La cultura del despojo y el abuso instalada en gran parte del planeta, que ya parece entrar en un periodo de declive, tiene en Chile una expresión inhumana y perversa, cuya mostración más papable y dramática es cuando suceden catástrofes que tienen por efecto matar pobres y silenciar a los reales responsables.
No hay recursos suficientes. Debe ser la frase recurrente cuando se trata de explicar por qué la gente que sufre las calamidades previsibles que de vez en cuando azotan ciudades, pueblos y forestas, caen víctimas del egoísmo y la maldad.
Una especie de desorientación cursa entre las autoridades cuando la naturaleza dice lo suyo con fatales muestra de poder: te quedas con la sensación de que, en esta tierra de calamidades, lo que ahora pasa es nuevo e impredecible.
Para decirlo en breve, esto que vemos y que castiga a personas modestas que han perdido familiares, casas y enseres, sucede con espantosa frecuencia desde que este territorio comenzó a ser conocido como Chile.
Si fuera cosa nueva, podría ser comprensible, pero las tragedias son una marca indeleble con la cual nacemos, como la de las vacunas en los hombros o la cordillera de este lado.
¿Cada cuánto tiempo nos azota un temblor cercano a un cataclismo, una avenida que se lleva pueblos enteros cae una lluvia bíblica o pueblos y campos que arden en incendios dantescos, sino provocados, aprovechados por infames y criminales?
Hay que decirlo: con aterradora frecuencia como para que hace muchos años funcionara un sistema que advirtiera, protegiera, combatiera y defendiera sobre todo a las personas, y de ellas, a nuestros niños y viejos.
Pero no.
Lo que viene a continuación de la tragedia son las explicaciones, las caras de acontecimiento, la dictación de normas inútiles y la indolente dejación de un Estado que parece pedir permiso a un pie para mover el otro cuando se trata de la gente común.
Pero que no se trate de alzados, rojos, contestones o indios. Ahí sí que se puede, para eso sí que hay.
El caso es que, por muy dramático que parezca, detrás de las humaredas, tsunamis, aluviones, sequías e incendios, o lo que sea, está la madre de toda tragedia humana: el capitalismo y esa sed de ganancias irracional y estúpida de sus defensores y promotores, que arrasan con el planeta.
Ciudades que crecen en completo descontrol, devastación de recursos que empobrecen la tierra, circuitos de gente pobre arracimada sin servicios ni destino, y un Estado que gasta ingentes recursos en medidas que servirán de poco y nada. La otra mitad se lo robarán aquellos que se suponen deben resguardarlos.
Al capitalismo le interesa la gente solo cuando le da ganancias. Las personas son para el irracional e inhumano explotador un recurso barato, desechable y al alcance de la mano.
Las olas migratorias que arrojan a millones de seres humanos a las carreteras en busca de una vida posible, la devastación de extensos territorios que liquidan el trabajo de millones de años del planeta, la leyes que hacen mierda valiosas vidas, los miserables que venderían a sus madres por algo más de ganancias nadie sabe bien con qué sentido, esos que hacen más miserable aún la vida de los niños y a los que solo les falta vender el aire que mal respiramos, son los responsables de las calamidades que sufre, más que el planeta, la gente pobre que lo habita.
¿Ha visto un refugio para ricos y poderosos?
Salvar vidas de pobres jamás ha sido negocio.
Bomberos que corren a salvar vidas deben pagar peajes en esas máquina de fabricar millones que son las vías concesionadas. Viejos y mujeres apagando el fuego con las manos. Gente humilde atrapada por las llamas sin más auxilio que otros pobres desesperados, al borde de la asfixia.
Debería acumularse una rabia feroz que en algún momento remeciera a millones. No es posible que estos sufrimientos, muertos y tragedias perfectamente previsibles, no se aniden y revienten en algún momento en que eclosione el odio más profundo.
Este país que se construye con criterio cancroide, irracional y genocida, camina a pasos agigantados hacia el desastre. Las estadísticas y mediciones de la economía y un supuesto desarrollo no dan información respecto de lo que supura en una sociedad cada vez más desigual, injusta y bárbara.
Las tragedias sobre las que este país se fundó no son solo explicables por los pulsos naturales del planeta. Este hace lo suyo en términos de acomodos, erupciones y traqueteos.
Todo lo demás y sus secuelas, si se fija bien, tiene que ver con los ignaros e irracionales que han pretendido, montados sobre la soberbias de sus millones, torcer el curso de lo que el planeta en su idioma asentado en millones de años viene modelando.
La cultura del despojo y el abuso instalada en gran parte del planeta, que ya parece entrar en un periodo de declive, tiene en Chile una expresión inhumana y perversa, cuya mostración más papable y dramática es cuando suceden catástrofes que tienen por efecto matar pobres y silenciar a los reales responsables.
Esos que ya estarán viendo el negocio que se abre en esos campos desolados cuando todavía la gente llore sus muertos y la tierra aún no devuelva al último anciano calcinado.
Para esa miseria humana sí hay recursos.