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Lamentable y reveladora visita papal

Fuentes: Rebelión

La reciente visita papal ha dejado en nuestro país un sabor amargo. Más allá de los positivos llamados de Francisco a practicar el amor, la paz y la justicia, y su pedido de perdón en La Moneda por los abusos sexuales de eclesiásticos; ha quedado profundamente ensombrecida por su incomprensible respaldo al obispo Juan Barros, […]

La reciente visita papal ha dejado en nuestro país un sabor amargo. Más allá de los positivos llamados de Francisco a practicar el amor, la paz y la justicia, y su pedido de perdón en La Moneda por los abusos sexuales de eclesiásticos; ha quedado profundamente ensombrecida por su incomprensible respaldo al obispo Juan Barros, que debido a su estrecha vinculación histórica con la virtual secta de Fernando Karadima, ha sido persistentemente rechazado por gran parte de los católicos de Osorno, y por un amplio sector de la Iglesia chilena y de nuestro país.

Ya había causado un gran y comprensible escándalo su nombramiento como obispo de la ciudad sureña en enero de 2015 efectuado por Francisco. Todo se agravó cuando los chilenos pudimos ver por televisión que el pontífice descalificó de manera ofensiva a la grey de Osorno como «tonta» y manipulada por «zurdos» (¡!). Y ahora culmina los desaciertos en nuestro país, acusando a las víctimas de Karadima -que responsablemente han acusado a Barros de abusos sicológicos; y de complicidad y encubrimiento de abusos sexuales- de proferir «calumnias» contra el obispo de Osorno…

Es muy importante puntualizar que evidentemente Juan Barros desempeñó un papel central en la secta de «El Bosque», desde el momento en que -junto con haber sido nombrado secretario del arzobispo de Santiago, Juan Francisco Fresno, en 1983- fue designado Vicario de la Parroquia El Bosque en 1985, convirtiéndose en el «segundo» de Karadima (ver Mónica González, Juan Andrés Guzmán y Gustavo Villarrubia.- Los secretos del imperio de Karadima; Edit. Catalonia, 2014; p. 129). Es decir, solo con ello quedaba moralmente inhabilitado para ser obispo. Es más, en el libro citado se señala que «una fuente que por años fue muy cercana a Karadima sostiene que el rector Benjamín Pereira iba a echar a Juan Barros del Seminario pues este insistía en referirse a Karadima como si fuese un santo. En este sentido, al tomarlo como secretario, Fresno lo habría rescatado de la expulsión, permitiéndole ordenarse cuando Pereira ya no estaba» (Ibid.; p. 128).

Además, de modo público y reiterado, Juan Carlos Cruz y James Hamilton han señalado que Barros y otros sacerdotes de El Bosque, presenciaban abusos sexuales contra diversas víctimas de Karadima y no reaccionaban. Por otro lado, las primeras denuncias presentadas en contra de aquel, en 1983, por Francisco Gómez Barroilhet y otros jóvenes en una carta al arzobispado de Santiago, quedaron en nada. En 1984, «Gómez le pidió a su amigo Juan Hölzel, ex seminarista jesuita que llegó a trabajar al Arzobispado en el área de prensa, que averiguara qué había pasado con la carta. Hölzel le contestó que ‘la carta se recibió, se leyó, se rompió y se botó a la basura’. Cuando Francisco Gómez le preguntó si valía la pena enviarla de nuevo, Juan Hölzel le respondió: ‘Mientras Barros esté acá, no vale la pena'» (Ibid.; p. 129).

Asimismo, ha habido al menos dos víctimas de los abusos sicológicos efectuados a través de «juicios públicos» propios de las sectas; que han denunciado como uno de sus abusadores a Barros. Son los casos de Luis Lira Campino, que incluyó también a los actuales obispos Tomislav Koljatic y Andrés Arteaga (ver Ibid.; p. 125) y de Juan Debesa Castro, que incluyó además a Arteaga (ver Ibid.; p. 187). Y también Barros ha sido acusado por Juan Carlos Cruz de una sórdida maniobra orquestada por Karadima, al escribirle una carta al arzobispo Fresno en que «informaba que dos jóvenes de El Bosque se habían acercado a él para contarle que Juan Carlos los había acosado sexualmente. Los denunciantes eran Guillermo Ovalle (Chadwick) y Gonzalo Tocornal (Vial)» (Ibid.; p. 191).

