Mis conocimientos de los arcanos de la economía se acercan peligrosamente a la nada. Por no entender de economía, ni siquiera entiendo la mía personal. Menos todavía desde la implantación del euro, cuyo verdadero valor de cambio sigo sin interiorizar (*). Mi incapacidad para entender los asuntos económicos bien puede deberse, en parte, a lo […]
Mis conocimientos de los arcanos de la economía se acercan peligrosamente a la nada. Por no entender de economía, ni siquiera entiendo la mía personal. Menos todavía desde la implantación del euro, cuyo verdadero valor de cambio sigo sin interiorizar (*).
Mi incapacidad para entender los asuntos económicos bien puede deberse, en parte, a lo mucho que me cuesta manejarme con abstracciones, pero para mí que también es deudora de los denodados esfuerzos que hacen no pocos economistas para disfrazar de complejísimos muchos asuntos que, cuando te los explica un buen experto sin ganas de darse ínfulas, resulta que son pasmosamente simples.
Llevo varios días repasando las secciones de Economía de un buen puñado de publicaciones serias a la búsqueda de análisis también serios sobre las últimas grandes operaciones de adquisición de acciones que se han producido en el sector energético español y que han tenido como protagonistas a importantes empresas constructoras. He leído varias veces la misma explicación, aunque con diferentes presentaciones: todas llaman la atención sobre el hecho de que las grandes constructoras españolas disponen en estos momentos de una enorme capacidad financiera que no quieren mantener volcada en su sector, al que atribuyen un futuro problemático, lo cual les ha llevado a buscar posiciones en el mercado eléctrico, que tiene perspectivas de crecimiento menos acelerado, pero mucho más seguro y constante.
Hay quien cree ver en las maniobras accionariales que han puesto en marcha los constructores también la larga mano del Gobierno de Zapatero, que estaría estimulando la entrada de los reyes del ladrillo en las grandes empresas energéticas españolas por razones de estrategia política global. Más en concreto, para tratar de evitar que el control de las fuentes de abastecimiento energético de España lo monopolicen empresas extranjeras.
Lo que me llama más la atención de todo cuanto he leído en relación a este asunto es la escasísima -la casi nula- atención que demuestran los gurús de la cosa por un extremo que, sin embargo, a mí me parece del máximo interés. Me refiero al hecho de que esas grandes empresas constructoras españolas hayan conseguido, a veces en un lapso de tiempo muy breve, hacerse con el astronómico potencial financiero que están mostrando ahora. Es la evidencia misma de los disparatados márgenes de beneficio, de auténtico vértigo, de los que han estado disfrutando en las últimas décadas, sin que ninguna autoridad, central o local, haya hecho nada para ponerles coto. O todo lo contrario: ayudándoles a obrar a su antojo a cambio de compensaciones más o menos confesables.
Todos sabemos cómo funciona el gremio de la construcción. De un lado, la desvergonzada especulación del suelo, que encarece ya de entrada las viviendas hasta el agotamiento de las posibilidades de las economías familiares. Del otro, la edificación propiamente dicha, en la que reinan el empleo precario, las subcontratas en todo y para todo, el ahorro en la calidad de los materiales hasta el límite de lo permitido -o más allá-, la superexplotación de la mano de obra inmigrante, la tasa más alta de siniestralidad laboral en Europa… Todo lo cual desemboca, de manera inevitable, en la colocación en el mercado de pisos mediocres a precios astronómicos.
Es un escándalo. Me recuerda una coplilla andaluza que se cantaba en los años sesenta: «Es la virtud del trabajo / la desdicha del obrero, / que quien trabaja no tiene / tiempo de ganar dinero».
Claro que lo más probable es que a mí se me ocurran estas cosas porque no soy sino un pobre ignorante que no tiene ni idea de economía. De ninguna: ni siquiera de la suya propia.
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(*) No hay modo de que me entre en la cabeza que 15 euros -pongamos por caso- equivalen a la muy estimable cantidad de 2.500 pesetas, por más que los billetes que los representan sean pequeños y cochambrosos. Pese a mis esfuerzos por modernizarme, no puedo evitar que, si veo en una tienda un disco de segunda mano que cuesta 15 euros -digo, a modo de ejemplo-, me parezca barato, cosa que no me sucedería si su precio fuera de 2.500 pesetas. Ya, ya sé que eso de «las antiguas pesetas» es una entelequia tramposa, porque nos remite al tiempo en el que las pesetas tenían curso legal, y de entonces a aquí la inflación ha hecho de las suyas. Pero, incluso contando con eso, lo mío es un desastre.