«Hay cosas “sagradas” y cosas que no lo son. La mayor parte no lo son. Pero si no se reconoce la equivalencia entre todas las que lo son, entonces están todas por igual perdidas»
(Santiago Alba Rico: El arte o la vida, artículo publicado en el diario El País el 22 de octubre de 2022)
Yo fui criado en el culto al valor del cuidado de las cosas. Seguramente una secuela moral inevitable de la experiencia vital que marcó a la generación de mis padres, venidos al mundo cuando el nuestro era un país cadavérico como consecuencia de una atroz guerra civil. La mejor metáfora de lo que pudo ser entonces la vi en una película de Luis García Berlanga, La vaquilla, del año 1985, cuando parecía al fin que nuestra incipiente democracia lograba a trancas y barrancas (solo cuatro años antes habíamos sufrido el sobresalto de la intentona golpista del 23-F) salir adelante y se firmaba el Tratado de adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea. La res que trataban de arrebatarle un grupo de soldados republicanos famélicos a un bien nutrido destacamento del ejército sublevado acababa siendo al final de la película el suculento plato de una bandada de amorales buitres. La secuencia final del filme mostraba cómo caía exhausta la vaquilla, ella misma prácticamente en los huesos, mareada por un par de toreros cutres, soldados a la fuerza muertos de hambre, que se la disputaban en nombre de sus respectivos bandos a base de torpes pases hechos con raídas muletas improvisadas. Una escena magistral en términos cinematográficos y patética desde el punto de vista histórico ante la que uno no puede por menos que reconocer la genialidad de su director.
Para mí fue evidente, desde la primera vez que contemplé la secuencia, que la vaquilla era un trasunto de España, que en su enjuto cuerpo se condensaba la quintaesencia histórica de nuestra nación. A fin de cuentas la imagen geográfica de nuestro país se expresa mediante la analogía de la piel de toro. Allí estaba en la pantalla plasmado como tantas veces a lo largo de los siglos se ha podido encontrar este país, objeto de disputas las más de las veces protagonizadas por quienes al fin y a la postre no ganaban nada con ellas sino todo lo contrario, mientras los buitres, personajes de fábula que condensan en sí la carencia absoluta de escrúpulos morales, se terminan aprovechando de lo que de nutritivo pueda tener la madre patria.
Las cosas hay que cuidarlas me decía mi madre, y me lo repetía con cada goma, lápiz, cuaderno, zapatos, abrigo, etcétera que me compraba. Y eso que empezaban a ser tiempos de abundancia, pero aún regía para ella y los de su generación la moral de la penuria. Hoy no; somos los nuevos ricos de Europa, de la Europa de la abundancia en la que por fin conseguimos entrar para vigorización de nuestra renqueante democracia. Quizá por eso hemos olvidado el valor del cuidado de las cosas. Nuestra moral ya no es esa, sino la del consumo desmedido. A pesar de la declaración solemne hace unos meses del Presidente francés Emmanuel Macron decretando el final de la abundancia lo único que nos retendrá en la inminente bacanal navideña será la inflación y los devaluados salarios. Llegaremos hasta donde nuestras nóminas y los créditos de los bancos nos permitan, y sin importarnos ni un adarme la crisis climática y el desastre medioambiental.
Hay que cuidar las cosas, las materiales y las inmateriales. Eso también me lo repetía mi madre día sí y día también, con férrea disciplina de cuidadora a tiempo completo y cuidadora universal (de su marido, de sus hijos, de sus padres y de sus suegros, de la casa y del vecindario, y de algún que otro animal huérfano); cuidar las formas, tan importante como cuidar las cosas; mostrar respeto hacia lo que siempre ha de mantener su valor de referencia –el ser humano, esa frágil brizna de vida– si es que uno quiere ser una persona amable, es decir, digna de ser amada.
Será por todo esto que me horroriza la cota de ruindad que está alcanzado el debate político en nuestros días, superando la anterior que ya había sido elevada desde que se constituyó el actual Gobierno de coalición progresista. Aún resuena el eco de la retahíla de calificativos a cual peor con el que Pablo Casado regaló los oídos de Pedro Sánchez. Alberto Núñez Feijóo, el que ingresó en la escena de la política nacional con la carta de presentación de la moderación y el fair play ha hecho al fin caso a su cohorte de hooligans. No tiene reparos en soplar cuando se tercia las trompetas del apocalipsis y aludir, si las apreturas del debate lo requieren, a los fantasmas añorados de ETA y el separatismo catalán.
