Nos acostumbramos a pensar que los regímenes políticos se dividen en dos grandes tipos: democracia y dictadura. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, la democracia (liberal) pasó a ser casi consensualmente considerada como el único régimen político legítimo. A pesar de la diversidad interna de cada una, son dos tipos antagónicos, no […]
Nos acostumbramos a pensar que los regímenes políticos se dividen en dos grandes tipos: democracia y dictadura. Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, la democracia (liberal) pasó a ser casi consensualmente considerada como el único régimen político legítimo. A pesar de la diversidad interna de cada una, son dos tipos antagónicos, no pueden coexistir en la misma sociedad y la opción por una u otra envuelve siempre lucha política que implica la ruptura con la legalidad existente.
A lo largo del siglo pasado se fue consolidando la idea de que las democracias sólo colapsaban por vía de la interrupción brusca y casi siempre violenta de la legalidad constitucional, a través de golpes de Estado dirigidos por militares o civiles con el objetivo de imponer la dictadura. Esta narrativa era -en gran medida- verdadera. No lo es más. Siguen siendo posibles rupturas violentas y golpes de Estado, pero es cada vez más evidente que los peligros que la democracia corre hoy son otros y provienen, paradójicamente, del normal funcionamiento de las instituciones democráticas.
Las fuerzas políticas antidemocráticas se van infiltrando dentro del régimen democrático, lo van capturando, le van haciendo perder su carácter de manera más o menos disfrazada y gradual dentro de la legalidad y sin alteraciones constitucionales, hasta que en cierto momento el régimen político vigente, sin haber dejado de ser formalmente una democracia, surge como totalmente vaciado de contenido democrático, tanto en lo referido a la vida de las personas como de las organizaciones políticas. Unas y otras pasan a comportarse como si vivieran en dictadura. Menciono a continuación los cuatro principales componentes de este proceso.
La elección de autócratas
De los EUA a Filipinas, de Turquía a Rusia, de Hungría a Polonia, vienen siendo elegidos democráticamente políticos autoritarios que, aunque sean producto del establisment político y económico, se presentan como antisistema y antipolítica, insultan a los adversarios que consideran corruptos y ven como enemigos a eliminar, rechazan las reglas de juego democrático, hacen llamamientos intimidatorios a la resolución de los problemas sociales por vía de la violencia, muestran desprecio por la libertad de prensa, y se proponen revocar las leyes que garantizan los derechos sociales de los trabajadores y las poblaciones discriminadas por vía etno-racial, sexual, o religiosa. En suma, se presentan a la elecciones con una ideología antidemocrática, y aún así consiguen obtener la mayoría de los votos. Políticos autocráticos siempre existieron. Lo nuevo es la frecuencia con que están llegando al poder.
El virus plutócrata
El modo en que el dinero ha venido a desvirtuar los procesos electorales y las deliberaciones democráticas es alarmante, al punto en que debe cuestionarse si, en muchas situaciones, las elecciones son libres y limpias y si los decisores políticos son movidos por convicciones o por el dinero que reciben. La democracia liberal se asienta en la idea de que los ciudadanos tienen condiciones de acceder a una opinión pública informada y, en base a ella, elegir libremente los gobernantes y evaluar su desempeño. Para que eso sea mínimamente posible, es necesario que el mercado de las ideas políticas (o sea de los valores que no tienen precio, porque son convicciones) esté totalmente separado del mercado de los bienes económicos (o sea, de los valores que tienen precio y por eso mismo se compran y venden).
En tiempos recientes estos dos mercados se han venido fundiendo bajo protección del mercado económico hasta tal punto que hoy, en política, todo se compra y todo se vende. La corrupción se hizo endémica. La financiación de las campañas electorales de partidos o de candidatos, los grupos de presión (o lobbies) ligados a parlamentos y gobiernos, tienen hoy en muchos países un poder decisivo en la vida política. En 2010, la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Citizens United vs Federal Election Commission, infringió un golpe fatal a la democracia norteamericana al permitir la financiación irrestricta y privada de las elecciones y decisiones políticas, por parte de grandes empresas y millonarios. Se desarrolló así el llamado «Dark Money«, que no otra cosa que la corrupción legalizada. Es ese mismo «dark money» lo que explica en Brasil una composición del Congreso dominada por las bancadas de la bala, la bíblia y el buey, una caricatura cruel de la sociedad brasilera.
