Tras el alto el fuego permanente y la posibilidad de una eventual disolución de ETA, algunos comentaristas «de buena familia» auguran una nueva época de libertad y seguridad. También desde la izquierda, hay quien opina que los movimientos sociales, hasta ahora «entre la espada del estado y la pared de ETA», parecen tener asegurado un […]
Tras el alto el fuego permanente y la posibilidad de una eventual disolución de ETA, algunos comentaristas «de buena familia» auguran una nueva época de libertad y seguridad. También desde la izquierda, hay quien opina que los movimientos sociales, hasta ahora «entre la espada del estado y la pared de ETA», parecen tener asegurado un brillante porvenir.
En esta clave optimista coinciden, gente de orden, ex comunistas radicales, parlamentarios anarcosindicalistas del PSE y postmaterialistas varios.
De sus discursos podría deducirse que la única coacción que soportaba la ciudadanía vasca, era la de ETA. Acabada ETA, desaparece el principal obstáculo para una convivencia ordenada y democrática.
Sin embargo, con ETA no desaparecerán de Euskadi la precariedad laboral, los abusos patronales y la carestía de la vivienda. Tampoco la libertad de movimientos del capital, que disuelve de hecho la soberanía de las instituciones -más o menos- democráticas, sean españolas o vascas. No se interrumpirá la creciente entrega a «los mercados» del derecho a un empleo digno, a la salud, a la vivienda y a la jubilación. Con la desaparición de «la pared» de ETA, la espada del mercado y del estado no se desvanecerá. Incluso está por ver si no se radicaliza.
En las sociedades de «economía global», el orden «democrático» es sólo una tersa y brillante superficie monetarizada bajo la que se agita un desorden social sin expresión política. Las causas de este ocultamiento son el silencio de los excluidos, la disolución de la izquierda, la simulación de los medios de comunicación y la criminalización de cualquier movimiento popular que se rebele de hecho y no solo de palabra.
La competitividad individualista, implantada en lo más íntimo de las relaciones sociales y del imaginario de las personas, es una forma de violencia caracterizada por el autismo y la irracionalidad de los contendientes. La ausencia de más objetivo que el propio beneficio inmediato y la indiferencia ante su propia destrucción, reciben el nombre de «madurez democrática».
Ciertos intelectuales de izquierda, algunos de ellos ejercientes de «amenazados por ETA», se enfrentan valerosamente al particularismo de «la identidad nacionalista». Pero olvidan, quizá sin proponérselo, dos aspectos esenciales de dicha identidad. Primero: En el caso de Euskadi, la identidad nacionalista consiste en algo más que discursos étnicos o reivindicación de derechos históricos. Dicha identidad es, sobre todo, la expresión de un movimiento popular por la autodeterminación del estado capitalista y monárquico que Franco dejó atado y bien atado con cadenas como los Artículos 2 y 8 del Título Preliminar de la C.E. Este movimiento político, cultural, obrero, feminista, internacionalista, electoral, soberanista, y hasta ahora, armado demuestra, con su mera existencia, la falta de libertades democráticas y de garantías jurídicas para quienes abandonan la «madurez» de las mayorías silenciosas y se internan en la inseguridad jurídica de una participación democrática verdadera. Segundo: En una sociedad desgarrada por el individualismo de mercado, apelar a cualquier norma universal como fundamento de la convivencia es pura ficción. El universalismo de estos intelectuales cosmopolitas no existiría sin la guardia civil y la OTAN. El individualismo competitivo general convierte a los banqueros en los máximos representantes de los valores universales.
Estos valores propician la desintegración social y una guerra civil molecular de todos contra todos en la que no hay más universalidad que la forma mercancía y el Estado que vela por su continuidad. La propuesta, compartida por la derecha y la izquierda, de que la economía y el mercado son mejores para la sociedad que la política y el estado, pone a la competitividad en el puesto de mando. A partir de aquí cualquier propuesta irracional es posible.
Siendo la crisis de legitimidad en los regímenes parlamentarios más grave que nunca, la unidad de la izquierda y la derecha sostiene el simulacro de una democracia pacífica en la que los únicos que estorban son las minorías desafectas y antidemocráticas. La complicidad de la izquierda explica que, en un océano de precariedad, ilegalidad y coacción, no esté en crisis la democracia de mercado, sino la posibilidad de un movimiento popular verdaderamente transformador.
Históricamente, el fascismo es la respuesta del capitalismo ante la emergencia política de las clases populares. El origen de nuestra monarquía parlamentaria es, precisamente, un régimen fascista alzado en armas contra la 2ª República y responsable de la eliminación sistemática de una generación de obreros, mujeres, campesinos e intelectuales, que intentaron construir una democracia verdadera.
