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Las multitudes en el régimen de seguridad neobonapartista

Fuentes: Rebelión

(Palabras en la presentación del libro Seguridad y Gobernabilidad Democrática. Neopresidencialismo y Participación en Colombia 1991-2003. Universidad Nacional, junio 3 de 2005). «…que si somos ingobernables, somos también inconquistables; que preferimos morir en el desorden, a perecer en la conquista» JOSÉ MARÍA VARGAS VILA, Vox Clamativ. La tesis central del libro Seguridad y Gobernabilidad Democrática. […]

(Palabras en la presentación del libro Seguridad y Gobernabilidad Democrática. Neopresidencialismo y Participación en Colombia 1991-2003. Universidad Nacional, junio 3 de 2005).

«…que si somos ingobernables, somos también inconquistables;

que preferimos morir en el desorden, a perecer en la conquista»

JOSÉ MARÍA VARGAS VILA, Vox Clamativ.

La tesis central del libro Seguridad y Gobernabilidad Democrática. Neopresidencialismo y Participación en Colombia 1991-2003 gira en torno a la transición neoregeneradora del régimen político colombiano con posterioridad a la reforma constitucional de 1991. Dicho proceso político, que ya tiene 15 agónicos años, reveló la quiebra de la dominación oligárquica del bipartidismo. Pasamos de la gobernabilidad del sistema a la seguridad del régimen. Tal es la profundidad de la crisis constituyente. Pero el cambio operado no sucede porque el régimen político o su forma estatal cuenten con autonomía con respecto a la sociedad; este giro radical de lo político no es funcional al sistema. Es justamente el mundo social del trabajo viviente altamente inmaterial el que con sus acciones de autovalorización rompe la espina dorsal del constitucionalismo de la representación política. La guerra presente es la consecuencia de los poderes constituyentes de las clases subalternas en sus reconfiguración acelerada hacia las multitudes contrasistémicas del Imperio capitalista.

I- Método y Concepto

Así como Marx en el posfacio de 1872 a la segunda edición alemana de El Capital diferencia el método de investigación del método de exposición, igualmente el libro publicado tiene la pretensión de hacer un corte metodológico y conceptual. Toda investigación, seguimos a Marx, que busque la esencia de las cosas tiene que crear sus propios conceptos, sus propias líneas de interpretación, tanto a la hora de ejercer la crítica como en el momento de llevarla al público lector. Marx, anotamos, tiene en su crítica a la economía política un procedimiento discursivo y teórico que le permite hablar sobre el sistema: el capitalismo es un gran sistema. Leemos en El Capital: «La riqueza de las sociedades en las que domina el sistema de producción capitalista se nos presenta como una inmensa acumulación de mercancías». La perspectiva de su análisis es sistémico porque el objeto de estudio en lo real es un sistema qua relacional. También en la Introducción de 1857 Marx concluye lo mismo con otras palabras: en «El método de la economía política» pone de presente que es falso separar la producción, la distribución, el cambio y el consumo: son «diferencias de una unidad». Por ello él comienza por los «momentos singulares», por los «conceptos más simples»: capital, trabajo vivo, valor, etc. No empieza por la población (esa «abstracción») o por el Estado. «Lo concreto es concreto, dice Marx, porque constituye la síntesis de muchas determinaciones y, por lo tanto, la unidad de lo múltiple». Luego, la sociedad capitalista es un «sistema de producción».

Creemos, pues, que es lo «concreto» lo que define al sistema político del capital. Y ese concreto en términos de economía política se localiza en el trabajo viviente. Reconocemos que vivimos en una sociedad capitalista donde se reproducen relaciones de dominación entre el capital y el trabajo vivo. No negamos tal realidad. La leemos sí desde el método que en la actualidad el mismo orden social presenta: la un individuo socializado. Marx alude al «individuo social» del modo de producción tecnológico o maquínico en los Grundrisse. Creemos, junto con otros autores, que hemos llegado a tal estadio de desarrollo. Sin embargo, ahí no termina todo. Dicho individuo socializado está politizado, lo que constituye la particularidad de los años actuales: lo social es político. Partimos desde un individuo socializado por las lógicas capitalistas; aunque es hoy más explotado que ayer, es un ser potente en virtud de que sea «reapropiado» o «autovalorizado» en el mismo proceso productivo. Hoy los miles de millones de trabajadores asalariados, subempleados y desempleados integran el poder constituyente que invade todos los espacios sociales. Al ocurrir tal proceso histórico el vínculo del individuo productor definido como ciudadano del Estado tiende a romperse. Ahora el individuo social va más allá de la representación política del burgués y del ciudadano que analizó Marx en Sobre la cuestión judía. Por supuesto, hay una estrecha relación entre las formas burguesas de la representación política y las formas materiales de producción capitalista. Ahora, ese poder constituyente se gobierna en y desde el sistema mundial del capital. Imperio le llamamos a ese poder global de dominación (ver Imperio de Negri-Hartd).

