En las dos últimas ocasiones en que se ha llamado al pueblo español a las urnas, el 20 D y el 26J, el resultado electoral obtenido merece resumirse en una única conclusión clave y básica: en ambas venció la España social y federal frente a la España centralista y liberal. Si bien es cierto que […]
En las dos últimas ocasiones en que se ha llamado al pueblo español a las urnas, el 20 D y el 26J, el resultado electoral obtenido merece resumirse en una única conclusión clave y básica: en ambas venció la España social y federal frente a la España centralista y liberal. Si bien es cierto que en el 26 J los votos y escaños obtenidos por la opción social y federal han sido menos, fundamentalmente, por esa arraigada costumbre abstencionista bakunista en parte del cuerpo electoral de la izquierda, que no deja de ver como «una gran actuación revolucionaria quedarse en casa cuando hay elecciones, y, en vez de atacar al Estado concreto en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte….», lo cierto es que, aún sin el millón doscientos mil votos que Unidos Podemos no consiguió movilizar el 26 J y que se quedaron en casa, la suma de votos y escaños todavía sigue inclinando la balanza a favor de la España Social y Federal, que, en el nuevo congreso suma 180 diputados, frente a los 170 del bloque centralista y liberal. Y, desde la «Gloriosa» (1868) y la proclamación de la I República, es una constante histórica el debate y enfrentamiento entre esas dos concepciones de España.
Pudiera parecer que la premura y prisas con que se quiere cerrar el expediente de la formación de gobierno, alegando la necesidad de la aprobación de un techo de gasto o del Presupuesto, es lo que, realmente, subyace bajo la dificultad de entendimiento entre los distintos partidos que comparten el hemiciclo de San Jerónimo. Nada más lejos de la realidad. La intensidad con que se han presentado, tras la Gran Recesión de 2008, las tres graves y colosales fallas del régimen del 77, esto es, el deficiente desarrollo socioeconómico del país (con una tasa de desempleo incompatible con un consenso socio político estándar), las tensiones territoriales y la profunda y devastadora corrupción en las instituciones, han singularizado estas dos últimas convocatorias, hasta el punto de que en ellas, aparentemente, se dilucidaba la formación de un gobierno, cuando, en realidad, lo que se ha dirimido en ambos casos es el agotamiento del sistema político, nacido de la transición del 77, y, en uno y otro, con el mismo veredicto: el país necesita de una segunda transición y un nuevo proceso constituyente. El problema no es Rajoy; si lo fuera, el régimen ya habría prescindido de él. La dificultad que Ciudadanos tiene para decidirse por un sí a la investidura del Sr. Rajoy obedece, no sólo a la cuestión de la corrupción, sino, fundamentalmente, a la constatación de que la fracción federalista (o independentista), que sería precisa para sumar una mayoría absoluta que no malograra la investidura, también apostó ya hace tiempo por un nuevo pacto con el Estado español o lo que es lo mismo por un nuevo constituyente. Es decir, que, en todo caso, el fantasma de este estaría presente en la conformación de cualquiera de las dos opciones para formar gobierno. Y es que ya lo decía el Sr. Ansón » «El régimen se agota y precisa de una reforma constitucional de fondo«. (El Mundo: domingo 1 de junio de 2008).
Dicho en otros términos, 13 millones de españoles (PSOE, Unidos Podemos y nacionalistas) ya se han decidido, sin paliativos, por una segunda transición y por un nuevo constituyente; 3 millones y pico, los que votaron por Ciudadanos, espoleados por la corrupción, a sabiendas de que sin la segunda transición se hará imposible la regeneración política y la erradicación de la corrupción, la anhelan al tiempo que la temen, porque la querrían limitada al ámbito institucional formal, sin que invadiera lo socioeconómico y territorial, lo cual es pretender asfixiar a la criatura antes de que naciera; y, por último, sólo 8 millones de españoles, sitiados en lo político y judicial, pugnan, no sin mucho desconcierto, por conservar el poder, pilotando a la deriva la agotada transición del 77.
A este escenario hay que unirle la no menos importante cuestión de la también a la deriva Unión Europea. Empeñado el capital financiero franco alemán en el austericidio, en aras a reintegrarse el total del volumen de deuda prestada al Sur de Europa, conducen a sus Estados a una bancarrota financiera, descarnada en el caso de Grecia, y camuflada, con más o menos fortuna, en los casos de Portugal y España. El Estado español necesita anualmente en torno a 60.000 millones de euros para cuadrar sus cuentas públicas (el equivalente al gasto del conjunto del Sistema Nacional de Salud) y para ello recurre a la emisión de deuda pública, que el Banco Central Europeo le facilita para que no quiebre y, de camino, se lleve por delante al propio Euro. Y los recurrentes recortes propuestos por Bruselas ponen a cavilar a los desnortados sujetos políticos de la transición del 77 e, inclusive, a las dos fuerzas emergentes, que no saben muy bien cómo lidiar con semejantes envestidas.
