El martes, 12 de julio de 2011, hacía una semana exacta que los vecinos de Lavapiés habían expulsado del barrio a los antidisturbios, después de un intento de redada racista de la Policía Nacional. El martes otra vez, en el barrio, estaban reunidas, en varias plazas y locales, distintas asambleas de colectivos vecinales, entre ellos […]
El martes, 12 de julio de 2011, hacía una semana exacta que los vecinos de Lavapiés habían expulsado del barrio a los antidisturbios, después de un intento de redada racista de la Policía Nacional.
El martes otra vez, en el barrio, estaban reunidas, en varias plazas y locales, distintas asambleas de colectivos vecinales, entre ellos el Grupo de Trabajo de Migración y Convivencia de la Asamblea Popular de Lavapiés. Eran, otra vez, las nueve y algo de la tarde.
En la calle del Olivar, después de una semana, hubo otro control por motivos racistas. Varios agentes vestidos de paisano abordaron a unos cuantos vecinos y los obligaron a ponerse contra la pared. Casualmente todos esos vecinos que fueron empujados contra la pared eran africanos y tenían la piel de color negro. A los que no tenían la piel de ese color se les permitió quedarse al margen. Empezaron a cachearlos. Uno de ellos, A., al que conocían muy bien, protestó durante la requisa. Inmediatamente, los policías pidieron refuerzos a los municipales. En cuanto fueron los suficientes, entre seis o siete agentes le dieron a A. una soberana paliza en plena calle, ya cerca de la plaza. Malherido, los mismos que lo habían linchado se lo llevaron en un coche patrulla. Los demás africanos empezaron a gritar pidiendo ayuda de los vecinos. Los policías, a su vez, reclamaron por radio más refuerzos. En cuanto fueron los suficientes, la emprendieron a porrazos y puñetazos contra quienes llamaban a la solidaridad de sus vecinos.
La gente del barrio que estaba en la Plaza de Lavapiés, entre ellos los encargados de mantener el punto de información del 15-M, al darse cuenta de lo que estaba pasando, se aproximaron para recriminarles a los policías su brutalidad. En menos de 5 minutos llegaron hasta diez coches Z y cuatro furgones de las Unidades Centrales de Seguridad, los antidisturbios de la Policía Municipal de Madrid. Al sentirse otra vez fuertes, los policías empezaron a repartir porrazos contra todos los vecinos que estaban cerca, ya sin fijarse en el color de su epidermis. Avisados por mensajes de móvil, por gritos y por las sirenas de tantos y tantos coches de policía, un grupo de unos doscientos vecinos volvimos a acudir, una semana exacta después, a la plaza central de nuestro barrio para proteger a los nuestros. Volvimos a expulsar a los agentes insurrectos, al grito unánime de «¡Fuera del barrio!»
http://www.youtube.com/watch?v=KOVaerZmwRY
El martes, por primera vez desde que el Movimiento 15-M aterrizó en nuestro vecindario, a los policías les arrojamos algunos objetos para que se fueran. Concretamente, les llovieron varios zapatos. Cuatro de esos zapatazos los ejecutaron con relativa contundencia dos chicos blancos, vestidos un poco de hippies pero no tanto, con el pelo largo pero no tanto, que nadie había visto jamás por el barrio.
Una vez expulsados los policías, nos encontramos a una mujer llorando en el centro de la plaza. Se llama E., no tendrá 30 años, y está desconsolada. Nos cuenta que es la mujer del hombre detenido. No sabe bien lo que ha pasado, pero nos explica que, para ella, todos los días es lo mismo.
Un grupo de unas 20 personas decidimos acompañarla hasta la Comisaría de Leganitos para intentar conocer, al menos, el alcance de las lesiones de A. Por el camino E. nos va contando que A., aunque está casado con ella, no tiene todavía permiso de residencia. En el pasado, A. fue detenido en varias ocasiones por no tener papeles. Unas veces lo dejaron ir a las pocas horas, otras veces lo retuvieron en comisaría. Por fin, terminó recibiendo una orden de expulsión, lo que le impedía para siempre solicitar la residencia legal en España por arraigo, y por lo tanto acceder a un puesto de trabajo digno. Por eso, hace unos meses E. decidió a regañadientes casarse con su novio A. Tenían cita el veintitantos de septiembre en la Policía para empezar a arreglar sus papeles. Ahora teme que todo se haya podido ir definitivamente a la mierda. También nos cuenta, con una transparencia que le perjudica, que una vez, hace ya un tiempo, A. estuvo en la cárcel, porque un informante de la policía lo acusó de robo con violencia.
