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Las caras ocultadas del poliedro

Fuentes: El Viejo Topo

 Los padres de Luis Vives, el filósofo cristiano escogido por Catalina de Aragón como preceptor de la princesa María, fueron quemados por la Inquisición de Valencia. El padre, vivo; la madre, en efigie. Juan Valdés, hermano de Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador Carlos, tuvo que exiliarse a Italia. Pudo evitar un […]

 
Los padres de Luis Vives, el filósofo cristiano escogido por Catalina de Aragón como preceptor de la princesa María, fueron quemados por la Inquisición de Valencia. El padre, vivo; la madre, en efigie. Juan Valdés, hermano de Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador Carlos, tuvo que exiliarse a Italia. Pudo evitar un peligroso proceso inquisitorial. Luis de León fue encarcelado por hacer contravenido una resolución del concilio de Trento: tradujo al castellano el «Cantar de los Cantares» de Salomón. Fue desposeído de su cátedra en la Universidad de Salamanca.

La Inquisición se abolió definitivamente en España en 1834.

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José Luis Gallego fue combatiente voluntario en las Milicias Populares y cronista durante la guerra civil de Ahora, diario madrileño de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Al finalizar la contienda fue condenado a 12 años y un día de cárcel. Cuando salió ingresó en el PCE y se incorporó inmediatamente a la lucha clandestina. Fue detenido de nuevo y condenado a muerte en 1945. Le fue conmutada por 30 años de reclusión mayor. En la cárcel se casó con Mª Teresa Urrutia.

Se le acusó de delatar a camaradas al ser detenido y torturado por la policía franquista. Tres militantes del PCE fueron fusilados y más de veinte fueron detenidos.

A Gallego le dieron once palizas de muerte. Las resistió todas, no delató a nadie. Mientras tanto detuvieron a Maria Teresa Urrutia, embarazada de siete meses. Lo interrogaron de nuevo. Desnudaron a Urrutia y la tumbaron en suelo. No muy lejos de él. Si no hablaba, le dijeron, la patearían hasta matarla. No era ningún farol, no hablaban a humo de pajas. Uno de los torturadores la propinó una fuerte patada entre las piernas. Gallego habló.

Antonio Pérez, cuñado de Fernando Claudín y compañero del propio Gallego, le comunicó la decisión que tomó el PCE al conocer lo sucedido. Gallego había sido expulsado del partido: había delatado a camaradas, algunos de ellos fueron fusilados. Gallego preguntó a su amigo: «¿qué hubieras hecho tú en mi lugar?». Antonio Pérez no pudo responder.

El funcionario policial que agredió salvajemente a Urrutia embarazada y había torturado a Gallego, y a muchos otros más, con asesoramiento médico cuando fue necesario, se jubiló años más tarde. Había cotizado largo tiempo. Le faltó poco para cobrar la pensión máxima. Nada hay en su historial que delate incumplimiento de alguna norma. Tampoco consta ninguna actuación violenta. Se le consideró durante largo tiempo «funcionario ejemplar».

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Lo cuenta en Años de lucha en la calle. Tariq Alí visitó Vietnam en 1966. Fue una experiencia formativa, jamás la olvidó. Era la resistencia más épica «jamás contemplada en los sórdidos anales del imperialismo».

Años después Tariq hablaba con un veterano líder comunista de India, que le describió una reunión con Ho Chi Minh en 1964. El líder indio le preguntó a Ho Chi Minh por qué el partido comunista indochino, que se había formado al mismo tiempo que el partido indio, había tenido tanto éxito mientras que en la India había casi fracasado. Ho Chi Minh se rió y le respondió. «En India teníais a Gandhi. Aquí, Gandhi soy yo».

Tariq Alí añade en sus memorias en un punto y aparte: «El comentario era más serio de lo que uno pueda imaginar»

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El campesino Antônio Santos do Carmo, de 60 años, ligado al Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), fue asesinado con tiros en el pecho y en la garganta en la tarde de 2 de Mayo de 2007. El crimen ocurrió en el municipio de Irituia, en Pará, al norte de Brasil, el estado brasileño que presenta más violencia en el área rural. En los últimos diez años, más de 130 labradores han muerto por luchar por sus derechos.

El grupo de los Sin Tierra fue sorprendido en una emboscada en la hacienda São Felipe, una extensión de 12.000 hectáreas ocupada por el movimiento. La propiedad queda frente a la carretera de Belém a Brasilia. Las tierras fueron inspeccionadas y consideradas improductivas. No habían sido destinadas aún a la reforma agraria.

Los testigos afirmaron que el campamento fue invadido por un grupo de 50 pistoleros, formado por policías militares y comandado por el latifundista Zé Anísio.

Seis personas más fueron heridas.

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Daniel Paz Manjón murió a primeras horas de la mañana de 11 de marzo de 2004. Había cogido un tren de cercanías madrileño para trasladarse a la facultad. Una bomba estalló. Estallaron más en otros trenes. Unas 200 personas fallecieron. Muchos cuerpos estaban destrozados. Otros tenían sus partes separadas. Numerosas personas quedaron heridas.

La madre de Daniel, Pilar Manjón, preside una asociación de víctimas, la Asociación 11-M Afectados de Terrorismo. Su objetivo es ayudar a los familiares necesitados, facilitar información a los abogados, recordar y honrar a sus muertos, velar por su dignidad, defenderse, cuidar a las víctimas que aún viven.

