose en la supuesta excepcionalidad de los malos tratos, pese a los datos conocidos, que, según la Coordinadora para la Prevención de la Tortura, se cifran en una media de alrededor de 700 casos anuales desde el año 2004.

Por su parte, el Relator especial de la ONU para el tema de la tortura, Manfred Nowak, recogiendo la información facilitada por la Coordinadora, señala que aquí se produce el archivo sistemático de las denuncias por torturas y malos tratos, y destaca, además, los retrasos en su investigación o la falta de impulso procesal. También recoge, con escándalo, algunos ejemplos de pronunciamientos judiciales indignantes, en relación con las correspondientes denuncias por torturas, o declaraciones de apoyo de autoridades públicas a funcionarios condenados por este tema, incluidos homenajes públicos, indultos y demás actitudes institucionales que expresan la falta de voluntad política para garantizar los derechos de las personas en este ámbito.

Ésa ha sido la tónica general desde el inicio de la Transición hasta hoy. En este número recordamos el asesinato del joven anarquista Agustín Rueda, hace treinta años, en la prisión de Carabanchel, a manos de sus carceleros, durante un criminal interrogatorio. Sus verdugos no llegaron a pasar ni ocho meses encarcelados.

Un par de años después, el 6 de septiembre de 1980, fallecía, en las dependencias de la Dirección General de Seguridad, José España Vivas, de 25 años, activo militante del movimiento ciudadano de Alcalá de Henares y acusado de tener conexiones con los GRAPO. Oficialmente, sufrió un infarto mientras estaba siendo interrogado por agentes de la Brigada Central de Información y no se realizó ninguna investigación sobre su muerte. Sin embargo, unas fotos obtenidas en el Instituto Anatómico Forense mostraban el cadáver de España Vivas con los pies hinchados, quemaduras de cigarrillos en distintas partes del cuerpo y otros signos evidentes de haber sido sometido a una brutal sesión de tortura.

En las mismas dependencias policiales, sólo unos meses más tarde, en febrero de 1981, fue asesinado, durante otro interrogatorio, el militante vasco Josefa Arregui. Uno de sus torturadores, el policía Juan Antonio Gil Rubiales, sería ascendido, en 2004, a comisario provincial de Santa Cruz de Tenerife por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

«Al amparo de un sistema podrido y con el recurso cada vez más frecuente a la legislación especial, la tortura, también en nuestra piel de toro, se ha convertido en un método sistemático para la represión», escribe Juan Ramos en estas páginas. Él mismo sufrió en sus propias carnes, más de una vez, los métodos de trituradores franquistas como los hermanos Creix, que convirtieron, durante años, la vieja Jefatura Superior de Policía de Barcelona, ubicada en la Via Laietana, en la casa de los horrores.

Muchos pupilos de los Creix y de otros torturadores del Régimen, como el siniestro comisario Yagüe o Roberto Conesa, hicieron carrera durante la Transición, y su herencia sigue activa hoy.

Las terribles imágenes que mostramos en portada -el cadáver de Agustín Rueda y el rostro desfigurado de Unai Romano- se tomaron con más de dos décadas de diferencia, pero tienen un nexo común: la tortura como instrumento político para combatir a la disidencia más comprometida. En la dictadura, en la Transición y en esto que hay ahora.

Además, la carta blanca para la práctica de los malos tratos, otorgada por la actitud del Gobierno, se extiende también a las policías autonómicas y locales, según el informe de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura. En este terreno, como en tantos otros, Zapatero sigue los pasos de Felipe González. Sólo hay que recordar el caso de Rodríguez Galindo, virrey de Intxaurrondo y uno de los principales responsables del «GAL verde», que fue ascendido a general por González, a pesar de encontrarse imputado, en el caso de Lasa y Zabala, por secuestro, torturas y asesinato. Finalmente sería condenado, pero está en su casa.

Bajo el mando de Galindo medraron fieras como el sargento Dorado Villalobos, autor material del asesinato de Lasa y Zabala, que ya había sido condenado anteriormente por torturas e indultado por Felipe González. Tras un casi imposible recorrido en busca de la verdad, las denuncias de malos tratos se encuentran siempre con todo tipo de obstáculos judiciales, policiales y políticos. En los pocos casos en que se consigue una condena en firme para los torturadores, al final aparece el indulto gubernamental.

La red Galindo fue también responsable de torturar hasta la muerte, en Intxaurrondo, al conductor de autobuses Mikel Zabaltza. Le interrogaban sobre algo que él no podía saber, porque no tenía ninguna relación con ETA, y a sus torturadores se les fue la mano. Era el año 1985. Su cadáver apareció en el río Bidasoa. Aún recordamos con indignación el repugnante reportaje que realizó sobre este caso Javier Basilio, para el programa de TVE «Informe Semanal», avalando, con sorna, la versión oficial de la Benemérita institución. Eran los tiempos de la radiotelevisión felipista, infestada de comisarios políticos que miraban con lupa cualquier referencia informativa a los GAL o a la OTAN.

La cosa no ha cambiado nada. Hace unas semanas, en el «Diario Hablado» de las dos de la tarde, de Radio Nacional, se informó brevemente sobre las demoledoras conclusiones de Amnistía Internacional en relación con la tortura en España. Cuando finalizaron las palabras de la representante de este organismo, el comisario jefe del programa, Rafael Bermejo, no pudo quedarse callado. «Esa señora -dijo con desdén- probablemente no sabe que los miembros de ETA tienen órdenes de denunciar torturas cuando los detienen.»