Un coordinador de Vox en Almería ha sido cesado porque no se le ha ocurrido otra cosa que utilizar una imagen de Ana Julia, la asesina del niño Gabriel, para desprestigiar las protestas antirracistas por el caso George Floyd, quejándose de que el hecho de que fuera negra no levantara las mismas olas de indignación. Es difícil encontrarle la lógica al asunto. Cuando se publica un tweet, uno cuenta siempre con una masa crítica de lectores cómplices. Y cuesta creer que haya gente que piense que la ideología progre de izquierdas (bolivariana o comunista) haya logrado imponer a nivel mundial un doble rasero a favor de la raza negra a la hora indignarse. La gente mala es mala sea negra o blanca, añadía el tweet. Con esta lógica implacable, habrá que concluir que si la tasa de encarcelamiento en EEUU es seis veces más mayor para negros que para blancos, será porque son seis veces más malos. Lo mismo si se tiene en cuenta que las posibilidades de morir a manos de la policía son más del doble si eres de raza negra. Da igual, ya lo dijo Esperanza Aguirre: no hay sociedad, ni clases, ni razas, ni pueblos, ni nada; sólo individuos, potenciales emprendedores libres y por tanto iguales. Mame Mbaye, por ejemplo, murió en Lavapiés al ser perseguido por la policía, porque eligió ser «mantero», en lugar de emprender un negocio y convertirse en Amancio Ortega.
Lo escalofriante de este caso aislado es que no es aislado. Sin duda es un desvarío puramente individual, pero tiene que ver con una forma lógica de razonar que no me parece que tenga nada de excepcional. Al contrario, es el síntoma de una enfermedad global que afecta a la inteligencia y la moral. Nos enfrentamos a un delirio colectivo, en el que algunas declaraciones públicas inconcebibles pasan ya por ser normales, aunque uno se sorprenda de que hayan sido siquiera posibles. No hay más que recordar el tweet de Pablo Casado que se convirtió el otro día en trending topic, en el que se hacía responsable al Gobierno de la caída de la producción industrial en un 34 %, «el mayor desplome de la historia». Otra vez «la mala gestión de la izquierda», se decía. Hace unas semanas, un comerciante de un pueblo de Ávila se lamentaba también de la distopía que estábamos viviendo y concluyó diciéndome: «y todo por el virus ése que nos ha traído el coletas». ¿Es posible que una parte considerable de la población no se haya enterado aún de que ha habido una pandemia mundial? Evidentemente no. Pero tampoco se trata sólo de que mientan. Es más bien que hemos entrado en una fase en que se han borrado las fronteras entre la realidad y la fantasía y se han abolido los principios de la lógica. Es en efecto, un delirio.
Así pues, nos enfrentamos en la actualidad, y a nivel planetario, a un reto como jamás ha habido otro: el de recuperar el sentido común. Qué diferencia con aquellos tiempos marcados por mayo del 68, cuando la imaginación tenía que conquistar el mundo contra un sentido común que nos venía regalado y que entonces aparecía como el enemigo. Ahora, el capitalismo ha superado con mucho los límites de la imaginación. Kant y Hegel hablaron de los glaciares como de algo tan inmenso y que desbordaba hasta tal punto la imaginación que había que considerarlos «sublimes». Hace ya dos décadas, sin embargo, que unas empresas estadounidenses decidieron explotar en Chile unas minas de oro con el plan de desviar un glaciar para volcarlo por la otra falda de la montaña. Una mera cuestión «técnica». No sé en qué quedó el proyecto, tras las protestas que se levantaron. En todo caso, ya nada es demasiado grande para nuestro metabolismo económico. En el 2008 hubo una crisis del mercado inmobiliario porque había millones y millones de casas vacías, de modo que se hundió la economía. Nos morimos de hambre porque tenemos demasiados alimentos. Hay paro porque somos demasiados ricos y ya no hace falta trabajar (como si a nadie pudiera ocurrírsele que lo sensato sería trabajar menos y felicitarnos porque nos sobre la riqueza). Nos enfrentamos ahora a una crisis del petróleo sin precedentes: a causa de la pandemia hemos quemado menos combustible y el mundo económico está preparado para producirlo pero no para dejar de producirlo, de modo que lo que podría ser una buena noticia se va a convertir en la peor de las maldiciones. En fin, hace ya tiempo que Naomi Klein demostró que los negocios ya no funcionan bien más que en condiciones de desastre social. Tenemos que enfrentarnos a la dura realidad, por absurda y delirante que sea: la economía no va bien más que si nos va mal (como diría Kant) a «nosotros, los hombres».
Así pues, vivimos en un mundo vertebrado por un sistema económico que funciona con una lógica que ya nada tiene que ver con la nuestra. ¿Quién puede extrañarse entonces de que las mentes hayan empezado a delirar? Quizás el tweet de Pablo Casado lo tenía claro: había que haber salvado la economía, aún a costa de sacrificar a sus habitantes. En cambio, no: el 8M, con todavía ni un muerto sobre la mesa, había que haberlo prohibido (ahora, sin embargo, con decenas de miles de muertos, nos hemos retrasado en levantar el estado de alarma y hemos hundido la economía).
Da igual, es inútil intentar convencer a un loco. Y nuestro sistema económico hace ya mucho que dejó atrás esa cordura de los seres humanos, tan modesta y tan doméstica, tan propia de eso que llamamos sentido común. Esta es la utopía que tenemos ahora por delante. Pidamos lo imposible: recuperemos el sentido común.
Carlos Fernández Liria es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/33395/la-utopia-del-sentido-comun/