Al llegar a la puerta de la comisaría, un dicharachero y jovial agente de la Policía Nacional informa a E. que, en efecto, su marido está allí dentro, que ha sido detenido por tráfico de drogas, que se le acusa de delito contra la salud pública, y que le está haciendo un gran favor al contarle más de lo que debería. E. no puede entrar a verle. Sólo un abogado, si es que lo encuentra a esas horas, podrá acceder a aquel recinto y enterarse de cómo se encuentra.
Mientras intentamos que se persone alguien con el título de licenciado en Derecho y que esté al corriente en el pago de las cuotas al Colegio de Abogados, E. nos sigue contando sus cosas. No pone la mano en el fuego por que su novio no llevase encima algo de hachís. A. no bebe alcohol, pero algún porro sí se fuma de vez en cuando. Vuelve a llorar. Desde que A. estuvo en prisión, su vida (la de los dos) es un calvario. No hay día que los policías secretas que están siempre merodeando por la plaza no les paren. A él, un día sí y otro también, le esperan en la puerta de su casa, le preguntan si lleva algo, le cachean, le atosigan. A ella, aunque es española y jamás se ha metido en un lío (la mano en el fuego ahora la pongo yo por ella), también la conocen. Quiere marcharse de una vez del barrio, pero no tiene medios para hacerlo. Incluso se plantea ir a vivir a Senegal, donde, según ella, podrían estar un poco más tranquilos. Nos dice que no aguanta más este acoso: casi a diario los policías de paisano le preguntan que si lleva algo, que dónde está su amigo. La vez que detuvieron a A. y ella se acercó sola a la comisaría para informarse, los policías fueron más explícitos que ayer:
– ¿Por qué te has casado con él? ¿Es que te gustan las pollas grandes?
Finalmente E. nos cuenta que A. vive en un piso patera en Lavapiés con 15 compañeros africanos. E. nos explica que, hasta que no mejoren las cosas, ni se plantea poder vivir a su lado. E. no tiene estudios, y sigue en paro.
– ¡Vaya narcotraficante nuestro vecino A.! – pensamos. ¿Cómo es que con la venta de drogas no ha reunido ya lo suficiente para comprarse un yate y volverse a lo grande a su Senegal?
Inmediatamente nos acordamos de aquel camello que había en la plaza, que vendía heroína (no hachís) a plena luz del día, debajito mismo de las cámaras de vigilancia, y que tenía atemorizado a todo el barrio con su navaja. ¿Por qué a él la policía no le hacía nada, y a cambio sí prefieren arruinar la vida de gente como A. y E.? ¿Por qué tuvieron que ser los vecinos, por su cuenta y riesgo, los que al final terminaran echando a aquel camello agresivo del barrio?
Pues bien, después de estar en la puerta de la comisaría de Leganitos una hora y media anoche, después de fijarnos un poco en el tipo de gente que entraba y salía, entre saludos, risas de complicidad y palmoteos de los uniformados, creemos que empezamos a descubrir la respuesta.
Finalmente, hacia las 12 de la noche conseguimos que unos abogados de la Comisión Legal de Sol se acerquen hasta la puerta de la Comisaría. Allí departen amistosamente con los policías que guardan la entrada. Después, le explican a E. que no van a poder ver a su esposo A. hasta mañana. Le explican sus derechos, y le reproducen las palabras de los uniformados. A A. se le acusa de un delito contra la salud pública. A mí personalmente, que he visto de cerca la angustia de E., me molesta un poco esa actitud remolona, la personalidad jurídica de mis compañeros de la Comisión Legal de Sol. Entiendo lo que dicen de que ellos como Comisión no pueden hacerse cargo de las consecuencias legales de cualquier acción, si no ha sido promovida directamente por el Movimiento. Entiendo que de esa forma se abriría no sé qué caja de Pandora. Pero también sé que este sábado la Asamblea Popular de Lavapiés muy probablemente declarará nuestro barrio territorio libre de redadas y de racismo, y hoy estoy notando, extrañamente, que en Madrid hace bastante viento y que el sol calienta con mucha menos fuerza.