Hoy en día, el capitalismo global, no necesita recurrir al fascismo porque, al no existir la izquierda, puede conseguir sus objetivos desde dentro de una democracia formal, otorgada, contemplativa y -si es necesario-, reversible. Sin embargo, la memoria histórica de la derecha española, fundida con la victoria militar y la represión implacable posterior contra la clase obrera y el pueblo, se agita ante cualquier comportamiento, por moderado que sea, no previsto en la Constitución que, desde hace 28 años, mantiene el franquismo con respiración asistida.
Por más que demuestre su lealtad al régimen constitucional, la izquierda cómplice no consigue aplacar la querencia golpista de la derecha española. Ante tímidos cambios democráticos que no ponen en tela de juicio ni un átomo de capitalismo, ni de la «indisoluble unidad de España», las instituciones del régimen monárquico recuerdan la «obediencia debida» a una constitución inalterable, so pena de males mayores.
Desde la transición política española la historia de la izquierda es la permanente adaptación y apaciguamiento ante esta amenaza. Pero, además al considerar el orden parlamentario de mercado como un orden natural y democrático cuyas consecuencias negativas son inevitables, la izquierda se autodisuelve como algo cualitativamente distinto de la derecha.
Para la izquierda, como para la derecha, lo natural y lo racional es que la economía sea el principio ordenador de las relaciones sociales. La racionalidad de este tipo de democracias de mercado se basa en la calculabilidad de la fuerza de trabajo. Si los trabajadores y las mujeres que cuidan, aceptaran, en la esfera productiva, ser tratados como mercancías y, en la esfera del consumo se comportaran como consumidores de mercancías, se cumplirían las leyes del mercado. Por el contrario, si los trabajadores y los consumidores no aceptaran que sus necesidades se expresen sólo a través de los precios en el mercado y exigen cambios políticos para satisfacer dichas necesidades, la economía ya no sería calculable. En este caso, entraríamos en una etapa de gran inestabilidad, porque el orden y la estabilidad política dependen del crecimiento económico que es, a su vez, una variable dependiente de la tasa de ganancia del capital.
Después de la 2ª Guerra Mundial, la primera experiencia «democrática» neoliberal se produjo en Chile. Una vez eliminada cualquier resistencia con el golpe de estado de Pinochet, patrocinado por EEUU en 1973, se pudieron fijar los salarios unilateralmente, privatizar las empresas públicas y desmantelar las pensiones. Tal como demuestra la experiencia de Chile -y la de España, tras la victoria de Franco de 1939-, cuando se destruyen los movimientos sociales, las personas quedan reducidas a individuos aislados, individualistas y sumisos. Es entonces cuando la economía de mercado, identificada con la democracia, se vuelve calculable y la política «científica» se despliega en un «país de las maravillas». Pero lo que se presenta como evolución pacífica y democrática de la sociedad solo se explica por la violencia fundacional de la derrota popular, por la violencia cotidiana, material y simbólica, y por la represión de los sectores discrepantes.
En el estado español hoy, el conflicto parece no existir porque la precariedad y la exclusión se viven de manera indivualizada y carecen de expresión política. La sociedad «democrática» es, cada vez más violenta y conflictiva. Pero la naturaleza política de este conflicto se oculta tras una forma social, económica, penal, cultural y sicológica.
La convivencia basada en la desigualdad, la precariedad, el riesgo y la diferencia, es violencia social en estado puro. La expresión no política de dicha violencia permite adjudicar el problema a la naturaleza de los individuos o minorías «antidemocráticas». Algunos teóricos de la izquierda «progre», elaboran a veces diagnósticos aceptables sobre los problemas, pero no toleran que dichos diagnósticos se expresen de forma autónoma desde la autodeterminación popular, es decir, contra los partidos socialdemócratas para los que dichos intelectuales trabajan. Tras la destrucción del Movimiento contra la Europa del Capital, la Globalización y la Guerra por parte de la izquierda capitalista, los movimientos sociales, controlados uno a uno, tienen como referente político a un «movimiento alterglobalización» cuajado de profesores y burócratas cuya aportación consiste en Foros y Jornadas Globales donde se produce una lucha de frases cuyo objetivo es sobre todo, aislar la lucha de clases espontánea y descentrada que expresa los daños del capitalismo global.
El mensaje subyacente de estos intelectuales antiterroristas afirma una democracia de mercado producto de una evolución pacífica y natural Ya hemos visto lo que, sin tener la pared de ETA, dichos movimientos sociales han hecho en España frente a «la espada del estado y del mercado». Vamos a ver ahora lo que hacen los movimientos sociales vascos.