La ciencia política, continuamos con nuestro método, tiene por objeto de estudio hoy el sistema político. No es el poder, no es el Estado. Si es cierto ese argumento el sujeto de la ciencia política es el poder constituyente. Salvo que ese poder constituyente es sólo la carne de un sujeto «salvaje», las multitudes. Veremos que al ir decayendo la soberanía de la forma Estado emerge la constitución de los individuos sociales que integran las multitudes, pobres y explotadas por el «sistema capitalista de producción» ahora mundializado por la subsunción real del trabajo vivo (ver Capítulo VI inédito de El Capital). Para nuestro análisis diferenciamos teóricamente el sistema político del régimen y a éste de la forma Estado. Mientras la forma Estado era invariante y hacía parte de la tipología del Estado capitalista descrita por Poulantzas, lo que tenemos en el presente son formas estatales o formas de Estado (no confundirlas con los regímenes). Creemos que ellas dependen del grado de correlación de fuerzas entre dominadores y dominados en un escenario mundial como el Imperio. En suma, la forma estatal es variante y se modifica por las luchas sociales, ya que es la institución jurídico-política que concentra el monopolio legítimo de la fuerza. El moderno Estado monolítico e inexpugnable ve reducido su radio de acción por el sistema político global, ese mismo que llamamos Imperio siguiendo a Negri y Hardt. Hoy sólo hay formas estatales, pero no forma Estado. Mientras tanto, el régimen político es la institución del gobierno. Tiene a su cargo el gobierno de las luchas sociales con la pretensión de conservar el orden capitalista. El régimen es de representación política y está definido por el soberano que gobierna. Mientras que el sistema político es el orden relacional que abarca tanto a la forma estatal como al régimen, del mismo modo es un entramado de relaciones sociales. ¿Qué conecta al sistema político con la forma estatal y el régimen? La seguridad sistémica de la reproducción capitalista. Pero el sistema político tiene como cetro de autoridad el régimen, es decir, el gobierno representativo. El sistema no podría vivir sin regímenes políticos y éstos en el mundo globalizado son regímenes de seguridad. Esta es la trilogía de la comunidad política posmoderna.

III- De la Gobernabilidad del Sistema Político al Régimen de Seguridad

En Colombia hemos pasado de la gobernabilidad del sistema a la seguridad del régimen. ¿Por qué la seguridad es la primera política nacional? Mientras la gobernabilidad nos habla de la economía del poder, si se quiere del arte de gobernar la representación política, la seguridad alude al monopolio de la fuerza por parte de la forma estatal. La seguridad, pensamos, es la respuesta al quiebre de la representación política por parte del trabajo vivo ocurrida en la última década. Lo cual llevó al bipartidismo oligárquico a vérselas con la independencia política. La crisis de representación que Colombia vivió en la década anterior a la promulgación de la reforma constitucional de 1991 se vio sellada con la crisis de participación de los años noventa. Ello forzó al sistema electoral, al sistema de partidos y al mismo sistema de gobierno (integrantes todos del régimen político presidencial) a reformas funcionales para conjurar la crisis sistémica de gobernabilidad. Todo porque el régimen presidencial gobierna al sistema político. La práctica recurrente fue la antipolítica: el hecho evidente de que para ser elegido en la Presidencia, que es el comando del sistema político, se requiere contar con una buena cauda del voto de opinión. Ya no son los partidos políticos quienes definen el orden burgués de lo que se llamó en su momento el pacto de caballeros. Lo que tenemos es un rompimiento, aún no vertiginoso, de la representación vía participación política: hay tendencias históricas que así lo revelan. En un primer momento la solución, como señalamos, fue relegitimar al sistema político desde la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente. Se le llamó democrático al procedimiento constitucional, pero fue convocada con un decreto de Estado de Sitio. Gobernar implicaba erigir un discurso de autovalidez desde la sociedad a la Presidencia de la República; de las clientelas al régimen. Es lo que se intentó hacer con la forma estatal del Estado Social de Derecho en su artículo 3: la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece. La crisis está en que el orden de los pocos siguió siendo representativo pese a que se reconocía la solemnidad de la participación democrática. Sólo que lo social al irrigar a las multitudes en tanto clase no se podía seguir marginando. Este fue el periodo de la gobernabilidad de la representación que cubre las presidencias de César Gaviria (1990-1994) y Ernesto Samper (1994-1998).

