Los dioses nos protejan de las buenas noticias. Hace solo unas semanas los grandes medios lanzaban las campanas al vuelo ante la decisión de Bill Gates de invertir 113,5 millones de euros en la compra del 6% de FCC. Era, nos decían, la prueba palpable de que la economía española dejaba atrás los achaques de […]
Los dioses nos protejan de las buenas noticias. Hace solo unas semanas los grandes medios lanzaban las campanas al vuelo ante la decisión de Bill Gates de invertir 113,5 millones de euros en la compra del 6% de FCC. Era, nos decían, la prueba palpable de que la economía española dejaba atrás los achaques de todos estos años de recesión y comenzaba a ser un destino atractivo para los inversores, aunque solo fuera porque el país se había convertido, a golpe de ajustes, en una ganga a golpe. Pues bien, aún resonaban los ecos de aquellas celebraciones cuando la constructora que preside Esther Alcocer Koplowitz anunciaba su decisión de festejar la gracia obtenida del fundador de Microsoft con un nuevo ERE que afectará a 1.267 trabajadores, sólo seis meses después de que la empresa ya hubiera despedido a otros 842 empleados.
Otro tanto les ha pasado a los ministras de Economía y Hacienda, Luis de Guindos y Cristóbal Montoro. Todavía andaban resacosos con la decisión de Bruselas de dar por concluido el rescate bancario español con una aprobadillo generoso y por los pelos, cuando la Comisión Europea les enmienda la plana en los presupuestos generales para el próximo año y les advierte de que serán necesarios en 2014 nuevos ajustes por valor de unos 5.000 millones de euros. Una cifra nada desdeñable, aunque pequeña si pensamos que los tecnócratas europeos estiman que la recuperación de la economía española no la librará de tener que afrontar nuevos recortes entre 2015 y 2016 por un valor final que puede llegar a alcanzar los 37.500 millones de euros.
España se parece así a aquel angustiado personaje de Kubrick en Senderos de gloria, moribundo, incapaz de andar, agonizando en coma, atado a una camilla, al que un oficial intenta reanimar pellizcando sus mejillas para que recobre el conocimiento solo unos pocos segundos, los justos para que pueda ser consciente de que está siendo fusilado. O al sufrimiento del torturado cuyo verdugo aplicará meticulosamente las dosis de dolor necesario para que siga sufriendo sin perder el sentido, para que pueda percibir con pavor la llegada del próximo golpe, de cada nueva descarga, de cada inmersión en el agua. Así los españoles podemos recibir con resignado alivio las buenas noticias económicas que nos alejan unos segundos del desmayo y nos preparan para una nueva vuelta en el potro de los ajustes perpétuos.
Con todo, Mariano Rajoy, tal vez afectado por los influjos de la queimada, no cesa de pellizcarnos nuestras mejillas de moribundo para asegurarnos que ya se ve la luz al final del túnel. Solo que para llegar hasta ella, el gobierno considera imprescindible que los ciudadanos se apliquen los consejos que Constanza Miriano recuerda a las mujeres en el libro que acaba de publicar el arzobispado de Granada: «es el momento de aprender la obediencia leal y generosa, la sumisión». Rajoy nos desea sumisos. Pero no es un iluso. Por eso ha encargado a su ministro Jorge Fernández Díaz que prepare la nueva ley de orden público, esa que prevé multas de hasta 600.000 euros para quien se manifieste delante del Parlamento, entre otras sutilezas.
El presidente del gobierno nos anuncia la luz al final del túnel. Pero Rajoy no nos aclare de qué túnel salimos. Visto lo visto, todo parece indicar que se trata del túnel del tiempo que nos retrotrae irremediablemente a la Ley de Vagos y Maleantes y, al paso que vamos, tal vez incluso hasta a la Ley de Fugas. O quizá todo sea un espejismo: el túnel sigue oscuro y el resplandor que parecía anunciar la salida no son otra cosa que las lucecitas blancas de quien quedó deslumbrado y con la vista dañada, tras haber pasado demasiado tiempo cara al sol.