Las transformaciones políticas se hacen con el apoyo de las mayorías sociales, para lo que hay que sumar fuerzas y no levantar barreras insalvables
Tras la manifestación antirracista celebrada en Madrid el 17 de noviembre de 2017, a la que corresponde la imagen que ilustra estas líneas, redacté unas líneas que se quedaron durmiendo en el disco duro de mi ordenador. No estaba seguro de que los problemas que deseaba abordar tuvieran suficiente interés. En las últimas semanas he leído en CTXT algunos textos que guardan relación con aquellas notas. Me refiero a los de Jorge Lago, Pastora Filigrana García y José García Molina.
Estos artículos me animan a terciar en este intercambio de opiniones.
En otros tiempos tuvo bastante predicamento la idea de que quienes sufren la explotación capitalista en el trabajo, a poder ser manual y en una fábrica, poseen una aptitud especial para entender la necesidad de combatir al capitalismo. De conformidad con esa idea, quienes no viven en esas condiciones no pueden comprender a fondo lo que es la explotación, por lo que han de desempeñar un papel secundario en las movilizaciones obreras. No importaba mucho que esta forma de ver las cosas fuera cuestionada por el hecho de que muchos de los dirigentes del movimiento obrero estaban lejos de la experiencia de las fábricas.
En los años sesenta del siglo XX, fueron los pueblos del Tercer Mundo los que, a ojos de una parte de la izquierda, representaban la vanguardia en la acción contra el capitalismo mundial.
En España, durante años, para algunas gentes de izquierda, la avanzadilla fue el pueblo vasco, entendido no como el conjunto del pueblo vasco sino, reductivamente, como el entramado socio-político (la izquierda abertzale) encabezado por ETA.
Con la irradiación de las ideas feministas, desde la década de los setenta del siglo pasado, proliferaron unos marcos interpretativos similares, aunque, en este caso, aplicados a las mujeres. Según una opinión extendida, solo ellas pueden percibir su opresión en todas sus dimensiones y solo ellas pueden vislumbrar el camino para liberarse. Bajo este ángulo, a los hombres, incluidos los hombres más afines al feminismo, no les cabe sino apoyar y acompañar a las mujeres en sus luchas, siempre en segunda fila.
Últimamente es más raro que emerja una tendencia o un conglomerado de grupos con la ambición de erigirse en una nueva vanguardia.
Las personas racializadas
Es el caso de la corriente a la que me estoy refiriendo ahora, que está integrada hoy por algunas asociaciones latinoamericanas, africanas, gitanas, y también por descendientes (segunda o tercera generación) de personas inmigradas.
Esta corriente viene realizando diversas actividades en distintos lugares de España y se expresó visiblemente en dicha manifestación madrileña.
El concepto de personas racializadas concierne al modo en que es considerada por la sociedad receptora la población procedente de otros continentes o con rasgos fenotípicos minoritarios. Estas personas, según este punto de vista, cargan con una marca debido a su lengua, a su cultura o al color de su piel, y son objeto de variadas formas de discriminación.
A falta de otro término mejor podemos hablar de discriminación racial o de racialización de la desigualdad y de la consideración social.
No discutiré aquí el uso de estos vocablos (racial y racialización), sin duda insatisfactorios por su carácter impreciso y por carecer del fundamento genético que se le ha atribuido en el pasado, pero que aluden a una realidad social que se puede resumir en la siguiente afirmación: algunas diferencias culturales o fisionómicas dan lugar con mayor o menor frecuencia en nuestra sociedad a un trato desigual. Dicho expeditivamente: aunque las razas no existen, el racismo sí existe.
A mi juicio, es saludable que se ponga de manifiesto la relación existente entre la diferente consideración social, las desigualdades sociales, las injusticias, por un lado, y, por otro lado, el origen nacional geográfico y cultural, y lo que tradicionalmente se ha denominado racial, que es una forma convencional de distinguir grupos humanos.
El análisis de los problemas sociales se ha enriquecido con la introducción de la idea de interseccionalidad. Según este enfoque, que va ganando terreno sin cesar, los seres humanos concretos se distinguen por una suma de rasgos entrelazados y solapados: nadie es solo obrero, o solo mujer, o solo miembro de un grupo nacional o de una raza.
Las opresiones que padece cada persona resultan de la interacción de características diferentes que definen su lugar en la sociedad y que contribuyen a perfilar unas relaciones y una jerarquía social.
La racialización de la desigualdad es real: no hacerla visible perjudica a quienes están en una posición subalterna. Ocurre o puede ocurrir con las marcas de género, de sexo, de clase, de nacionalidad, de religión, de raza, y con la conjunción de varias de ellas. Tener en cuenta la diversidad no implica poner en peligro la unidad para transformar la realidad. Por el contrario, no tomarla en consideración impide la unidad posible y necesaria.
Servidumbres de las vanguardias autoproclamadas
Los grupos a los que estoy aludiendo -integrados por personas racializadas– reclaman un reconocimiento especial en las movilizaciones antirracistas. Demandan, aunque no con estas palabras, que se les reconozca como vanguardia antirracista.
Una de las organizadoras de la mencionada manifestación de noviembre de 2017 declaraba a la prensa: «Las diferentes comunidades racializadas buscan situarse en primera fila del movimiento [contra el racismo] porque son ellas quienes lo sufren». Las personas blancas pueden apoyar la causa antirracista pero no formar parte de su liderazgo.
Un participante en un acto público organizado por Podemos en La Morada, en el barrio de Arganzuela (Madrid, 13 de julio de 2018), sostuvo parecida pretensión: «Podemos tiene una vena subversiva y esa vena somos las comunidades migrantes racializadas».
