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Las enfermedades: ¡Qué negocio!

Fuentes: Rebelión

    Nos enteramos recientemente de la audaz teoría expuesta por el periodista alemán Ray Moynihan en su libro «Medicamentos que nos enferman» y que hace relación a la nueva industria farmacéutica la cual, aparentemente, a través de lo que él llama «males inventados», está terminando por convertirse en una verdadera mina de oro, no […]

 

 

Nos enteramos recientemente de la audaz teoría expuesta por el periodista alemán Ray Moynihan en su libro «Medicamentos que nos enferman» y que hace relación a la nueva industria farmacéutica la cual, aparentemente, a través de lo que él llama «males inventados», está terminando por convertirse en una verdadera mina de oro, no tanto para el desarrollo de la investigación científica de la medicina, como para el desaforado crecimiento económico de tales industrias.

 

Y es que para la tesis de Moynihan, y en apoyo suyo, existe el antecedente de un estudio publicado por la revista Nature en el cual se revelaba que «el 70 por ciento de los grupos médicos que elaboraron guías para tratar enfermedades, tenían conexiones financieras con laboratorios farmacéuticos».

 

Vaya, vaya…

 

Las explicaciones que da el denunciante son muchas y puntuales. Para él, las enfermedades inventadas son aquellas que «transforman procesos naturales o etapas de la vida normales en algo que debe recibir medicamentos», y cita, entre otras, la menopausia, la disfunción eréctil, el colesterol, la calvicie, la timidez, la tristeza, la baja estatura, la pereza, la disfunción sexual femenina, el aumento de peso, la osteoporosis y la andropausia, rematando sentencioso con su implacable dedo acusador: «La mayoría son empresas farmacéuticas y grupos de médicos que aumentan síntomas o crean dolencias. Es un negocio. Para cada droga inventan un mal. Procesos normales como el envejecimiento, el embarazo, el parto, la infelicidad o la muerte tienen un fármaco a su servicio.»

 

Así, pues, y visto lo anterior, hemos creído conveniente no solamente exteriorizar cierta simpatía con esta imputación sobre las «enfermedades inventadas», sino unirnos al coro de los pacientes «quejumbrosos» a quienes por otro lado nos está llegando la hora de la confusión total, y esta vez y para el caso al que me referiré, por la «rigurosidad» de la ciencia médica y el «desvelo» excepcionalmente acucioso de sus oficiantes.

 

Ya no sabemos si está bien o mal el hecho de que los médicos, reiteradamente, estén alarmando sin tregua ni pausa a estos pobres esqueletos carnudos y ambulantes que somos, puesto que lo cierto es que, vivir en paz y en armonía con nuestra mente y con nuestro cuerpo, se hace cada vez más angustioso. Todos los días se informa uno sobre los peligros de todo. Poco queda en este planeta moderno y globalizado que no sea nefasto para la salud.

 

Qué decir, por ejemplo, del tan publicitado «demonio» llamado cigarrillo…

 

Porque, en concordancia con lo del negocio de las enfermedades inventadas y la «rigurosidad» médica orientada de buena o mala fe hacia el consumo masivo de todo tipo de drogas y toda clase de «chequeos», está aquella popularizada y cada vez más extendida expresión de que, «todo hace daño.» Las bebidas alcohólicas o gaseosas son nocivas y los alimentos enlatados o numerosos de los preparados en casa y restaurantes, perjudiciales. Parece que estamos condenados, si queremos vivir sanos y un poco más del tiempo preciso que a la naturaleza le dio por ofrecernos, a beber agua natural e ingerir comidas crudas acompañadas de frutas y verduras. Pero si usted, amigo lector, alcanza benevolencia de parte de su galeno, puede también, de pronto, consumir uno que otro grano o pescado, siempre y cuando no se les combine, digamos, con tocineta, carnes o huevos… y preparados, eso sí, en exclusivos y costosos aceites de oliva virgen.

 

¡Basta ya de consentimientos culinarios y glotonerías! -vociferan o mascullan, ordenan o sugieren-, de asados y sancochos, sopas «trifásicas» o de mondongo, chicharrones, morcillas, empanadas, lechonas o tamales, pandeyucas o buñuelos, postres, helados o galletas. E incluso, sin contemplación ni piedad, se van lanza en ristre, igualmente, contra los acicalados platos de fusión o de autor.

 

Ahora bien, para nuestros necesarios aunque martirizantes facultativos, numerosos de los actos que ejercemos a través de nuestro cuerpo, o la mayoría de los que emprendemos desde nuestro íntimo, autónomo y ávido sistema digestivo, nos está llevando a incubar, irremediablemente, enfermedades gravísimas, sino letales. Y le agregan a esto, con aquella inapelable expresión austera de siempre, la falta de ejercicio, el estrés, el dormir poco o mucho, los abusos de la sal, la grasa o del azúcar, etc.

 

Por ello, y para completar este cuadro quejoso de «paciente» impaciente, por nuestra terquedad en consumir lo que nos agrada y vivir como mejor nos plazca, es que estamos condenados a visitarlos constantemente.

 

Lo que ellos quisieran, tan explícito para el cumplimiento de su Juramento Hipocrático como certero para nuestra constante incomodidad y desdicha, es que cada seis meses, o cada año como máximo, sus frágiles subordinados se examinen todo: el corazón, el hígado, los pulmones, el colon, la vejiga, los huesos, los riñones, la columna vertebral, la vista, los senos, el útero, los dientes, la laringe, el esófago, el páncreas, la próstata, en fin, todo aquel órgano de su cuerpo que todavía ellos mismos no se lo hayan mutilado.

 

De tal modo que, y sin querer demeritar su valiosa e imprescindible labor, vámonos preparando para sortear el acecho permanente a que nos tienen sometidos hoy en día todos los neumólogos, neurólogos, ginecólogos, urólogos, odontólogos, cardiólogos, pediatras, proctólogos, oftalmólogos, dermatólogos, oncólogos, ortopedistas, gastroenterólogos, endocrinólogos, hematólogos y quien sabe cuántos de los especialistas más que son en este mundo.

 

Mi protesta va, entonces, contra los gravosos remedios que dicen «prevenir» o «atacar» los insalvables males de los que la madre natura, en su enigmática sabiduría, nos proveyó en mala hora; contra el «constreñimiento» alimenticio y la «opresión» sobre nuestra movilidad corpórea y nuestro estilo de vida y, por último, contra el «apremio» por tener que consultar tan a menudo a esa interminable, infinita lista de especialistas en todo.

 

 

*Escritor colombiano

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