En definitiva, es imprescindible airear aquí que son absolutamente falsas y maliciosas dos de las informaciones que han publicado a bombo y platillo todos los periódicos madrileños sobre lo sucedido ayer en Lavapiés, y que sin querer afectan incluso a la opinión de nuestros compañeros del 15-M:
– «Que la Policía Municipal intentó proceder al arresto de un hombre al que seguían desde hace dos días y sobre el que se sospechaba que traficaba con drogas.» A M. no le seguían desde hace dos días, sino desde hace meses. Le conocían perfectamente, sabían que era el negro que había estado en la cárcel. Lo sabían de sobra.
– «Un grupo de personas se ha enfrentado a los agentes con gritos y les han increpado con insultos por intentar practicar la detención del supuesto traficante». No señor, los vecinos nos hemos juntado indignados al ver que la policía pegaba impunemente en medio de la calle a una persona. Varios de los que se han acercado a recriminárselo, también han recibido golpes.
Especialmente sangrante me ha parecido la crónica publicada por el diario Público, copiada literalmente de Europa Press y sin ningún análisis crítico sobre lo que les contaron que había sucedido. El artículo insiste en que A. es un narcotraficante con antecedentes penales, sin fijarse en los demás factores que concurrieron ayer y que aquí hemos intentado dejar reflejados. Especialmente maliciosa es la ocultación del hecho de que la Policía Local agredió brutalmente a una persona en la calle, presunta traficante o presunta lo que sea. A los dueños del diario Público, que fueron tan elogiosos con la gente del 15-M en su momento, les preocupa seriamente lo que está pasando en nuestro barrio. Saben que una revuelta de vecinos, apoyada en masa por la población migrante, y organizada directamente contra las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, si se extendiese a otros distritos, ya no serviría para vender periódicos. Al contrario, perjudicaría seriamente su negocio. Por eso no mandaron a ningún periodista a informarse profesionalmente y prefirieron reproducir, idiotas, lo que les contaba la agencia de noticias. Si lo hubieran hecho, habrían encontrado, igual que la encontramos nosotros, a una mujer llorando en medio de la plaza. Habrían descubierto que la realidad del barrio es puñeteramente filosa.
Los comentarios de los lectores de la noticia del diario Público lo dicen todo. Rubalcaba, Jaume Roures, la familia Azcárraga, deberán estar frotándose las manos.
Dice fulanito:
– …por eso me congratulo de no vivir ni pisar Lavapies. Y claro que los vecinos lo saben todo, saben que a partir de ahora la farla les sale con descuento.
Dice menganito:
– …un traficante ( presunto ) que seguian desde hace dias,con numerosos antecedentes,defendido por vecinos de lavapies,vale….pero que vecinos.??? traficantes ( presuntos ) como el.??? miembros de ongs de ayuda a inmigrantes, pues el traficante ( presunto ) es senegales.??? cuidado con fomentar estos actos de apoyo a los delincuentes ( presuntos ) al final seran ellos quienes impongan su ley en barrio,si no lo han hecho ya. muchos vecinos clamaran por mas presencia policial dentro de poco…tiempo al tiempo.!!!
http://www.publico.es/espana/386770/vecinos-de-lavapies-se-vuelven-a-enfrentar-a-la-policia
O sea que la jugada les salió redonda a los policías de Madrid, y a quienes les dan las órdenes. Mandaron a reprimir a los municipales, no a los nacionales, para que la cosa pareciera un asunto rutinario de orden público. Fue una provocación. La gente probablemente picó el anzuelo. Querían transmitir a la gente que los vecinos de Lavapiés somos todos unos porreros, que ya no sabemos ni para quien vendimiar; que nos da lo mismo defender a un ancianito desahuciado, que a un traficante de drogas. Que lo que queremos es la anarquía.
Pues a lo mejor sí, oigan.
O a lo mejor no.
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