Se establece, así, un nexo entre la condición de personas racializadas y ciertas cualidades subversivas. El origen o la consideración social, según esta apreciación, determinan unas capacidadas o potencialidades superiores a las de otras personas. La suposición de que el hecho de pertenecer a un grupo racial otorga una calidad social superior es propia de un reduccionismo esencialista similar a los esencialismos de clase, de género, nacionales u otros.
En lo tocante al antirracismo, el papel de vanguardia que dicen desempeñar se justifica aduciendo que las personas blancas, a las que se conceptúa de manera general como privilegiadas, no pueden combatir el racismo de manera tan certera como lo pueden hacer sus víctimas directas e inmediatas.
Vuelve pues la vieja idea de que hay que ser obrero para intervenir adecuadamente en las movilizaciones contra la explotación capitalista; o mujer para abrazar como es debido la causa feminista.
La historia de los movimientos socialistas y comunistas o la del feminismo ha mostrado que la condición obrera o la femenina pueden propiciar también actitudes de adaptación al estado de cosas y a la subalternidad. Y otro tanto ha venido sucediendo con la condición racial.
Además, si la conciencia y las disposiciones para movilizarse dependieran fundamental e inmediatamente de rasgos raciales, habría que admitir que, dentro del universo de las personas racializadas, se registraría un escalonamiento de esas cualidades propiamente absurdo: cuanto más racializadas sean unas personas, más consecuentemente antirracistas serán.
Efectivamente, las mismas razones que llevan a poner a la gente racializada en un nivel dirigente deberían ubicar en una posición más elevada en la acción antirracista a las mujeres negras, más marcadas racialmente, mientras que los hombres racializados pero blancos, como tantos magrebíes, deberían quedar relegados a un puesto secundario. ¿Y qué decir de las diferencias de clase dentro de las personas racializadas? En esta representación, las personas racializadas constituyen una categoría heterogénea que es tratada como si no lo fuera.
Lo cierto es que las disposiciones y las capacidades para luchar contra el racismo son muy diversas entre las personas racializadas y en el conjunto de la población, y dependen de factores extraordinariamente variados, entre los que están la educación, la clase social, la fuerza de los valores en una sociedad, las prácticas sociales, las tradiciones, la historia local, etc.
La conciencia de vanguardia es problemática. Los grupos que se otorgan a ellos mismos el título de vanguardia no favorecen unas relaciones entre partes diversas basadas en la igualdad y el apoyo mutuo, y orientadas al aprendizaje en común.
A la postre, considerarse vanguardia es algo bastante corrosivo para la conducta de quienes se sienten agraciados con esa posición.
Afirmación grupal y confluencia para cambiar las cosas
Si la supuesta vanguardia se basa en diferencias raciales es doblemente arbitraria y nociva puesto que introduce un elemento de conflictividad entre grupos raciales y vicia la cooperación.
Actualmente no hay apenas conflictos interraciales en una sociedad multiracial como la española. Ojalá dure. Pero en el campo racializado al que estoy aludiendo se pinta a la población blanca caricaturizándola y exagerando sus aspectos negativos, emparentándola incluso con lo peor del pasado colonial. Se ignora que la población española, en comparación con otras europeas, es más solidaria con la población inmigrada y más favorable a una convivencia pluralista.
Los signos de hostilidad hacia la mayoría blanca y su descalificación por parte de minorías no blancas no contribuyen precisamente a promover la conviviencia. Y esto es lo que se hace cuando se presuponen en la población blanca unas inclinaciones racistas muy extendidas. Tal enfoque no se distingue por su realismo y no puede sino obstaculizar el desarrollo del pluralismo inter-racial, el estrechamiento de vínculos y la hibridación inter-cultural.
La delimitación de campos sobre la base de identidades ideológico-culturales fuertes tiene un efecto doble: incluye a quienes se ajustan a las condiciones exigidas pero, a la vez, excluye a quienes no cumplen con esos requisitos identitarios.
La afirmación de las minorías en el ámbito ideológico-cultural puede ser una necesidad. Hacen bien en reivindicar su derecho a ser diferentes. No obstante, una delimitación identitaria que lleva a hacer de la sociedad un archipiélago de islas incomunicadas no es útil para avanzar en un sentido antiracista, feminista, de justicia social… Para esto hará falta promover confluencias lo más amplias que sea posible. Esto supone precisar objetivos políticos y tejer vastas alianzas transversales acordes con esos objetivos, lo que no es compatible con el trato poco amistoso que se dispensa, pongamos por caso, a la que algunos sectores racializados llaman izquierda blanca. Las transformaciones políticas se hacen con el apoyo de las mayorías sociales, para lo que hay que sumar fuerzas y no levantar barreras insalvables.
Como ha escrito lúcidamente la feminista antirracista Pratibha Parmar: «No creo que las políticas de género o las políticas de raza en sí estén aisladas de otras formas de organización que propicien el cambio. (…) La identidad racial por sí sola no puede ser la base de la organización colectiva, ya que las comunidades negras están tan plagadas de divisiones en torno a la cultura, la sexualidad y la clase, como cualquier otra comunidad. Las divisiones de clase en las comunidades negras son reales y lo es también la influencia que tienen tanto sobre el consumo, como sobre la producción de objetos y prácticas culturales particulares» («Feminismo negro: la política como articulación», 1990, en Mercedes Jabardo, ed., Feminismos negros. Una antología, Madrid: Traficantes de Sueños, 2012, p. 255).