En nuestra política hay un ingrediente religioso que disimula la mezquindad de los intereses que mueven en verdad a muchos de sus actores y que poco o nada tienen que ver con el cuidado del bien común. Por esto la ética, que debiera ser primordial en el desempeño del arte de la cosa pública, queda relegada a la irrelevancia en beneficio de las más atávicas pulsiones que operan en modo harto pujante. Para saber tocar con pericia las teclas que las activan es imprescindible el astuto manejo del universo simbólico en cada coyuntura por la que atraviesa el espíritu social. Hay que saber cuándo y cómo hay que agitar las banderas y cuándo y a qué fantasmas del pasado invocar y qué miedos tribales alentar. Es una de las cosas que aprendí cuando estudié antropología, una de esas ciencias socio-históricas que debería aparecer, aunque sea a título de introducción, en los planes de estudios de todas partes. El ser humano es el gran desconocido para el propio ser humano, sucediendo que en el mundo presente somos nuestro principal problema.
Pues bien, uno de los grandes autores de la antropología fue el norteamericano Marvin Harris. Gracias a su manual de la materia titulado Introducción a la antropología general, todo un clásico de 1971,supe por primera vez de la distinción entre las nociones etic y emic, básicas a la hora de estudiar una cultura. Ambas aluden a la descripción de una realidad cultural. De acuerdo con la perspectiva emic la descripción se hace desde el punto de vista de los individuos que forman esa cultura, es decir, desde dentro; desde la perspectiva etic –que sería la propia del etnógrafo– se describe la realidad cultural y los comportamientos de los individuos desarrollados en ella según el punto de vista de la persona ajena a dicha cultura. En otro interesantísimo libro un par de años posterior al mencionado el propio Harris nos ofrece ejemplos de esas dos miradas, una esencialmente subjetiva y particular de una sociedad concreta y la otra –la de la ciencia– que trata de ser objetiva ateniéndose a la universalidad que otorga la explicación racional. El título de esa obra es Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura. A lo largo de sus páginas el autor nos presenta ejemplos de sociedades diversas en los que aplica esa distinción elemental de la antropología, y yo diría que muy útil para analizar qué hay tras los juegos de trilero con los que nos obsequian día sí y día también quienes se baten en duelo político. Para Marvin Harris la clave para interpretar los hechos culturales reside en las bases materiales de la vida de las gentes. En ellas se hallan las causas cuyo conocimiento permite aprehender el verdadero significado de los universos simbólicos, de las estructuras sociales y de las creencias que determinan el comportamiento de los integrantes de una sociedad. Esta forma de estudiar el universo humano, de evidente inspiración en la filosofía de Karl Marx, la llamó materialismo cultural. A mí me parece un punto de vista irrenunciable si no se quiere acabar cayendo bajo el dominio del delirio. Si esa superestrutura que es capaz de generar el ser humano por su asombroso poder mental se desconecta de la vida, del tangible suelo de los cuerpos, nuestra especie se convierte en un gigante que camina desnortado y ciego a lo que pisotea con cada paso que da.
La visión teológica de la política por la que se decantan demasiados de sus principales actores en nuestro país adolece de esa deriva delirante. Lo podemos constatar en lo más recientes duelos que, llamativamente, han tenido como protagonistas, o mejor dicho como adalides icónicos y con potente carga ideológica, a dos mujeres: Isabel Díaz Ayuso e Irene Montero. El relato que desde que el actual Gobierno se constituyó se viene pergeñando, a partir del mito según el cual se trata de un Gobierno ilegítimo, ha asignado, congruentemente con su sesgo –insisto– teológico, el papel de santa a la primera y el de bruja a la segunda. La mirada teológica escinde la realidad en dos ámbitos dicotómicos, dos regiones entre las cuales no cabe una escala de gradación, lo que impone una moral rigorista carente de una gama de grises entre el negro extremo del mal y el blanco luminoso del bien.