Entonces, sobreviene la crisis del régimen político: ello ocurre cuando la seguridad, entendiendo por tal, el monopolio legítimo de la fuerza por parte de la forma estatal, brota como política gubernamental ante el fracaso de la gobernabilidad presidencial. La seguridad como política gubernamental viene a remediar un estado de inseguridad real, con ello se reconoce que de suyo la soberanía y la participación democrática, no diferenciadas en la Carta Política de 1991, entraron en antagonismo por influencia de la guerra civil. Una cosa era la soberanía del régimen presidencial y otra muy distinta la participación del poder constituyente, del que «emanaba» el poder político. Como crecía la independencia política como táctica discursiva, también aumentaba la crisis del bipartidismo (el régimen político no puede vivir sin el bipartidismo). Y, por supuesto, entraba en conflicto contra sí mismo el régimen presidencial: si se desmorona la representación del trabajo vivo se viene al suelo la soberanía del capital. Luego, el soberano debía reconocer que la independencia y el voto de opinión decidían la suerte de la representación política. No era que se volviera participativa la institución clave del sistema político, simplemente para conservar la forma burguesa de representación urgía fungir ser participativa. Y el medio resultó siendo el péndulo de la paz y la guerra. Las guerrillas campesinas de las Farc, en particular, que eran marginales al sistema político en los años ochenta en la última década del siglo XX mutaron hasta constituirse en la oposición armada del régimen. Ayudó para ello el neoliberalismo económico que profundizó la Constitución de 1991 y la apertura económica del Presidente César Gaviria que regó conflictos en campos y ciudades. En lo político coadyuvó la crisis de representación; la misma que conjuraría la remozada Carta Política no cumplió su cometido, puesto que la llamada «democracia participativa» no es funcional al régimen de la hacienda colombiana, ya que cuestiona su magnificencia y soberanía. De modo que la participación del trabajo viviente se jugó en la legalidad y en el campo de batalla. Con la institucionalidad las multitudes cuestionaban la legitimidad del capitalismo político del régimen; con la ilegalidad se ponía en tela de juicio la política capitalista del sistema. En pocas palabras, la crisis de soberanía del Estado globalizado se sumaba a la crisis de participación del régimen y a la deficiencia representativa del sistema político. Es lo que pasó con posterioridad a 1998 bajo las presidencias antipolíticas de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, representantes máximos de la derecha. Finalmente, fue con las estrategias de paz y guerra que se llegó a erigir el régimen de seguridad tanto en Pastrana como en Uribe. Porque si seguridad implica soberanía, en lo político del gobernante, en lo económico del capital, sencillamente la época que se abría fue de profunda ruptura: que la guerra contra las multitudes legales e ilegales decida el futuro de la reproducción global del capital. La transición de la actual guerra justa se nos presenta como el periodo de las contrarreformas autoritarias, pese a que el régimen ha sido maniatado, limitado, reducido por lo social.

