La inmigración fluye como puede: unas veces lo hace gota a gota y otras a borbotones. Pero no para. Contra ella, las fuerzas de seguridad actúan como los fontaneros de un edificio demasiado viejo. Aplican un tapón de urgencia aquí, una soldadura allí. A veces sustituyen un tramo agujereado, aunque saben que el problema no […]
La inmigración fluye como puede: unas veces lo hace gota a gota y otras a borbotones. Pero no para. Contra ella, las fuerzas de seguridad actúan como los fontaneros de un edificio demasiado viejo. Aplican un tapón de urgencia aquí, una soldadura allí. A veces sustituyen un tramo agujereado, aunque saben que el problema no tiene arreglo. Ahora andan con el proyecto de elevar unos metros más arriba la valla que separa de Marruecos las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. Levantarla costó en su momento 12.000 millones de pesetas, nadie sabe cuánto ha costado mantenerla útil. Menos aún cuánto cuesta el despliegue de guardias civiles que vigilan día y noche los dos perímetros fronterizos. Lo cierto es que en Ceuta y Melilla hay ahora mismo cerca de 2.000 inmigrantes que han superado esa barrera «infranqueable».
Los inmigrantes suelen decir que cuando una puerta se cierra, otra se abre. Lo mismo, aunque de otra forma, explican quienes conocen el fenómeno de la inmigración. Dicen que en esto rige una especie de ley de los fluidos: la presión policial en un lugar desplaza el flujo hacia otros puntos de la frontera. Al final, el agua no se deja contener. Ahora está complicado el paso de pateras por el Estrecho y hacia Canarias, y eso desplaza la presión hacia Ceuta y Melilla. En el monte Gurugú, cercano a Melilla, y en los bosques de Beliones, junto a Ceuta, se esconden miles de subsaharianos a la espera de su oportunidad. Tienen todo el tiempo del mundo para saltar la valla. A muchos les cuesta años y un sinfín de penurias recorrer África hasta plantarse a las puertas del paraíso europeo.
Lo intentan todas las noches provistos de escaleras construidas con ramas de árboles. Organizados en grupos de 10 o 15 rompen la doble valla fronteriza o trepan por las escalas en distintos puntos de forma simultánea, para desbordar la capacidad de respuesta de la Guardia Civil. Sin embargo, la semana pasada ocurrió en Melilla algo poco habitual. Inusual por el número, más de 400 inmigrantes, que el domingo trataron de sortear los obstáculos al mismo tiempo. A la desesperada. Al parecer, los inmigrantes, que según algunas fuentes son varios miles, temían una de las frecuentes y violentas redadas que la policía marroquí hace en la zona. Además, se ha extendido la noticia de que en breve van a empezar las obras para aumentar la altura de la valla, que alcanzará los seis metros. También mejorará el sistema de cámaras de televisión y los mecanismos que permiten detectar el calor de cuerpos humanos en la oscuridad.
Sin haber estado unas horas en las fronteras de Ceuta y Melilla es difícil hacerse una idea de lo que ocurre. Es algo más que tensión lo que se vive allí. Para empezar, hay un enjambre de personas, hombres, mujeres y niños, que trasiegan con mercancías de todo tipo que, en teoría, no pueden pasar de las ciudades españolas a Marruecos. Pero el material pasa por toneladas a diario. ¿Cómo? Mediante el soborno a los aduaneros marroquíes. La Guardia Civil no interviene, porque la mercancía no entra, sino sale, dejando muchísimo dinero a los comerciantes de las dos ciudades. El trajín es descomunal y provoca continuos bloqueos de la frontera, carreras de la policía para detener a los que tratan de burlar los canales de circulación, peleas entre los propios porteadores… Hasta en flotadores pasa la mercancía por el mar para eludir el pago de la mordida a los agentes.
La última novedad es el lanzamiento de los paquetes por encima de la valla metálica que rodea el perímetro de las dos ciudades. Los agentes españoles ven cada lanzamiento, pero tampoco intervienen, a no ser que la mercancía se estrelle contra la alambrada y dispare la alarma. Cada día son decenas las falsas alarmas provocadas por el contrabando, que afectan al grado de vigilia de los guardias y a la eficacia del dispositivo, que suele averiarse.
Al caer la noche disminuye la presión del contrabando y empieza la de la inmigración. El temor a que el asalto colectivo de la semana pasada no sea más que el principio de un fenómeno nuevo ha provocado el traslado a Melilla de un contingente de 50 agentes para reforzar la frontera. En Ceuta, las unidades que vigilan la valla están en alerta. La Guardia Civil se queja de falta de medios para sofocar el sinfín de incidentes que se producen a diario. El jueves pasado, en Ceuta fue herido un agente de dos pedradas en la cara cuando intentaba evitar la entrada de inmigrantes. Las patrullas son atacadas cada día y a veces repelen las agresiones con desmesura: en menos de un año han muerto dos marroquíes que contrabandeaban.
Los inmigrantes se encuentran atrapados entre dos fuegos. Por un lado, Marruecos les persigue y devuelve al África subsahariana. Por el otro, España les impide el paso. De un tiempo a esta parte, periódicamente la policía marroquí se emplea con especial dureza contra los habitantes de los campamentos que se crean en las inmediaciones de las ciudades españolas. Las redadas suelen saldarse con multitud de heridos y hasta con algún muerto, según denuncian las ONG que trabajan en la zona. La mera sospecha de la llegada de los antidisturbios provoca el pánico de los acampados, que huyen por los montes o tratan a la desesperada de saltar la valla. Mientras eso no ocurre, los inmigrantes malviven con la ayuda de algunas ONG o con lo que encuentran en la basura. Algunos de los que consiguieron llegar a Melilla en el salto del pasado domingo aseguran que llevaban en el monte más de ocho meses. Demasiado esfuerzo e ilusión para volver atrás.
Vigilancia baldía
Si se atiende a las autoridades policiales, los sistemas de vigilancia son casi infalibles. Los radares del Sistema Integral de Vigilancia del Estrecho detectan todas las pateras que se adentran en las aguas españolas. Y los sofisticados sistemas de vigilancia fronterizos convierten en casi una quimera los sueños de quienes se agolpan en el Monte Gurugú o en Beliones para pasar por tierra.
Pero las cifras indican lo contrario. Con menor intensidad, las pateras siguen llegando. Sus pasajeros tienen que arriesgarse más en viajes largos rumbo a las costas de Granada o Almería para esquivar los radares. Y lo que no deja lugar a dudas es que en Ceuta se agolpan un millar de inmigrantes de toda África (excepto marroquíes, que son devueltos fulminantemente), además de Bangladesh, India y Pakistán. Lo mismo ocurre en Melilla. En ambas ciudades están saturados los centros de acogida y los inmigrantes sobreviven en chabolas a la espera de que les llegue el ansiado permiso que les permita cruzar a la Península. Están convencidos de que Dios siempre les deja una puerta abierta por la que llegar al paraíso.