vio El emplazamiento para que condene la violencia que hace el presidente Zapatero a Batasuna debiera responderse positivamente. Y aún más lejos debiera ir Batasuna en su condena a la violencia, subrayando no sólo la condena, la teórica formulación de una actitud, sino proponiendo reglas claras y precisas para sancionar a los violentos y que […]
El emplazamiento para que condene la violencia que hace el presidente Zapatero a Batasuna debiera responderse positivamente.
Y aún más lejos debiera ir Batasuna en su condena a la violencia, subrayando no sólo la condena, la teórica formulación de una actitud, sino proponiendo reglas claras y precisas para sancionar a los violentos y que no queden impunes sus consecuencias.
Porque aceptar la simple condena verbal de la violencia no parece que sea suficiente garantía de que no trascienda en actos.
Y es necesario abordar la violencia con mayúsculas, en todas y cada una de sus letras, en todos sus tonos y acentos.
La violencia empresarial, por ejemplo, que en el Estado español mata, todos los días, en accidentes muy poco accidentales, a cinco trabajadores para los que no hay gestos, ni foros, ni primeras páginas, ni minutos de silencio. «Víctimas del progreso» se atrevió a decir un deudo, además, impune.
La violencia bancaria que, viene al caso, practica todos los delitos consignados en el código penal, tanto cuando decide, apaciblemente, subir los tipos de interés, o resuelve aumentar, serenamente, las hipotecas. A su entera satisfacción han sido legalizadas todas las extorsiones y atropellos contenidos en sus tantos y variados eufemismos. Una violencia que ha revertido para sus dueños ganancias millonarias sobre la ruina y miseria de millones de personas.
La violencia del negocio, que lo mismo revende fármacos caducados o prohibidos al tercer mundo, que distribuye toda clase de armas y de guerras; esa violencia que ha llegado a embarcarse hasta como «ayuda humanitaria» para paliar los «daños colaterales» que dejan sus empresas; que ha vuelto a las vacas «locas» y tiene enfermas las aves.
La violencia de la iglesia, empeñada en ignorar el respeto ajeno y en pretender hacer universales sus dogmas y sus miedos, siempre pervirtiendo las más puras virtudes y ensalzando los más sucios pecados, incluidos, algunos pederastas y asesinos sueltos. Claro que los mansos siguen siendo bienaventurados y las mejillas siguen sin dar abasto.
La violencia de los medios de comunicación, en manos tan escasas que son las mismas manos, y que mejor que nadie saben y practican aquella oscura máxima de reiterar la mentira hasta hacerla creíble.
La violencia de la justicia cuando utiliza dos varas de medir y reprime con vengativo rigor en unos lo que en otros absuelve con simple gracejo. La que condena y prohíbe, como si estuviera en su mano o le incumbiera, el universal derecho a hablar, a manifestarse, a ser. La misma justicia que asistió asombrada a la pública promesa de su primer representante de desacatar sus propias leyes, «haciendo nuevas imputaciones» a sus presos menos apreciados. La misma que ha instaurado la inaudita figura de «preso preventivo».
La violencia del comercio cuyos precios emboscan a los tantos incautos sin tiempo o sin memoria, y que rinden sus bolsos ante las registradoras sin comprar lo necesario y pagando más de lo debido. Esa violencia que «dinamiza la economía» y nunca deja ilesos los bolsillos.
La violencia de género cuya lucha sigue precisando más recursos, más atención, más medidas, más control publicitario y un imprescindible espacio en las escuelas, entre otras muchas urgencias que demandan las tantas asesinadas por ser mujer.
La violencia de Estado, que persiste en apelar a la tortura, la más vil expresión de la violencia. La violencia que te aplasta sin mover los labios, que te consume sin arquear una ceja o te revienta a los ojos del mundo porque a los Estados les es dado el privilegio de cometer «errores».La violencia que mueve, en «misión humanitaria», la guerra por Oriente; la violencia que lleva, «en son de paz», soldados armados al tercer mundo; la misma cuyas evidencias son secuestradas y remitidas a un lejano futuro como «documentos clasificados»; la misma que acepta y avala la existencia de campos de concentración como Guantánamo, que ha sabido de secuestros, de vuelos irregulares, de «guerras preventivas», de «bombardeos de rutina» y no se acuerda de nada.
La violencia del consumo, que ha dejado al mundo sin futuro. Esa media docena de países que derrochan los recursos del mundo mientras piden mesura a los demás y les proponen comprar su cuota de contaminación, y que todavía insisten en que el problema es el «cambio climático».
Hay que acabar, sí, con la violencia, pero con toda la violencia.
¿Qué opinión nos merecería un pirómano que, entre hoguera y hoguera, pronunciara discursos contra el fuego? A nadie en sus cabales le merecería el menor crédito.
No entro en si, años más tarde, acabó el pirómano reconociendo algunos errores por no haber sido más listo. Tampoco voy a citar nombres de pirómanos ni de incendios porque existen los suficientes como para que cada quien elija la docena de su gusto.
¿Qué confinza merecen los desvelos de Nestlé por la salud de la infancia? ¿Qué crédito tiene un magnate como Murdoch o un político como Berlusconi para erigirse en salvaguarda de la libertad de expresión? ¿Qué respeto merece la pretendida guerra contra el terrorismo en boca de George W.Bush?
Y ese es, precisamente, el problema que tiene delegar en la condena verbal toda la conciencia de la medida. Es preciso, además, ser consecuentes y que el compromiso alcance a los actos, establecer mecanismos de control y sanción de cualquier clase de violencia.
Para que sea la cárcel destino de presidentes si embarcaron a sus pueblos en guerras repudiables y en contra de cualquier derecho, en guerras «ilegales e inmorales» que dijera Pablo VI.
Para que vayan a la cárcel los empresarios que por criminal negligencia o extrema mezquindad son responsables de los 1.500 trabajadores que mueren cada año «víctimas del progreso»; y los banqueros que trafican ahorros, y los policías que torturan memorias, y los religiosos que especulan con almas…
Que sea la cárcel lugar de encuentro para todos los violentos, para absolutamente todos o, es otra posibilidad, seguimos creando eufemismos.