III- Crisis Orgánica y Estructura Hacendataria del Régimen Oligárquico

Hay dos textos históricos que estudian el proceso político colombiano desde la misma constitución de la República: El Poder Político en Colombia de Fernando Guillén Martínez y El Poder Presidencial en Colombia del también profesor Alfredo Vásquez Carrizosa. Ambos textos fueron escritos en los años setenta del siglo XX. Podemos seguir su relato para explicar el devenir actual de la crisis del régimen político. Dice Guillén Martínez que la estructura sobre la cual se ha levantado el sistema político colombiano está definida por el poder hacendatario. Anota, pues, que la estructura hacendataria ha jugado papel clave en la historia del país. Este tipo de poder político, nos dice, está asociado a un sistema de clientelas que vienen desde la colonia española puesto que no hubo rompimiento alguno con la estructura política que implantó el conquistador. Si se quiere lo que hubo fue un remedo de revolución política desde arriba y no una revolución social desde abajo. Es a propósito por eso que en Colombia todos los intentos de revolución han sido derrotados. Al ser el poder de la tierra lo que constituye lo político en Colombia explica por qué la violencia ha consumido al país desde el siglo XIX: el patronazgo y las clientelas son formas de asociación formalmente no políticas que deciden el ser del Estado y del sistema político. El sistema es excluyente debido a que el patrón gobierna a los peones con formas autoritarias y paternales al tiempo. No hay posibilidad para otras formas de asociación política sino sólo con el bipartidismo. Los dos partidos políticos, el liberal y el conservador, son funcionales al sistema de la estructura hacendataria. Es cierto, Colombia no ha tenido jamás una revolución social, pero es precisamente porque la estructura hacendataria ha podido vivir sin cambios sociales. Pero tal tendencia se rompe con el neoliberalismo de los años noventa. En resumen, con Guillén el poder político en Colombia es un poder despótico de los gobernantes. Dicho poder se define, lo repetimos, desde la estructura hacendataria: el sistema político colombiano es hechura de la estructura bipartidista.

El profesor Vásquez Carrizosa se centra en estudiar la investidura presidencial, no ya el sistema, para dar su explicación de por qué hay violencia en el país. La clave, explica, está en entender por qué tenemos en Colombia una institución presidencialista. Ella viene desde la época de la Independencia cuando Simón Bolívar contaba con los dos títulos: el de ser al tiempo Presidente y Libertador. Desde ahí, explica Vásquez, se entronizó la «presidencial imperial». Sólo que Bolívar, argumentamos, concentraba el poder en la presidencia para darle orden a la República de Colombia, un vasto territorio «ingobernable» (tres millones de kilómetros cuadrados). La democracia, dice Bolívar, pertenece a individuos perfectos y no a gentes salidas de la colonia española. La tesis se reafirma cuando la perspectiva de El Libertador era la unión de toda América Latina para hacerle contrapeso al Imperio de los Estados Unidos. El autoritarismo de Bolívar, explica Guillén Martínez, se justificaba porque tenía que enfrentar la estructura hacendataria de los «lanudos» (la oligarquía de entonces), como despectivamente los llamaba. Pues bien, los herederos de los contradictores de Simón Bolívar, incluso los que atentaron contra su vida en 1828, han gobernado este país: Los Ospina, Los Mosquera, los López, los Santos, etc. Y lo han gobernado con más autoritarismo que el mismo Libertador. Lo que tenemos es la «República aérea» hecha a la medida de sus leyes. (No era un elogio el apelativo de Bolívar a Santander como «el hombre de las leyes»; era un reconocimiento de lo que significaban los cenáculos de neogranadinos adictos a los privilegios de la autoridad española). Sin embargo, seguimos con nuestro relato. Vásquez Carrizosa continúa diciéndonos que es el régimen presidencial bipartidista el que ha construido al sistema político. Por ello el régimen es oligárquico y autoritario. Y lo ha sido porque el régimen ha gobernado los conflictos sociales que brotan cuando el Estado es un mero botín del gobernante. Gobierna a millones de pobres. Por ende, hay una tendencia que explica Vásquez: a mayor pobreza y miseria más autoritarismo del Presidente. La Presidencia es un poder vertical, nada democrático.

La investigación que presentamos nos revela el grado de crisis orgánica (la expresión es de Gramsci) que presenta el orden político construido sobre el bipartidismo. Crisis orgánica de la república oligárquica estudiada desde el régimen presidencialista hacendatario Lo que tenemos en el llamado periodo de transición que hemos bosquejado desde 1998 es la emergencia de otro tipo de régimen más autoritario, más decisionista, más antagónico. Lo que realmente está en crisis agónica es la Presidencia, conectora de todo el sistema político. La política de la República de Colombia es cada vez más una ambición muy particular del titular del gobierno. Tartufo éste que se solaza con sus propias comedias. Dicha crisis orgánica viene profundizándose desde 1946 cuando la osadía de Jorge Eliécer Gaitán tuvo a bien alterar la textura del «país político» y de su «régimen oligárquico». Esa quiebra contrahegemónica se pagó con el sacrificio del líder popular en plena séptima de Bogotá el 9 de abril de 1948. La revolución espontánea de las clases subalternas será atajada y despotenciada con la violencia bipartidista de mitad de siglo XX. Tenemos que reconocer que perdimos. Pero como decía Marx: «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». El cambio histórico está en que el régimen político ya no es el mismo. Ahora tiene que lidiar con fuerzas volcánicas que cuestionan la representación de la constitución del trabajo social. Un factor decisivo ha sido la globalización de la economía y la cooperación del trabajo social en la década de los noventa que muta de la crisis de representación a la crisis de participación de los poderes constituyentes. Es por esto que el gobernante del régimen presidencial desde 1998 se presenta al tiempo antipolítico y contrarreformador, autoritario y paternalista. La guerra civil le es funcional para reconocer que son las multitudes proletarias en su resistencia y acción política el mayor peligro del régimen.

