Como en las grandes ocasiones, recuerdo perfectamente lo que hacía. Viajaba de buena mañana en un autobús interurbano colgado de mi teléfono móvil. De repente, me estalló entre las manos la bomba de plástico y relojería que, disfrazada de tarjetas VIP y «black», había reventado los últimos engañabobos que circulaban para disfrazar lo de Bankia. […]
Como en las grandes ocasiones, recuerdo perfectamente lo que hacía. Viajaba de buena mañana en un autobús interurbano colgado de mi teléfono móvil. De repente, me estalló entre las manos la bomba de plástico y relojería que, disfrazada de tarjetas VIP y «black», había reventado los últimos engañabobos que circulaban para disfrazar lo de Bankia. Se supo que ciertos privilegiados, de los muy bien relacionados, se estuvieron apropiando durante años dulce e indebidamente de nuestro dinero, en instantes maravillosos de sus vidas, como comprar lencería o pagarse un masaje. O, en caso de urgencia, entrar a robar sin miedo, pero con corbata, en un cajero automático con habitáculo e ignorando un aviso sin palabras: «Atención, no pisotear al desahuciado que hay en el suelo, porque podría estar muerto».
No habían previsto ni Blesa, ni Rato, ni sus colaboradores, que se produciría una combinación letal entre sociedad digitalizada y relaciones sociales cultivadas al más alto nivel en tiempos de ambición sin riesgos ni principios, que terminaría por arrojar luz sobre lo más sucio y oscuro mediante el simple ejercicio de la libertad de prensa.
Ahora ya sabemos por qué motivo Él, el actual, no se pudo emplear a fondo con su hermana para que renunciara a su turno en el viaje hacia una corona manchada. Él, y ella, y no hablamos ahora de la que se ha sentado acusada en un banquillo de Mallorca, tampoco sabían de los peligros de la tecnología, como le pasó al cada vez más sospechoso presidente en funciones. Si en esa Casa hay vergüenza habrá consecuencias, y esta vez no podrán ser pequeñas.
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