La política institucional es un teatro. El teatro puede tener funciones sociales relevantes. Puede representar los dramas y angustias de una sociedad, puede servir de elemento de reflexión o, como en la tragedia clásica, puede provocar ese golpe de catarsis y con ello de restauración del orden interno a las cabezas, perturbado por imaginaciones trastornadas. […]
La política institucional es un teatro. El teatro puede tener funciones sociales relevantes. Puede representar los dramas y angustias de una sociedad, puede servir de elemento de reflexión o, como en la tragedia clásica, puede provocar ese golpe de catarsis y con ello de restauración del orden interno a las cabezas, perturbado por imaginaciones trastornadas. En cualquier caso, el teatro no tiene una correspondencia exacta con la política real, esto es, con aquella que se quiere como fuerza de transformación y ruptura.
Dicho claramente: lo que pasó ayer en Catalunya tiene menos que ver con la supuesta ruptura que representa la independencia, que con la representación de una negociación (entre élites, por supuesto, por mucho que se hable de votos) que sigue estancada. De hecho, el resultado es el peor de los posibles: empate técnico. Como en los malos concursos de televisión, ayer ganaron todos: los del sí porque obtuvieron más escaños, los del no porque tuvieron más votos. Con cualquiera de las otras dos opciones -sí-sí en votos y escaños, o no-no en las mismas magnitudes- se hubiera producido un desbloqueo de efectos más o menos inmediatos: una negociación aceptada definitivamente por el próximo gobierno del Estado o una derrota del soberanismo seguida de concesiones por parte también del próximo gobierno. Curiosamente en los dos casos caminaríamos hacia esa horquilla que va entre el Estatut de 2006 y el federalismo asimétrico que se dibuja como solución. En términos prácticos, poquitas diferencias.
En situación de empate hay, sin embargo, procés para rato. Y con el procés todos los efectos comerciales asociados: renovadas perspectivas de recuperación de Convergència y del PP-Ciudadanos, ambos enfrentados en lo único que no están de acuerdo, su adscripción nacional y el reparto competencial de prebendas para unos y otros. Naturalmente, por procés léase no la ruptura del régimen del 78 por vía de una secesión catalana, cuanto la colmatación de la agenda pública por la cuestión catalana.
Dejando a un lado los efectos más previsibles, lo increíble, y a la vez incontestable, es que Mas ha triunfado. A pesar de ser el capo de una de las mafias europeas más eficaces en el expolio neoliberal y el delfín del milmillonario que «hizo país» pero siempre a su costa, Mas ha conseguido agazaparse detrás de una lista plural y presentarse como el presidenciable más probable.
La derecha es la mejor maestra de la izquierda (hace décadas que va por delante) y en este caso ha ofrecido lecciones inapreciables. La primera es un clásico del nacionalismo conservador catalán, Mas ha ganado con ropajes que no son suyos. Al frente de la lista ha puesto nada menos que a un izquierdista, o al menos la versión pijo progre de la izquierda catalana. Un exiliado de Iniciativa convertido al soberanismo interclasista y proaustericidio, que con su bonita línea de cabeza, peso ideal y gafas de colorines, parece propenso a proferir expresiones tan popis y entrañables como «esto es alucinante» en los debates públicos. Puede parecer ingenuo pero, sólo con eso, Mas-Junqueras se han ahorrado tener que hablar de la privatización de la sanidad, los recortes en educación y la galopante desigualdad social en Catalunya.
La segunda es todavía más interesante. Si ha habido en estas elecciones una formación 15M este ha sido Junts pel Sí. Con una lista matemáticamente repartida 60/40 entre Convergència y Esquerra, el «sí» se ha presentado como la candidatura ciudadana: cantantes, deportistas, cocineros, entrenadores de fútbol, amén de abogados y economistas (estatuto convencional de la clase política). En Juntos con Mas sólo había ciudadanos, gentes corrientes y de bien de la Catalunya democrática y progre. «Alucinante», como diría Romeva.