Todos estos antecedentes fueron recogidos por la jueza Jessica González, quien investigó la querella presentada contra Fernando Karadima por José Andrés Murillo, Cruz y Hamilton. El problema fue que debido a los mínimos plazos de prescripción que establecen las leyes chilenas para los delitos sexuales, Karadima terminó sobreseído, siendo solo sancionado finalmente por la Iglesia. Y en el juicio civil entablado por aquellos contra el arzobispado -por su encubrimiento por años del caso- se ha presentado otro hecho que deja aun peor al Estado del Vaticano y al mismo papa. Este es, que frente al pronunciamiento papal de que una investigación vaticana había eximido a Barros de cualquier ilícito, la Corte Suprema chilena le solicitó formalmente al Vaticano una copia de los documentos canónicos correspondientes. ¡Y el Vaticano se negó de plano a remitírselos! (ver Emol; 21-9-2016).

Pero el debilitamiento de la Iglesia chilena provocada por lamentables conductas de obispos nacionales y del papa, no termina con el caso de Barros. También ha sido muy penoso que entre los ocho cardenales de la Comisión nombrada para reorganizar la Curia vaticana se encuentren dos que han sido acusados de encubrir casos de abusos eclesiásticos: el chileno Francisco Javier Errázuriz Ossa y el australiano George Pell. Particularmente grave ha sido el caso de Errázuriz, no solo porque es compatriota, sino además porque ¡el mismo ha reconocido la protección que les ha brindado a obispos y sacerdotes cuestionados al respecto! Han sido los casos del obispo Francisco José Cox; y de los sacerdotes José Andrés Aguirre Ovalle y del propio Karadima.

Cox es de la misma edad de Errázuriz y fue compañero de estudios de éste en la Congregación de Schoenstatt. Se desempeñó como obispo de Chillán (1975-1981). Luego fue designado en un alto cargo vaticano: Secretario del Pontificio Consejo para la Familia, donde en 1985 fue curiosamente «degradado», volviendo para ser ¡obispo auxiliar de La Serena! Fue nombrado también, al mismo tiempo entre 1986 y 1987, secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de la visita de Juan Pablo II a Chile. En 1990 pasó a ser arzobispo de La Serena, reemplazando a Bernardino Piñera que se retiró por edad. En 1997 fue desplazado de La Serena, también curiosamente, ya que tenía solo 64 años, siendo la edad de retiro de 75. Y se le designó para cargos menores. Finalmente, y ante la inminencia de un reportaje periodístico de «La Nación» que traía numerosas denuncias de depredación sexual cometidas por él en La Serena, fue rápida y misteriosamente enviado a un monasterio en Alemania en 2002, sancionado por «conductas impropias».

Notablemente, Errázuriz declaró al respecto que Cox «tenía una afectuosidad un tanto exuberante», la que «se dirigía a todo tipo de personas, si bien resultaba más sorprendente en relación a los niños». Además, recordó que «cuando sus amigos y superiores llegamos a ser muy duros para corregirlo, él guardaba silencio y pedía humildemente perdón. Nos decía que se iba a esforzar seriamente por encontrar un estilo distinto de trato, pero lamentablemente no lo lograba» (La Nación; 2-11-2002). Muy probablemente, por el estilo de la declaración, Errázuriz se está refiriendo al período en que él se desempeñaba como Superior de la Orden en Chile, esto es, entre 1965 y 1971. Otro obispo que declaró «proteger» a Cox fue su sucesor como arzobispo de La Serena, Manuel Donoso (1997-2013), quien en 2002 reconoció haber recibido nueve denuncias contra él, pero que las desechó al considerar que «ninguna era comprobable» (Ibid.).

Las declaraciones anteriores suscitaron duras expresiones de una de las más eminentes personalidades del PDC de la época, Jaime Castillo Velasco, quien señaló que lo que estaba ocurriendo en la Iglesia «es tan lamentable, tan horrible, porque se trata de una autodestrucción (…) No tiene sentido la religión si ella forma seres capaces de contradecirse de la forma en que lo hacen los sacerdotes homosexuales (pederastas) (…) Hay que ser muy claros y firmes en el rechazo a la traición ético-religiosa de sacerdotes que prometen una forma de vida que no son capaces de mantener y que suministran un ejemplo mortal para la sociedad. Por eso no estoy de acuerdo con palabras explicativas o condescendientes que se han pronunciado» (La Nación; 10-11-2002).

