Nunca entendí el significado de las banderas y debo reconocer que no recuerdo haber tenido una, ni menos enarbolarla. Aseguran que están hechas de sentimientos, como las postales o la pasión futbolera, y me pregunto qué naturaleza sentimental habrá que depositar dentro de uno mismo para amar a un equipo de fútbol o a una […]
Nunca entendí el significado de las banderas y debo reconocer que no recuerdo haber tenido una, ni menos enarbolarla. Aseguran que están hechas de sentimientos, como las postales o la pasión futbolera, y me pregunto qué naturaleza sentimental habrá que depositar dentro de uno mismo para amar a un equipo de fútbol o a una tela. Porque en definitiva las banderas no son más que trapos consensuados.
Todos guardamos símbolos y unos más que otros los consideramos como parte de nuestro patrimonio mental. Objetos que no le dicen nada al vecino a quien se ofende por tener que contemplar impávido cómo se desdeñan unos símbolos y se defienden con belicosidad otros. Los descerebrados sociales tienen sus referentes intangibles ahí. Cuanto más aventado, más tiene a gala exhibir las vergüenzas de sus querencias.
He llegado a oír de determinada gente que es capaz de matar en defensa de su bandera. A mí la primera reacción que me produce una bandera es de rechazo. En algunos casos auténtico desprecio teñido de odio por lo que ha significado en la historia, porque esos trapos consensuados exigen adhesiones nada sentimentales sino más bien ofenden, achican o insultan al que no comparte esos sentimientos de menor cuantía que se jalean con el flamear de las banderas.
Detesto las banderas. Todas. Son un señuelo del poder hacia quien no lo tiene. Un alimento para estómagos acostumbrados a la alfalfa. Siempre que aparecen las banderas es que alguien quiere convencerte de que su enseña tiene una superioridad que te obliga al silencio. Cuando era niño se exhibían las banderas, recién sacadas del armario, para festejar las procesiones de Semana Santa. No ponerlas en el balcón se traducía de inmediato en señal de desafección, de rechazo. Cuando esto ocurría resultaba conveniente que además se bajaran las persianas y dar la impresión de un piso deshabitado; única justificación ante la desmesura de no exhibir el trapo impuesto por el poder y la costumbre.
En lo único que hemos cambiado es en la exhibición de trapos no en el significado del gesto. Cataluña se ha llenado de banderas esteladas solo salpicadas de alguna señera cuatribarrada, otras rojo y gualda, e insólitas tricolores de la II República española que en los tiempos que corren deberían llevar un lema explicativo para ayudar a los nuevos banderizos a entender que el levantamiento contra aquel régimen fue obra del fascismo de verdad y que los presos y las torturas no necesitaban de actrices que simularan la realidad. No es cierto que aprendamos de la historia, porque no hay nada más difícil de entender que el pasado, por eso tenemos esos trapos consensuados que damos en llamar banderas.
Fíjense si las banderas serán ajenas a la realidad y a la historia, que los estudiosos de estas enseñas de tela se denominan vexilólogos. Recuerdo haberme entrevistado hace ya muchos años con miembros de la asociación de vexilólogos de Cataluña, o algo así, para documentarme sobre algo que ahora no recuerdo, pero sí tengo viva en mi memoria que se trataba del asunto con la misma delicadeza de los filatélicos o los coleccionistas de soldaditos de plomo, y que nadie apareció con la invención de la estelada; ni estaba ni se la esperaba.
El catalanismo radical de boquilla ha llenado los balcones y a veces las calles de esteladas, forzando lo que parecía imposible: sacar de los armarios esa bandera rojo y gualda que con toda seguridad blandieron sus padres en ocasiones menos transigentes, pero a las que se adaptaron muy bien. Esta es una rebelión de frustrados con el riñón cubierto y eso hace que la exhibición de banderas tenga algo de espectáculo, como si se tratara de convertir los duelos futboleros en batallas históricas. ¡Ay, Manolo Vázquez Montalbán, cuánta bazofia sentimental había en tanto partido -de fútbol- que encubría el miedo a otros partidos -los políticos-!
La recomposición de la vida ciudadana en Cataluña pasa por devolver las banderas a los armarios. Y por lo que puede haber afectado más allá del Ebro, animar a retirarlas todas y de todas partes. Basta conservarlas en los lugares de poder, en las instituciones, como paga y señal de quienes las inventaron y las conservan para bien de sus intereses. ¿Qué sería de un patán sin bandera? Estaría desnudo. El trapo consensuado le sirve como taparrabos y acaba convirtiéndose en el reducto donde atesora, o eso cree él, las raíces patrióticas. Mientras la gente no se manifieste en silencio y sin emblemas no podremos decir que constituimos una sociedad de gentes iguales en derechos y compromisos.