Respecto a las fuerzas que podían representar la ruptura y que apenas superan el 17% del voto, hay aparentemente un perdedor y un ganador. Respecto al primero, poco se puede decir, o al menos poco más de lo ya dicho. Su modelo de confluencia, fabricado en despachos y en provecho de la muy desprestigiada Iniciativa, ha desdibujado la formación al punto de no poder ser ni el garante del derecho a decidir por la lado de la izquierda, ni dar cuerpo al experimento lerrouxista que en principio aupó a Pablo Iglesias. De hecho, si la mayoría independentista ha quebrado en el cinturón rojo metropolitano, lo ha hecho en favor de los naranjas, esos chicos bien y de aspecto aseado que poco tienen que ver con los vecinos de estas zonas, pero que a su modo desenmascaran las trampas del procés y de las élites catalanas de siempre. De nuevo, quien no vea lo que hay de verdad en el discurso de las derechas (catalanas o españolas, igual da) está incapacitado para la política, al menos de esa que se quiere radical y de transformación.
Pero para Podemos las catalanas han sido algo más: una bofetada seguida de la palabra «despierta». Por primera vez han encarado la soledad que durante este tiempo se han empeñado en construir. Ni siquiera sus aliados naturales, los de Barcelona en Comú, se han avenido a echar una mano, en el juego, seguramente arriesgado, de esperar para aprovechar una oportunidad que quizás en un futuro tampoco se presente. En condiciones iguales, para el partido de Íñigo y Pablo las catalanas son el trailer de las generales: la llamada confluencia puede restar en lugar de sumar, especialmente si no logra implicar a los actores vivos que pueden realizar o favorecer su campaña. Con su propia organización hecha jirones, el paseo de Podemos hacia diciembre se ha convertido en un camino tan empinado que ni siquiera con un mea culpa sincero, ni con una apuesta (¡por fin!) por la radicalidad democrática está garantizada la inversión de su caída. Por si esto fuera poco, los de Coscubiela han trasladado a Podemos lo que iba a ser su propio fracaso.
En claves más alegres, las CUP más que duplican sus votos, pero con una operación que les incorpora también a la política espectáculo. Lo han hecho con otro buen chico progre, que ha conseguido convertir del anticapitalismo cupero en un producto tan popular como el capuccino, apto tanto para un arquitecto chic del barrio de Gracia como para un antiguo votante de Esquerra. La sombra de su éxito puede agrandarse todavía más, pues parece que Artur dependerá de los votos de la CUP si quiere ser presidente.
Su posición, no obstante, sigue dentro del mismo fuego cruzado entre un soberanismo que depende principalmente de sus legítimos dueños (Mas y Junqueras) y un anticapitalismo que no se sabe expresar más de allá de la chapa y la camiseta, esto es, que no se sabe articular en un proyecto político conectado con luchas vivas. No se trata de un problema particular de las CUP, sino de toda la izquierda europea post-comunista, pero no deja de sorprender su mezcla con el «soberanismo para todo», en un país, Catalunya, que tiene: 1) déficit en todas sus balanzas económicas -no las fiscales, sino las de materiales, energética, de huella ecológica-; 2) una economía que se ha especializado en la triada turismo-inmobiliario-logística hasta el punto de no ser muy distinta, salvo en escala y sofisticación, de la de Valencia o Murcia; y 3) una población tan envejecida, conservadora y clasista como la de cualquier otra nación europea, y por eso mismo extremadamente dependiente de la fuerza de trabajo migrante y de la consiguiente exclusión laboral de esa población. Se trata de problemas que estallan todas las costuras del soberanismo ideológico (valga en cualquier caso esta reflexión interna a las CUP sobre estas cuestiones).
En definitiva, al agitar los materiales que han salido de las catalanas, resulta un cóctel de sabor más bien amargo y poco logrado. Ni el procés parece que vaya a ser desbordado por su izquierda, ni la voluntad de ruptura democrática que expresó el 15M parece que haya encontrado en Podemos su vehículo electoral más adecuado. Los dos vectores de la ruptura democrática abierta hace cuatro años han chocado con límites obvios. Como en los casinos, conviene ir anunciando: «Señoras, señores, abramos otro juego. Este ya ha demostrado sus límites».
Emmanuel Rodríguez, miembro de la Fundación de los Comunes.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/panorama/27903-elecciones-catalanas-o-fin-del-ciclo-electoral.html