Entre tanto desorden y desbarajuste, a la fuerza política que, realmente, consolidó la transición del 77, esto es, al PSOE, la enorme sangría de votos lo sume en el mayor de los desconciertos. El aparente Secretario General, Pedro Sánchez, al parecer, no estaría muy en contra de poner de acuerdo a la España Social y Federal e iniciar una segunda transición y amaga, de vez en cuando, con alguna propuesta de reforma constitucional. Pero, acto seguido, el Secretario y Vicesecretario General de facto y la soterrada Secretaría General (González, Guerra y Díaz por este orden), le cierran el paso, obligándolo a entretener la situación con el indeciso Rivera o, últimamente, a decidirse por continuar colaborando en la tarea de asistir, en la unidad de cuidados intensivos, a la agotada constitución del 78, absteniéndose en la votación de la investidura del Sr.Rajoy.
Pues bien, al último de los actores que vamos a analizar tampoco parece que la lucidez le acompañe en estos desconcertantes tiempos. Nos referimos a Unidos Podemos. En mi última reflexión ya afirmé que Podemos debió permitir, tras el 20 D, un gobierno de Rivera presidido por Sánchez, no tanto para dar paso a la segunda transición como para dar por concluida la primera con el último de los gobiernos del PP y, seguidamente, haber condicionado la andadura de la ya fenecida y breve legislatura con su fresca y entonces invicta presencia institucional, acompañada de la labor de una mayor presencia en la sociedad civil. Y, sin embargo, ahora nos amenaza con la simpleza de hacer oposición tranquila, como condición previa, a su hipotético triunfo electoral en unas próximas elecciones, de aquí a cuatro años. De ser, finalmente, esa la opción por la que se incline la dirección de Unidos Podemos, desde ya, le podemos vaticinar que el bakunismo abstencionista que, al principio, citamos en este artículo, hará estragos en la ilusión puesta en ellos por su electorado. Sé que el torrado verano, que las exigencias constitucionales ha hecho coincidir con este decisivo periodo político que vive España, no ayuda a la audacia y lucidez. Pero con la misma vehemencia y convicción con que Pablo Iglesias anunció su Vicepresidencia y los ministros podemistas, con lo cual cerró las puertas a la investidura del Sr. Rajoy, ahora le toca que anuncie y proponga a los sujetos políticos de la España Social y Federal, las bases de la segunda transición y el inicio del proceso constituyente, que resumo en dos leyes fundamentales:
1ª) Ley del Proceso Constituyente, que aborde el tema territorial desde una perspectiva amplia e integradora, más acorde con nuestra pertenencia a la Unión Europea, ofreciendo a las naciones de Cataluña y País Vasco su reconocimientos como tales, en el marco de una renovada y pactada unión de pueblos y naciones Ibéricas, alejada de los secesionismos, como nueva y superior realidad estatal, a la que se invitará a la vecina Portugal, porque sus ciudadanos la quieren y porque es vital para equilibrar la Unión Europea frente al núcleo franco alemán. Y es que, en cuanto al tema territorial se refiere, la asunción del derecho de autodeterminación, en el marco de la realidad estatal y política españolas, no es más que una concesión ínútil a las burguesías periféricas hispanas, que, junto con las centrales, lusa y castellana, han sido incapaces, en siglos, de construir un solar patrio que satisfaga las necesidades históricas y presentes de los pueblos ibéricos. En realidad, lo que, ahora, toca es alumbrar una nueva realidad estatal, alejada d e los egoismos históricos de esas burguesías, a las que habrá que sustituir en ese empeño histórico. Son, por tanto, ahora, los pueblos y naciones ibéricas, la castellana andaluza extremeña, la lusa, la catalana, la vasca, la gallega, quienes, con sus renovadas organizaciones populares y nacionales, deben tomar la iniciativa para construir una unidad estatal superior, inédita, fraternal e irreversible: la Unión de Pueblos Ibéricos, solidarios y populares, que sirvan de contrapunto y corrección a los muchos excesos liberales y conservadores del eje financiero y político franco alemán. Europa, en concreto, los pueblos y ciudadanos de Europa, más, si cabe ahora, que los británicos se van, necesita de la UNIÓN DE LOS PUEBLOS IBERICOS, Y ya iremos viendo si es república o república. Y
2ª) Ley de condiciones mínimas para la permanencia de España en la Unión Europea, que contemple la asunción de toda la deuda pública por la Unión y un presupuesto europeo social único, que sufrague, garantice y asuma los gastos derivados de pensiones y desempleo de todos los países de la Unión.
Los citados textos legales se someterían a referéndum en todo el territorio nacional, tras ser aprobados por las Cortes Generales, al término del segundo año de la legislatura, para que, acto seguido, el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, proponga al Jefe de Estado la disolución de aquellas y la convocatoria de elecciones para una Asamblea Constituyente, en la medida en que no se trata de reformar o enmendar la constitución del 78, en cuyo caso sí que habría que someterse a sus propios mecanismos de reforma, sino de permitir a los pueblos y naciones que conforma la actual España, hablar y pronunciarse en los términos y con la contundencia de un constituyente. Treinta y ocho después de 1977, no sólo el electorado, generacionalmente muy distinto, se lo merece, sino que también lo exige la propia continuidad de España como estado y nación.
Y, a partir de ahí, que cada palo aguante su vela, cada cual asuma la responsabilidad y consecuencias de sus propios actos, si no está a la altura de las circunstancias.
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