V- Las Multitudes: lo Social Autovalorizado

La profunda transformación acaecida en Colombia en los últimos 15 años se ha agilizado vertiginosamente desde hace 6 años. La tesis que hemos manejado como equipo de investigación se localiza no en la perspectiva de tomar como foco de atención las formas de representación política como el Estado o los partidos políticos. El centro de análisis está en los poderes constituyentes (lo concreto de este método es el trabajo vivo altamente cooperativo y hegemónico) que se han movilizado de modo activo o pasivo entre la guerra y la paz, pero que deciden la suerte de la República de los pocos. La presidencia neobonapartista del «primer soldado», Álvaro Uribe, para constituir un Estado Comunitario tiene como arma la guerra preventiva. Pero la guerra preventiva del régimen es una guerra social para las innumerables multitudes. La guerra contra el terrorismo sirve de legitimidad para recomponer los procesos de expropiación capitalista en amplias zonas del país que inaugure la era del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Con todo y su omnipresencia mediática el neobonapartismo no podrá ocultar que es una comedia sangrienta. Recordemos que toda comedia termina mal. Y ésta no parece ser la excepción.

Cuando decimos multitudes las definimos desde la cuestión social (Hannah Arendt). El sistema capitalista produce y reproduce las condiciones de la multitud como clase social. El ámbito de necesidades radicales (Agnes Heller) no tiene solución en el capitalismo; al contrario: van más allá de él. Lo social es lo que constituye a las multitudes como clase cuando son explotadas, dominadas y pobres. El acento que colocamos es que lo social se autovaloriza, se reapropia. Porque al no haber tiempo de trabajo socialmente necesario que defina la ley del valor capitalista en la posmodernidad no cabe la posibilidad de medir el trabajo en horas. Si el trabajo se ha vuelto social (Intelecto General, anota Marx) cobra vida un cognitariado cooperativo que es hegemónico en el proceso productivo posfordista de trabajo inmaterial (Negri-Hardt). Las multitudes se cuentan por millones, no sólo en Colombia, sino en el mundo. El neoliberalismo como política reaccionaria del capitalismo produce y recrea las condiciones de las multitudes posmodernas. Por eso es que los distintos regímenes de seguridad tienen que hacerle frente a la insurrección de la multitud. Lo social, dice Hannah Arendt, en la modernidad es la población. Ésta al crecer afecta los órdenes políticos al volverlos ingobernables y forzosamente violentos, pues el actual sistema capitalista no puede tener respuesta a las necesidades que le son inherentes.

Y, sin embargo, somos del parecer de que son las multitudes, en cuanto clase social ampliada, las que en la ciencia política son los sujetos políticos de la propuesta de democracia absoluta, contra el capital y sus formas representativas enajenadas como las formas estatales o los regímenes de seguridad. Reconocemos que en la actualidad hay un sistema político imperial con múltiples regímenes de seguridad que patrocinan las guerras justas. Si como dice Luhmann el sistema debe reducir la complejidad, ello sólo se localiza si vemos políticamente al sistema imperial en relación directa con el antagonismo de las multitudes. Nuestra lectura es a partir del antagonismo del sistema capitalista, lo que Luhmann no advierte. Es una visión del sistema abierto, pera nada dialéctico: no puede haber mediación: sólo antagonismo. De modo que estamos en el interior del sistema, y vamos más allá.

II. Neobonapartismo y Lucha de Clases

Un poco de historia. El neobonapartismo es un régimen político. Tiene su referente histórico en el gobierno presidencial de Luís Bonaparte en la Francia de mitad de siglo XIX. Éste gobierno fue, según Marx, una «comedia». El «mediocre» y «grotesco» personaje que lideraba políticamente la II República rompe la forma estatal y conduce el país al Imperio para luego tras un dominio de veinte años con el militarismo del capital abandonar el poder.

