El Estado, en teoría, no es más que el último paso dado en la Historia por la gente para organizarse mejor. Es una herramienta pactada, también en la teoría, por la mayoría para que redistribuya la riqueza y se atienda a las necesidades con una visión de conjunto. Por eso se construyen carreteras y hospitales […]
El Estado, en teoría, no es más que el último paso dado en la Historia por la gente para organizarse mejor. Es una herramienta pactada, también en la teoría, por la mayoría para que redistribuya la riqueza y se atienda a las necesidades con una visión de conjunto. Por eso se construyen carreteras y hospitales atendiendo al interés general. Incluso por eso -y lo tengo que aceptar con resignación, pero lo acepto bien- se destina una partida del presupuesto a la familia real o a otros gastos superfluos pero de cierta necesidad simbólica. Es una responsabilidad muy grande la que damos a esta institución, el Estado, a la que le entregamos un enorme poder sobre nosotros mismos y nuestros recursos individuales.
Buena parte de la sociedad le debe -le debemos- nuestra formación académica o una intervención médica desinteresada. Es algo así como donar sangre a fondo perdido sabiendo que todo vendrá de vuelta si llega a necesitarse. Al Estado le llegamos a dar el poder de ejercer la violencia sobre nosotros mismos, la misma violencia que luego condenamos cuando es ejercida por otros. Por eso no tiene sentido que el Estado se desentienda de sus obligaciones con sus propietarios, ‘privatizándose’ en las tareas más sensibles, que son precisamente aquellas en las que habría que actuar como una ‘cuestión de Estado’ (sin embargo, este mismo Estado es intervencionista en cuestiones puramente privadas e individuales, como la religión, el derecho a dejar de vivir, el consumo de determinadas drogas, etc, en las que debería estar al margen).
Ahora se ha puesto de moda escurrir el bulto de la Administración en nombre de una entelequia llamada ONGs, que no es más que una asociación privada que dice -no tiene que demostrar nada, sólo lo dice- que pretende el bien de los demás además del suyo interno, lo cual nunca ocurre porque, incluso las que mejor funcionan, están destinadas a ayudar a grupos concretos y no con un afán de crear un modelo de sociedad más justo para todos, universal. Cuanto más dinero despilfarra -insisto, despilfarra- el Gobierno en las malditas subvenciones, más convencido se siente de que no necesita intervenir en los problemas de los demás y menos presupuesto destina a hacer justicia con los más desfavorecidos. Es la diferencia entre la caridad y la solidaridad. Yo prefiero la segunda porque entiende que hacer justicia es una obligación, no una decisión con mérito alguno. La política de subvenciones a troche y moche refleja, de entrada, dos cosas: primero, que existe una grave carencia de programas propios de la Administración para solucionar nuestros problemas más acuciantes y, segundo, la tremenda desesperación de una parte de la sociedad que no tiene otra opción laboral que formar parte de una ONG para llenar su vida (las ONGs como nicho creciente de mercado). O, también, fundarla uno mismo, inventando cuatro asociados, para tener algo remunerado que hacer. Un fracaso total de lo que entendemos como el dinero público. Otra cosa es que cada cual haga lo que quiera con su dinero particular y se dedique a hacer filantropía. Pero el público, a lo suyo, que es la redistribución.
Nota. Por supuesto, el concepto de Estado se puede definir de modo inverso: una concesión que han hecho los poderosos de tal modo que los que verdaderamente mandan se perpetúen en el poder a cambio de ciertas prebendas de segundo orden a la plebe.