Ocurrió hace más de siete años al otro lado del Atlántico.
Mi vida se dio la vuelta tras aquel viaje. Fue allí donde pude sentir casi en mis carnes la violencia tan salvaje que sufren las mujeres en un contexto bélico. Fue allí donde comprendí la importancia vital de la Memoria.
Sí, tuve que viajar a Colombia para entenderlo, a pesar de vivir en un país que había dejado atrás una dictadura de casi cuarenta años, los mismos que llevaba viviendo en democracia. «Dejar atrás»… Lo que se deja atrás sigue permaneciendo y, según cómo, incluso atenazándonos. Aunque ya no lo veamos, está y sentimos su frío aliento a nuestra espalda.
Para pasar página y poder resurgir de las cenizas, primero tiene que haber cenizas, tienen que poderse nombrar e identificar; es el primer paso para la asimilación del dolor y la reconstrucción posterior. Aquí no hubo cenizas nombradas. Se cambiaron por una política de tierra quemada y en su lugar quedaron las fosas, la indiferencia y el silencio. Tanto silencio.
Pero volvamos a Colombia. Año 2013. El conflicto armado duraba más de cincuenta años. Aún no se había firmado el acuerdo de paz, aunque se habían iniciado las negociaciones. Y, sin embargo, en Bogotá ya estaba en pie y a pleno rendimiento el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Una especie de museo del recuerdo y el horror en el que había espacios y publicaciones dedicados específicamente a las mujeres como víctimas del conflicto. Un recinto inmenso, con sus salas y diferentes espacios destinados a que los visitantes no olviden nunca. Parece que allí sí entendieron pronto que solo recordando y reparando a las víctimas puede levantarse algún tipo de futuro.
En esos días me reuní con más de medio centenar de mujeres. Sus devastadoras historias y su coraje quitaban el aliento. Entre ellas hubo una de la que nunca llegué a conocer detalles, pero que me revolvió por dentro. Había sido miembro de las FARC y reivindicaba que a sus iguales también se las considerase víctimas de ese conflicto.
Leí todo lo que pude sobre las mujeres combatientes de las FARC en los años posteriores. Y, simplificando mucho, llegué a dos conclusiones. Por un lado, el conflicto les dio a estas mujeres la posibilidad de convertirse en sujetos políticos, de entrar en un terreno que siempre había estado reservado a los hombres, de formar parte de un proyecto revolucionario que reivindicaba la igualdad de clases pero que, sin embargo, mantenía las relaciones asimétricas de poder y, por tanto, las ubicaba en una posición de subordinación, en un segundo plano; es decir, que dentro de la guerrilla, como en el resto de ámbitos, el sistema jerárquico y organizativo perpetuaba los patrones de dominación patriarcal. Por otro, estas posiciones de subordinación implican que, en el relato del conflicto, numerosos detalles y perspectivas han permanecido ocultos. Pese a ese muro, sí existían algunas publicaciones y testimonios de mujeres guerrilleras; y a medida que pasaba el tiempo, iban saliendo a la luz análisis y estudios que permitían narrar con una cierta profundidad al menos una parte de su participación e implicación en el conflicto, y también las vejaciones a las que habían sido sometidas. Posiblemente gracias a este esfuerzo por visibilizarlas, una quincena de ellas acabó formando parte activa de las conversaciones de paz de La Habana.
Y ahora regresemos a España, el país que quiso borrar —y casi lo consigue— la memoria durante los cuarenta años posteriores a la dictadura de Franco y que acabó enterrando así un pasado que se escribía con los nombres de padres, abuelos, hijos, pero también con los de madres, abuelas, hijas. Si ellos fueron condenados al olvido, ellas ni siquiera pudieron correr esa suerte porque simplemente no habían existido en el imaginario colectivo, ni tan solo habían sido nombradas: apenas se cuentan con los dedos de dos manos los historiadores que escribieron sobre estas mujeres combatientes durante la Guerra Civil.
Su soterramiento es parte de la violencia intrínseca hacia las mujeres arraigada en lo más profundo del sistema patriarcal. Las presas políticas, por ejemplo, ni siquiera podían ser calificadas así: reconocer su condición de «políticas» implicaba admitir su autonomía de acción y pensamiento.
Las combatientes contra el fascismo que lograron sobrevivir a la guerra acabaron en la cárcel o en el exilio, marcadas por haber empuñado un fusil, con enormes dificultades para encontrar un trabajo o rehacer sus vidas. Por supuesto, prácticamente ninguna fue reclamada por ningún partido político para ejercer la política activa. A muchas de las que murieron les hurtaron incluso la posibilidad de poder ser halladas en una de las incontables fosas comunes. Las mataban y abandonaban sus restos en cualquier sitio. Una vez más, inencontrables; una vez más, incontables y, por tanto, inexistentes.
Y, a pesar de ello, mujeres conscientes, la mayoría de las cuales se decidieron a tomar las armas por convicción y compromiso. Nada de seres infantiles apolíticos que se dejaron engañar, nada de mujeres de dudosa moral. El Museo Virtual de la Mujer Combatiente ha logrado recopilar hasta el momento más de 3.000 fichas de mujeres que participaron en la guerra. Que sea éste el primer paso para reconocerlas, homenajearlas y, sobre todo, nombrarlas.
Fuente: https://temas.publico.es/combatientes/2021/04/12/las-mujeres-no-contadas/