Las fake news y los algoritmos
Internet y las redes sociales que Internet hizo posible, fueron vistas durante algún tiempo como facilitadoras de una expansión sin precedentes de la participación ciudadana en la democracia. Hoy, a la luz de lo que pasa en los Estados Unidos y en Brasil, podemos decir que, de no ser reguladas, serán las sepultureras de la democracia. Me refiero en especial a dos instrumentos. Las noticias falsas siempre existieron en sociedades atravesadas por fuertes fragmentaciones, sobre todo en períodos de rivalidad política. Hoy, sin embargo, es alarmante su potencial destructivo a través de la desinformación y la mentira que difunden. Esto es especialmente grave en países como la India y Brasil en que las redes sociales, sobre todo Whatsapp (el contenido menos controlable por ser encriptado), son ampliamente usadas al punto de ser la mayor -o hasta la única-, fuente de información de los ciudadanos (en Brasil, 120 millones usan Whatsapp). Grupos de investigación brasileros denunciaron en el New York Times (17 de Octubre) que de las 50 imágenes más divulgadas (virales) de los 347 grupos públicos del Whatsapp de apoyo a Bolsonaro, sólo 4 eran verdaderas. Una de ellas era una foto de Dilma Rousseff -candidata al Senado- con Fidel Castro en la Revolución Cubana. Se trataba, de hecho, de un montaje realizado a partir del registro de John Duprey para el periódico NY Daily News en 1959. Ese año Dilma Rousseff era una niña de 11 años. Apoyado por grandes empresas internacionales y por servicios de contrainteligencia militar nacionales y extranjeros, la campaña de Bolsonaro constituye un monstruoso montaje de mentiras al que difícilmente sobrevivirá la democracia brasilera.
Ese efecto destructivo es potenciado por otro instrumento: el algoritmo. Este término de origen árabe designa el cálculo matemático que permite definir prioridades y tomar decisiones rápidas, a partir de grandes series de datos (big data) y de variables, con vista a ciertos resultados (el éxito en una empresa o en una elección). A pesar de su apariencia neutra y objetiva, el algoritmo contiene opiniones subjetivas (¿Qué es tener éxito? ¿Cómo se define el mejor candidato?) que permanecen ocultas en los cálculos. Cuando las empresas son intimadas a revelar los criterios, se defienden con el secreto empresarial. En el campo político, el algoritmo permite retroalimentar y ampliar la divulgación de un tema que está en alta en las redes y que, por eso mismo, el algoritmo considera relevante por ser popular. Sucede que lo que está en alta puede ser producto de una gigantesca manipulación informativa llevada a cabo por redes de robots y de perfiles automatizados, que difunden a millones de personas noticias falsas y comentarios a favor o contra un candidato, haciendo el tema artificialmente popular y así ganar aún más notoriedad por vía del algoritmo.
Éste no tiene condiciones para distinguir lo verdadero de lo falso y el efecto es tanto más destructivo cuando más vulnerable sea la población a la mentira. Fue así que en 17 países se manipularon recientemente las preferencias electorales, entre ellos los Estados Unidos (a favor de Trump) y ahora el Brasil (a favor de Bolsonaro) en una proporción que puede ser fatal para la democracia. ¿Sobrevivirá la opinión pública a este tóxico informativo? ¿Tendrá la información verdadera alguna oportunidad de resistir a esa avalancha de falsedades?
He defendido que en situaciones de inundación, lo que hace más falta es el agua potable. Con una preocupación paralela acerca de la extensión de la manipulación informática de nuestras opiniones, gustos y decisiones, la científica en computación Cathy O’Neil caracteriza los big data y los algoritmos como armas de destrucción matemática (Weapons of Math Destruction, 2016).
La captura de las instituciones
El impacto de las prácticas autoritarias y anti democráticas en las instituciones, se da paulatinamente. Presidentes y parlamentos electos por los nuevos tipos de fraude (fraude 2.0) a los que acabo de aludir, tienen el camino abierto para instrumentalizar las instituciones democráticas, y pueden hacerlo supuestamente dentro de la legalidad, por más evidentes que sean los atropellos e interpretaciones torcidas de la ley o la Constitución. En tiempos recientes, Brasil se convirtió en un laboratorio inmenso de manipulación autoritaria de la legalidad. Fue esta operación lo que hizo posible la llegada al segundo turno del neo-fascista Bolsonaro y su eventual elección. Tal como ha sucedido en otros países, la primera institución a ser capturada es el sistema judicial. Por dos razones: por ser la institución con poder político más distante de la política electoral y por ser constitucionalmente el órgano soberano concebido como «árbitro neutro». En otra ocasión analizaré este proceso de captura. ¿Que será la democracia brasilera si esta captura se concreta, seguida de otras que ella hará posible? ¿Será todavía una democracia?
Boaventura de Sousa Santos, sociólogo, diretor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra.
Traducción de Pressenza