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Las guerras del petróleo

Fuentes: El periódico de Aragón

El historiador griego Tucídides, padre de la Historia como estudio del devenir humano y sus causas, fue el primero en distinguir entre causas superficiales y causas profundas en los acontecimientos históricos. Las causas superficiales son las excusas que se suelen argumentar para desencadenar, por ejemplo, una guerra, mientras que las causas profundas son las que […]

El historiador griego Tucídides, padre de la Historia como estudio del devenir humano y sus causas, fue el primero en distinguir entre causas superficiales y causas profundas en los acontecimientos históricos. Las causas superficiales son las excusas que se suelen argumentar para desencadenar, por ejemplo, una guerra, mientras que las causas profundas son las que realmente mueven al conflicto. A Tucídides le cabe el mérito de haber sido el primero en distinguir entre lo que decimos que motiva nuestros actos y lo que en realidad hay detrás de los mismos. En cierto modo, pudiera decirse que se halla detrás de la que debe ser la actitud filosófica fundamental, la sospecha, la desconfianza ante pretendidas evidencias.

Si Tucídides pudiera historiar los acontecimientos contemporáneos probablemente agruparía las guerras de Irak, Afganistán y Libia bajo un mismo concepto: las Guerras del Petróleo. Las tres tienen en común una causa superficial, una excusa, la defensa de la libertad, los derechos humanos, la población civil, y una causa profunda, el control de regiones estratégicas para las financiocracias occidentales, ocultas bajo el concepto de comunidad internacional. Que las guerras de Irak y Afganistán nada tiene que ver con el biestar de sus poblaciones y la democratización de sus países es una evidencia palmaria. Los gobiernos de Irak y Afganistán están implicados en la corrupción que asola a sus países y sus políticas para con su población, especialmente para con la mujer y las minorías, continúan siendo tremendamente represivas. La intervención de las potencias occidentales se hizo como medio de control de su materia prima esencial, el petróleo, caso de Irak, o de sus vías de exportación, caso de Afganistán.

El caso de Libia es absolutamente semejante. Nuevamente la defensa de los derechos humanos es invocada, pues, nuevamente, el tirano al que hemos armado y que nos aprovisiona de crudo, utiliza esas armas contra su población. En esas condiciones, se plantea una intervención militar en defensa de la población. Pero, ¿por qué Libia, y no Israel o alguno de los países del Golfo, ejemplos también de represión contra su población?

Hace falta mucha ingenuidad para creer los discursos que nuestros gobernantes lanzan para proteger su petróleo. A estas alturas de la película, cuando Sarkozy, Zapatero u Obama salen, con tono solemne, a justificar la intervención, una carcajada homérica debiera salir de nuestras gargantas para helarles el gesto. ¡Otra vez el mismo cuento! Y sin embargo, buena parte de nuestras anestesiadas sociedades acuden a la enésima tomadura de pelo como si fuera la primera. ¿Cómo creer, de nuevo, que los países de la OTAN actúan para defender a la población civil? Sería magnífico un mecanismo democrático para defender a las poblaciones civiles, la duda que surge es por qué a unas se las defiende, si las bombas pueden entenderse como defensa, y a otras no.

La ingenuidad, o pasividad cómplice, de nuestras mayorías sociales sólo es superada por la irresponsabilidad y ceguera de quienes nos dirigen. Un mínimo análisis de lo ocurrido en Irak y Afganistán aconsejaría, cuando menos, prudencia. Ha quedado demostrado, no en un caso, sino en dos, la dificultad que representa invadir un país, la inestabilidad que se provoca, los efectos inesperados que suscita. Afganistán e Irak no han contribuido sino a empeorar la imagen de Occidente en el resto del planeta y ha promovido, entre los musulmanes, la idea de que contra ellos todo vale. Libia no hace sino profundizar en esa dirección.

Cada día que pasa, se acentúa la sensación de improvisación e incertidumbre. ¿Quién dirige la operación? ¿Cuál es su objetivo si no es deponer a Gadafi? ¿Qué sabemos de la oposición? ¿Cuál es su discurso político? ¿Qué piensa la Liga árabe, que un día dice una cosa y al siguiente la contraria? ¿Y la Organización para la Unidad Africana? Tras la catástrofe de Japón y la profunda crisis económica, parece que la prudencia es aconsejable, que los pasos que se den deben ir dirigidos a reducir incertidumbres, no a aumentarlas exponencialmente. Sin embargo, nuestros gobiernos se han metido en Libia con una ligereza que, descartada por los hechos su buena voluntad, solo habla de su nivel de irresponsabilidad.

Y no nos vengan con el discursito de siempre de que el que no está con la comunidad internacional está con Gadafi, como antes estuvo con Sadam o con los talibanes. Miren, no cuela, no nos vamos a sentir mal. Entre otras cosas porque los talibanes, Sadam y Gadafi fueron, en su momento, hijos bienamados de Occidente. No nos digan que la pasividad favorece las masacres, porque la pasividad es su norma (en Israel, en Honduras, en el Golfo Pérsico, en Somalia, en el Sáhara…). Su conversión al humanitarismo queda desdicha por el reguero de sangre y petróleo que vienen dejando todas sus intervenciones humanitarias.

Juan Manuel Aragüés. Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza

Fuente: http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp?pkid=659943

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.