José Andrés Aguirre («el cura Tato») fue condenado a 12 años de cárcel por la Corte Suprema en enero de 2005 por nueve abusos deshonestos contra menores de edad y un estupro cometidos entre 1998 y 2002. Sin embargo, su historial de abusos, según él reconoció, comenzó en 1984 (ver La Tercera; 12-11-2013). Y ya en 1994 el Arzobispado de Santiago sabía que había dejado embarazada a una niña (ver La Nación; 15-10-2004). Incluso, «consultado por qué el cura Tato no había sido expulsado de la Iglesia apenas se supo que había cometido abusos y tenido una hija, Errázuriz dijo que en ese tiempo se creyó posible su rehabilitación y posterior reinserción pastoral uniéndolo a un movimiento en el extranjero que ´brindaba un excelente acompañamiento espiritual´» (El Diario de Atacama; 18-7-2004). Es decir, ¡toda sanción a sus delitos se consideró fuera de lugar! De este modo, Aguirre fue enviado a Costa Rica y Honduras en 1994. Increíblemente (o no tanto, dado lo que hemos visto), a su vuelta en 1998 se lo nombró en la Vicaría Pastoral de Quilicura y, en 2000, párroco de Nuestra Señora del Carmen de la misma comuna, donde continuó con sus conductas delictuales.

Pero también el cura Tato fue protegido por el obispo auxiliar de Santiago, Sergio Valech. Así, cuando se destapó el caso en 2002, la madre de tres de las niñas abusadas por Aguirre en Quilicura, Silvia Leiva, contó que en 1999 fue a denunciarle los hechos a Valech. Según ella, el obispo le dijo «que no creyera todo lo que se decía, porque las iba a asediar la prensa, ‘y ellos son buitre que donde tienen comida, comen’. También le dijo que si contaba algo, sería acusada de injurias, porque la Iglesia Católica es un elefante y yo solo una hormiga». Intimidación que desmoralizó a su marido quien «me dijo pa’ que vas a seguir peleando si eres una hormiga no más» (La Nación; 21-10-2002). El mismo diario relató que el obispo -pese a los insistentes pedidos- se negó a ser entrevistado. La señora Leiva, días después, hizo el mismo relato en un programa nocturno de TVN. Y en este se mostró cómo Valech se negó con molestia a ser entrevistado por una periodista del mismo canal.

Y respecto de Karadima, Errázuriz recibió las primeras denuncias en su contra en 2003, enviadas por Murillo a través del Vicario para la Educación, el jesuita Juan Díaz. Sin embargo, Errázuriz no hizo nada. Recién en 2005 logró Murillo que se empezara un proceso canónico. Pero el cardenal ¡reconoció ante la jueza Jessica González que frenó el proceso por varios años!: «El receso del procedimiento administrativo entre los años 2006 y 2009 es de mi responsabilidad y fue una decisión que tomé luego de haber oído el testimonio de monseñor Andrés Arteaga (sic) respecto de los denunciantes» (González, Guzmán y Villarrubia; p. 245).

El propio cardenal Errázuriz con toda naturalidad ha fundamentado la actitud encubridora que ha imperado en la jerarquía de la Iglesia, al señalar: «Hay que tener presente que el obispo tiene una función de pastor y de padre, no solo en bien de los fieles, sino también ante cada sacerdote de su diócesis. Quisiera saber qué papá va a la justicia a delatar a sus hijos» (El Mercurio; 26-5-2002). ¡Cuántos niños se habrían salvado de ser abusados, si Errázuriz no hubiese protegido «paternalmente» a Cox, el cura Tato y Karadima!

Desgraciadamente esta protección «familiar-corporativa» la ha consagrado Francisco durante la visita en nuestro país con el total apoyo a Barros y su duro ataque a las víctimas de la secta de Karadima que continúan buscando verdad y justicia. ¡Qué contradicción con el mensaje evangélico que nos dice que «si alguien hace caer en pecado a uno de estos (niños) pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar» (Mateo 18; 6)!

 

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