En 1830 Luís Felipe de Orleáns llega al trono de Francia. Para 1848 las emergencias revolucionarias del proletariado parisino y de la burguesía liberal hacen que el rey francés deje el poder. La revolución social también hace que se constituya una República. Luís Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte, quien había conspirado contra Luís Felipe de Orleáns, logra ganar las elecciones. La sorpresa política fue que logró ganar las elecciones presidenciales cuando era un discreto candidato con ningún atributo personal fuera de su apellido. El periodo presidencial es de cuatro años, muy corto en la perspectiva del titular del gobierno. Él quiere cuando menos 10 años. Como gobernante Luís Bonaparte o «Napoleón el pequeño» no tiene en el parlamento mayorías absolutas. Al contrario, tiene a un gran número de críticos dentro y fuera del Estado. Por eso la característica de su gobierno es no contar con partidos políticos. Gobierna con la opinión pública. Con ese recurso mediático realizó un plebiscito que ganó arrolladoramente. Pero se veía débil pese a su victoria. Como aspiraba a continuar en el gobierno de la República tenía que modificar la norma constitucional de la no reelección presidencial: sólo eran cuatro años de gobierno. Pierde la vía de la forma parlamentaria de la continuidad y se ve forzado a dar un golpe de Estado.

El campesinado constituía el margen de maniobra de Luís Bonaparte. Fue gracias a ellos que llegó al poder en la elección de 1849. Y es sobre ellos que se apoya para dar el golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851. Sin embargo, el proletariado francés crecía y se formaba como oposición al régimen. La seguridad del Estado era un imperativo gubernamental. Con aquél apoyo y con ésta oposición las condiciones para que el «sobrino» continuara estaban dadas. Y dio el golpe de Estado: lo requerían los industriales y la «bancocracia» para continuar con la reproducción capitalista. Bonaparte era el pretendiente de la continuidad burguesa aliada al campesinado y a la pequeña burguesía. Al romper la forma política a través del golpe de Estado crea las condiciones para pasar a la insurrección de las masas parisinas ocurrida en la Comuna de Paris de 1871. Veinte años tuvo que aprender el proletariado las luchas contra el Emperador Bonaparte para realizar el «asalto al cielo»; «finalmente la forma alcanzada para la emancipación del trabajo», anotó Marx (ver El 18 Brumario de Luís Bonaparte). La práctica más recurrente fue edificar un Estado acorde con el orden imperial de la guerra contra las masas. Fue la guerra la que saca a Bonaparte del trono; la guerra llamó a la insurrección de 1871. Perder la guerra franco-prusiana de 1870 tocó la hora final del tristemente célebre personaje. Y huye de París disfrazado de mujer.

IV- Imperio, Guerra Social y Régimen Neobonapartista

La guerra política de mitad de siglo XX en Colombia ha mutado a una guerra social: envuelve a toda la sociedad. Y es así no sólo porque es abarcadora sino porque hace parte de la subsunción capitalista del trabajo en su fase real (Marx). Es la era de la globalización armada del capital transnacional que conocemos como sistema imperial (Negri y Hardt). Con la guerra de los insurrectos, y no solamente ellos, el régimen necesitó del auxilio de fuerzas más allá del Estado colombiano. Requirió del abrazo complacido del régimen monárquico que tiene su asiento en la Casa Blanca. Hoy la guerra en Colombia no es nacional es transnacional. Pero, ¿por qué y cómo llegamos a ese grado de dependencia política? Hemos sugerido que todo obedece a la crisis real entre la soberanía del régimen presidencial y el poder constituyente de las clases subalternas en tránsito hacia las multitudes. Hay una serie de hechos que revelan el grado de profundidad del antagonismo presentado en el segundo lustro de la década del noventa. En lo social: entre 1997 y 2000 la crisis social del trabajo llevó a un 20% de desempleo y un 40% de subempleo, según cifras oficiales. En lo político: en 1998 ganaba las elecciones presidenciales un candidato antipolítico, Andrés Pastrana. Él «representa» la independencia del bipartidismo y del clientelismo tradicional. Es el primer intento de hacer un gobierno de opinión pública. En lo militar: entre 1996 y 1998 se presenta la mayor ofensiva armada de las Farc que lleva al Ejército a unos profundos descalabros militares con no menos de 500 rehenes y otros tantos caídos en combate. En picada estaba la seguridad del Estado. El nerviosismo en el establecimiento cundía. En lo económico: 1999 fue el año más crítico puesto que la caída del PIB tocó fondo: llegó a menos cinco por ciento. Cifra histórica si se tiene en cuenta que en ninguna parte del siglo XX Colombia había caído a esos índices escandalosos. La crisis orgánica trató de ser domada en lo militar y lo económico, sectores que más preocupaban a la sociedad hacendataria. En lo militar se recibe con beneplácito el Plan Colombia financiado por Estados Unidos: en cinco años (2000-2005) 2.500 millones de dólares de los 7.500 millones de $US que costaba el paquete contra el tráfico de drogas. En lo económico la solución para 1999 fue entrar al monitorio económico por parte del FMI. (En el 2003 hay otro segundo acuerdo fondomonetarista) Estas son políticas del régimen político que sólo desplazan en el tiempo la crisis de la guerra civil o guerra social que está conectada al imperio global. Pero el futuro en términos sistémicos es un riesgo: nada hay seguro. El azar y la incertidumbre hacen parte del sistema político (Luhmann). Y más cuando hay guerra.