Manjón fue citada a declarar ante la comisión parlamentaria que se constituyó en el Congreso de Diputados. A la puerta le esperaban un grupo de ciudadanos. Algunos llevaban la bandera franquista, otros agitaban pancartas. Le gritaron con rabia. «¡Méteme tus muertos por el culo»! Manifestantes que actuaban de forma no espontánea, arrojaban -espadas sin labios- gritos de guerra contra la madre de un fallecido en el atentado. Querían, así lo decían, que los muertos, todos los muertos del 11-M, que ellos llamaban «sus muertos», los muertos de ella y de sus compañeros, fueras fagocitados por su ano. Incluido el cadáver de su hijo.

Pilar Manjón entró finalmente en el hemiciclo. Leyó su discurso, manifestó sus quejas. Recriminaba las risas y sonrisas y los zafios comportamientos políticos de diputados en la comisión. Eduardo Zaplana no osó mirarla nunca. Ni siquiera aparentó escucharla. No la saludó. Mientras ella hablaba, Zaplana estuvo leyendo con aparente atención algunos informes. Aparentó tomar notas. Jamás alzó su mirada. Sin atisbo de piedad. Estaba ante una adversaria.

Las cámaras les estaban filmando y, desde luego, Zaplana conocía muy bien las coordenadas fílmicas de la representación.

Dos años más tarde, durante las sesiones conclusivas del juicio sobre el 11-M, la fiscal de la Audiencia Nacional Olga Sánchez leyó su informe. Cuando trastabillaba algún nombre, el abogado defensor de los acusados y tres militantes de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, la asociación que preside el señor Alcaraz, intercambian guiños y risas. La fiscal hizo referencia a la eticidad de periodistas que habían informado sobre el juicio. Gómez Bermúdez la interrumpió. La fiscal prosiguió explicándose. El señor juez le cortó el micrófono y la reconvirtió con dureza, recordándole que la sala no podía dedicar tiempo a sus reproches.

Sánchez finalizó su intervención con un recuerdo a las víctimas. El juez paró la sesión y, durante el receso, se acercó paseando al final de la sala. Se detuvo junto a dos de los patrocinadores de la teoría de la conspiración, los señores Emilio Murcia y José Maria de Pablo. Participan en la charla dos militantes de la AVT de Alcaraz que habían intercambiado guiños con el abogado Abascal mientras exponía la fiscal Sánchez. Todos ellos reían complacidos. Sólo hombres en la improvisada tertulia.

La fiscal Sánchez se refugió en su despacho. Lloró en soledad. Pilar Manjón, por su parte, que se había comprometido a contener su llanto durante el juicio, no pudo cumplir su promesa esta vez. No era fácil.

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Es mayor, muy mayor, pero lo recuerda bien. Vivió durante la II República española en Barcelona, con parte de su familia. Un vecino, un pescadero, denunció a su padre apenas acabada la guerra. Le condenaron a muerte a pesar de no haberse destacado políticamente; era una especie de guardia municipal.

Supo el día que iban a fusilar a su padre. Por la mañana, muy pronto, a finales de noviembre de 1939, y en el Campo de la Bota, una playa de Barcelona próxima al río Besós. Él apenas tenía 16 años. Cuando vio a los guardias civiles que acompañaban a José, su padre, y a treinta detenidos más -él, José también, recuerda el número con exactitud- se abalanzó sobre uno de ellos. Un culetazo lo arrojó al suelo. Se irguió y volvió a lanzarse contra el guardia, arañándole el rostro. Otro culetazo, más fuerte aún, le arrojó de nuevo a tierra. Sabe ahora que podría haber sido mucho peor.

Oyó poco después los disparos. Los treinta y un presos republicanos, entre ellos su padre, caían asesinados. Fueron enterrados en una fosa común abierta allí mismo, cerca de la playa. Años más tarde supo que fueron trasladados a otro lugar, para él desconocido.

Tuvo que irse de Barcelona. No encontraba trabajo, no sabía de qué podía vivir. Años más tarde, trabajó en el campo, en un pueblo que se fundó en Los Monegros, con mucha sequía, escasas tierras y sin apenas regadío. Una pareja de guardias solía interesarse por él y por su situación cada medio año.

A sus 84 años se despierta por la noche pensando en la muerte de su padre y de sus treinta compañeros. José querría saber dónde están sus restos. Lo dice apenado, vencido, con rabia controlada.

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Nicolai falleció el 19 de septiembre de 2007 en el hospital «La Fe» de Valencia. Tenía 44 años. Murió solo. Su mujer y sus dos hijos, de 17 y 3 años de edad, habían regresado a Rumania el día anterior. Quince días antes Nicolai se había quemado a lo bonzo, en presencia de su familia, ante la subdelegación del gobierno de Castellón. Las quemaduras del 70% de su cuerpo acabaron con su vida.

400 euros fueron la línea de demarcación entre su vida y su muerte, la cantidad que necesitaba para volver a Rumania, país miembro de la Unión Europea. No encontraba trabajo en España ni tampoco la ayuda para regresar. Se cree que vino engañado. Le prometieron trabajo en condiciones y dinero suficiente para alimentarle a él y a su familia, y promesas de una vida en mejores condiciones..

La familia tiene que decidir si quieren que el cadáver sea repatriado.

Retengamos esos datos: 44 años, algo más de la mitad de la esperanza de vida en Europa (en Karala); 400 euros, lo que para señores como Botín, Ibarra, Aznar o Zapatero no significa apenas nada. Nada.