Un día nos vamos a despertar con la novedad que anuncia la instalación de una Nueva Constitución. Y doble contra sencillo: con el pueblo mirando el sarao a través de los visillos, la que se impondrá será una hecha a la medida para evitar que se desfonde el tinglado neoliberal ya sea por el peso […]
Un día nos vamos a despertar con la novedad que anuncia la instalación de una Nueva Constitución.
Y doble contra sencillo: con el pueblo mirando el sarao a través de los visillos, la que se impondrá será una hecha a la medida para evitar que se desfonde el tinglado neoliberal ya sea por el peso de la corrupción o por un levantamiento popular.
El sistema aprendió hace mucho a arrancar hacia adelante.
Una Constitución redactada y aprobada por la vía que fuere, si es con el pueblo desmovilizado, con sus organizaciones diezmadas por la cooptación, la corrupción o la indolencia, con una izquierda evaporada, atrapada en sus contradicciones, sus teorías y somnolencias, no será sino el mecanismo perfecto para dar el paso refundacional que supere las contradicciones y debilidades que hace rato asoman en un ordenamiento que ya hizo lo suyo.
La Constitución siempre ha sido una expresión de las necesidades emergentes de quienes tiene el poder. Creer por un segundo que una convocatoria de esa proyección e importancia va a dar cuenta de las reales necesidades democráticas de la gente, es pecar de una ingenuidad mayor.
Solo una vez que el pueblo haya conquistado importantes cuotas de poder político, estará en condiciones de pelear por imponer sus condiciones. Antes, en calidad de borregos que asisten cada dos años y medio a votar, engrupidos por las promesas, sometidos por el lazo acerado de la deudas, en su eterna espera para recibir un poquito de la repartija, la gente víctima de esta cultura estará necesariamente en las peores condiciones para ser convocada siquiera a discutir respecto de una nueva Constitución
La política, en tanto su cuestión es el poder, requiere fuerza objetiva, contante y sonante y el pueblo, la gente, sin organización ni horizonte, no la tiene. Aún.
La fuerza del pueblo organizado de múltiples maneras y peleando con disímiles medios ha hecho posible hasta el más mísero avance a su favor. Nunca nada, ni un derecho ni un avance, han sido regalados por los poderosos de todas las épocas.
Por muy poca cosa que sea lo que se ha logrado, ha sido porque alguna vez luchó y se lo ganó en la pelea y con el activo concurso de sus partidos políticos y sus organizaciones. Y la mayor parte de las veces, quedó un reguero de sangre y sufrimiento
La actual debilidad de los sectores populares se explica primero por la abdicación de los antiguos partidos populares que encontraron la tibieza de lo cómodo en el sistema.
Luego, íntimamente vinculado con lo anterior, vino la desaparición o abulia de sus organizaciones, las que dieron fiera batalla en los tiempos duros de la dictadura, hasta casi extinguirse del todo en lo que se suponía era la reconstrucción democrática.
Las organizaciones de trabajadores, han ido reculando hasta transformarse en objetos decorativos cuya fuerza ha sido demolida por un sistema legal que abomina de la organización de los trabajadores, con el concurso presto y diligente de pseudo dirigentes que viven convencidos que esas organizaciones son de su propiedad
Sin ir más lejos, el patético caso de la CUT. Secuestrada por dirigentes que obedecen a lineamientos alejados del interés de los trabajadores, se ha evaporado entre manejos oscuros y vínculos secretos con el gobierno y los empresarios.
Y los más numerosos y organizados actores del último tiempo, los estudiantes, siguen atrapados en sus marchas que no sirven de nada y entretenidos en el truco de la gratuidad que los aleja de las peleas de fondo.
En suma, el pueblo, el gran ausente de esta historia, hoy está desmovilizado, al margen, ausente, endeudado, sin ninguna posibilidad de convertirse en un actor de peso en nada.
Y en ese contexto surge la iniciativa bacheleteana para instalar lo que en el gobierno llaman Una nueva constitución para Chile.
Falos. Esa patraña no es otra cosa que una pirotecnia que entiende la participación de la gente como la asistencia boba a actividades formateadas que no tendrán ninguna incidencia por su carácter no vinculante.
Digas lo que digas en esas instancias dizque participativas, gastarás saliva en vano. Las decisiones finales y de fondo, quedarán aunque no lo creas, en manos de quienes tienen el mayor rechazo de la gente y conforman el tándem de sujetos que han hecho de la corrupción una forma de vida: el Congreso.
Cada uno de los recursos que se diseñaron para esta puesta en escena no tiene otro norte que restarle importancia y sustancia a una discusión esencial. Se trata de vaciar de contenido político lo que se refiere a la necesidad de cambiar la Constitución.
Se trata de obstaculizar una comprensión más profunda de lo que es y ha sido para el cártel de poderosos que ha dirigido el país en el último cuarto de siglo, haber hecho pie en una Constitución de origen espurio, pero que ha sido muy cómoda a la hora de hacerse ricos y despreciar a la gente pobre.
Un país nacido del sueño de las gentes castigadas en un cuarto de siglo de mentiras y promesas fallidas, saldrá cuando lo impulse una decisión afirmada en su fuerza organizada. Para avanzar hacia la superación del actual derrotero neoliberal basta proponerse construir un país decente.
Y para que la tracción hacia ese derrotero funcione, es necesario que la carreta vaya detrás de los bueyes.
Desde el punto de vista de la gente ninguneada, maltratada, endeudada, reprimida, si asiste a la ascensión de una nueva Carta Fundamental desde el lugar subordinado en que se encuentra desde hace veinticinco años, tenga por seguro que lo que vendrá será peor que lo conocido.
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