Esas fueron las condiciones por las que se llegó, con regañadientes, a negociaciones con las guerrillas de las Farc. La ventaja en términos relativos la llevaban las Farc. Pero el régimen, lo ha demostrado la historia colombiana, sin presión no entrega parte de poder. Como uno llegaba con una serie de victorias a la mesa de negociación, las Farc, el otro, el Estado colombiano y su régimen, urgió de la «ayuda» de los Estados Unidos para hacerle frente a los conflictos tanto en el campo de batalla como en la misma población potencialmente rebelde. Decimos que esta sociedad de control tiene en la guerra una medida para mantener la reproducción del capital. Es más, la guerra es una forma de gobierno, porque la política es hoy la continuación de la guerra por otros medios (Foucault). Esa guerra social se trata de asegurar victoriosamente al legitimar medidas de fuerza excepcionales por parte del régimen. Pero el régimen es neobonapartista: como Bonaparte III gobierna con la opinión pública y por fuera de los partidos políticos, amén de que hace la guerra contra las multitudes explotadas para al tiempo erigir una forma estatal, como el Estado Comunitario, que cierre a largo plazo la etapa termidoriana y neoregeneradora del orden. Tal es la labor de Álvaro Uribe. Régimen neobonapartista que desde su autoritarismo vende el país al capital imperial como «país de propietarios». Igualmente, es neobonapartista puesto que obra no con apego a la Constitución establecida, sino que busca el Presidente de turno traspasar los límites de la representación política para hacerse reelegir, como Bonaparte III, por otros años: en orgías infinitas para el capital apátrida. Luís Bonaparte lo que hizo, al final de cuentas, fue exacerbar los ánimos entre las clases sociales, lo que llevó a la insurrección de la Comuna de París de 1871, previo abandono del trono y fuga del todopoderoso Emperador.

* * *

Como en la lectura de Hannah Arendt sobre Lenin hay un vínculo que podemos hacer entre la guerra y la revolución: la revolución le sigue a la guerra. Y esta guerra civil colombiana, si seguimos a Multitud de Negri y Hardt, hace causa común con la guerra de los treinta años, como han rotulado los autores citados a la guerra imperial de lucha contra el terrorismo. Globalización armada que a través de las guerras civiles trata de dominar la autonomía del trabajo inmaterial en su reapropiación social. Como no puede haber mediación ni trascendencia al antagonismo entre el capital y el trabajo globales no cabe la posibilidad de tomar las herramientas modernas de representación política como el Estado o los partidos políticos para luchar. Las multitudes no buscan el poder, buscan la democracia, y ésta es absoluta o no es nada. Es por eso que el procedimiento absoluto del comunismo tiene que romper los regímenes de seguridad. Lo común está llamado a solucionar la guerra civil a su favor. Pero lo realiza desde el interior del «sistema capitalista de producción» que se llama imperio. Las multitudes, en tanto clase social ampliada, están llamadas a darle solución a las guerras civiles del sistema imperial: democracia absoluta contra guerra. La alterglobalización ya ha empezado. Y son treinta años.



Juan Carlos García es Politólogo. Integrante del grupo de investigación Presidencialismo y Participación. Universidad Nacional de Colombia. Email: [email protected]