Este paradigma de la política –que lo es en tanto que define el lenguaje, las formas y actitudes, la emotividad e identidades vigentes– es el que reparte los roles de los personajes. A la Presidenta de la Comunidad de Madrid se la beatificó en vida de manera muy acorde con el signo de los tiempos en la portada de un periódico de tirada nacional, invistiéndola de santidad por vía icónica representándola (fue en mayo de 2020, cuando estábamos a vueltas con la «desescalada» del rigoroso confinamiento) con apariencia de Mater Dolorosa. Su bien amado hijo crucificado por la izquierda es España, entidad teológica y, por tanto, trascendental al cuerpo del conjunto de su ciudadanía y con existencia atemporal, es decir, previa al mismo, y perdurable más allá de la extinción de todos sus habitantes, pues su esencia inmutable quedará siempre a salvo e inmarcesible a pesar de los vicios de muchos de sus ciudadanos y de sus actuales gobernantes («Señor: no mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia»). Ella es la Santa Juana de Arco que portando como estandarte la libertad se lanza blandiendo su justiciera espada contra la hidra muticéfala del comunismo. Su misión es sagrada y tiene por finalidad defender a la Nación Española (así, con mayúscula), unidad de destino en lo universal, de los ataques de separatistas y etarras apadrinados por el felón progre de Pedro Sánchez.
De otro lado, la baqueteada Ministra de Igualdad: la feminista, la destructora de la familia por cuanto ataca la tradición sagrada que determina cuál tiene que ser el papel de la mujer, que si no es esposa y madre, no puede ser otra cosa que puta o bruja. Es la hereje, la que le da la espalda a todo lo espiritual que insufla a la carne las virtudes que la hacen tolerable a los ojos de quienes temen su naturaleza corruptible. Se ajusta provocativamente al estereotipo de la mujer joven y deseable que se rebela contra su papel sumiso de concubina, y que además naturaliza desde su irreverente posición de poder el perverso descoyuntamiento de la identidad sexual desafiando el sagrado mandato de la genitalidad y poniendo en cuestión la sempiterna jerarquía social. ¿Puede haber valor más opuesto al de la libertad que la igualdad que ella nos quiere imponer? Con la igualdad por bandera Irene Montero trata de destruir el orden natural de las cosas, el que dicta la ley divina como se sabe desde la Edad Media. En aquellos tiempos a las cosas se las llamaba por su nombre: entonces se tachaba de brujas a las que ahora presumen de ser feministas, algo que recientemente hizo un diputado de Vox, José María Sánchez García, como reacción al discurso de una diputada socialista en defensa del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. No se las puede quemar vivas en la actualidad, pero se las puede linchar verbalmente en el Parlamento y en las redes sociales.
Todo este circo de mitos y estereotipos, de prejuicios morales y teología inconsciente llama la atención y provoca reacciones emocionales que, lamentablemente, condenan a la irrelevancia en el ágora de la opinión pública lo que apreciaría un antropólogo desde la perspectiva etic, a saber, esa infraestructura conformada por las condiciones materiales de vida que determinan la existencia de la ciudadanía. A ras del suelo feo y sucio de las cosas del comer, lo que se revela a la mirada neutra del antropólogo es la tradicional lucha por el poder de quienes se tienen a sí mismos por mejores, los defensores de las esencias de la tribu que no toleran ser gobernados por los malos españoles, que son todos aquellos que les dificultan mantener su control de la realidad. Pero para detentar el poder como antaño tienen que distorsionar la gestión de la vida en común que, en esencia, es la política mediante el recurso al atrezo compuesto de banderas, himnos, santos y vírgenes. Así el delirio le gana la partida al conocimiento.
Cuando nos dejamos enredar en el universo de los símbolos perdemos el contacto con la realidad; fascinados por la pirotecnia audiovisual nos mantenemos fieles al juego de las sombras en el interior de la caverna platónica incapaces de detectar los engaños o desenmascarar a los impostores. Y, entretanto, corremos el peligro cierto de que, como en la película de Berlanga, lo que importa, eso que representa la vaquilla y que sustancia el bien común, termine irremediablemente siendo cadáver como resultado de la carencia de cuidado.
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