Vivimos en un mundo irreal, lleno de falacias, mentiras y, como diría un cineasta, cintas de video. El matemático libanés Nassim Taleb, nos recordaba una historia que contaba hace más de dos mil años el romano Cicerón. A un tal Diágoras, que no creía en los dioses, le presentaron unas tablillas de unos fieles que […]
Vivimos en un mundo irreal, lleno de falacias, mentiras y, como diría un cineasta, cintas de video. El matemático libanés Nassim Taleb, nos recordaba una historia que contaba hace más de dos mil años el romano Cicerón. A un tal Diágoras, que no creía en los dioses, le presentaron unas tablillas de unos fieles que sobrevivieron a un naufragio de la manera más sencilla: rezando.
De la representación se deducía que la oración y la fe le protegen a uno de morir ahogado. Acto seguido Diágoras preguntó: «¿Dónde están las tablillas de quienes oraron y luego se ahogaron?». Evidentemente los muertos no hablan, no existen milagros para ellos.
A esta demostración se le denomina el problema de las pruebas silenciosas. No voy a inventar su significado, sino simplemente traer sus interpretaciones, que se utilizan, sobre todo, en economía y en historia. Éstas no tiene demasiada reserva tras la fábula de Cicerón: hacemos historia, del pasado y del presente, con dos o tres datos que generalizamos, a veces de manera inconsciente y, con motivación política, de manera consciente. Es más lo que desconocemos que lo que sabemos.
Las llamadas pruebas silenciosas pondrían patas arriba muchas de las creencias de nuestros días. A la actualidad me remito para que el pasado nos resulte comprensible. Se han celebrado elecciones a diputados para el Parlamento de la Comunidad Autónoma Vasca. Los llamados a las urnas eran un total de 1.732.340 mayores de 18 años. Una cifra respetable. El partido llamado a liderar el cambio ha obtenido 315.893 votos, otra cifra importante. El conservador que ha anunciado su apoyo, ha logrado 144.944. Entre ambos, los dos grandes contendientes en la gestión del Gobierno del Reino de España, habrían obtenido 460.837, 22.002 más si a esas formaciones se les sumaría las del proyecto neofalangista de UPD. Entre las tres formaciones, un 27,8% de los llamados a votar. Una cifra importante, nuevamente, que, sin embargo, llama al escepticismo en la interpretación política. Si nos atuviéramos a los comentarios que escuchamos y oímos en algunos medios, se ha producido una revolución electoral y democrática, que nos acerca a un nuevo horizonte.
Las que serán en unos años pruebas silenciosas, en cambio, nos transmiten un escenario alejado del real. Dos formaciones políticas vieron prohibida su participación en la pugna electoral. Dirigentes de otras tantas fueron encarcelados previamente, en ocasiones para evitar su regeneración. Algunos, sin pudor, fueron excarcelados tras conocerse los resultados. La abstención fue notoria, asimismo: 634.833 votantes no quisieron serlo. No votaron. Si a estas alturas se oculta lo evidente, ¿qué sucederá dentro de dos décadas cuando algún historiador interprete el inicio de la legislatura? El presente está sesgado y, el pasado, también. Pocos pero poderosos intereses, en general económicos y en particular, de hegemonía, participan en el mantenimiento del estatus. Las pruebas silenciosas, ahí están. Las conocemos de sobra, nos las dicta la lógica y, gracias a la estadística, sabemos que marcan el devenir diario y el colectivo como los agujeros negros: no se ven pero se sienten. Si el presente se convierte en pasado, desaparecen.
Cuando sucedieron en Madrid los atentados del 11M, el partido entonces en el Gobierno intentó silenciar la evidencia, convirtiéndose en el paradigma de que el sesgo en la información puede trocarse en una función diabólica. Todavía resuenan las mentiras del «historiador» Jaime I. del Burgo, avalando las tesis de sus compañeros liderados por el «estadista» J. M. Aznar. Hasta el Consejo de Naciones Unidas mantuvo una tesis equivocada. Las pruebas de hecho fueron convertidas en silenciosas y éstas en evidencias. El mundo al revés.
Con el 11S en EEUU sucedió otra paradoja. Los accidentes automovilísticos crecieron de una manera astronómica. Muchísima gente se contagió del pánico a volar, lo que provocó que una muchedumbre no habitual se echara a la carretera, en viajes habitualmente largos. Los accidentes se multiplicaron, sobre todo en EEUU, resultando que las victimas indirectas de los atentados de aquel 11S fueron más numerosas que las directas. ¿Alguien achacó a las compañías automovilísticas las muertes? ¿Felicitaron las petroleras a Ben Laden? ¿Se ciscaron en los jihadistas los cobradores de autopistas? No he oído nada sobre ese tema. Si entráramos en las guerras abiertas por Washington a partir de aquel día, las victimas se multiplicarían geométricamente. Con las victimas existe, asimismo, un trabajado silencio. Las llamadas del terrorismo han completado el ciclo al que las organizaciones de derechos humanos una vez definieron como imprescindible para cerrar la herida: verdad, justicia y reparación. Se conoce, más o menos, la verdad de lo sucedido, a través de toneladas de papel de investigación policial y judicial. Miles de ciudadanos han sido encarcelados, algunos incluso muertos, por ello. Se les aplicó la ley y el código penal. Y finalmente, la reparación llegó de la mano de indemnizaciones económicas y el reconocimiento institucional. No es su caso, en consecuencia, el del silencio.
A partir de ahí, el resto de víctimas no existen. Las del Estado jamás han sido reconocidas. En su época más reciente, cuando la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco presentó un informe (junio, 2008) en el que aparecían 108 muertos y 538 heridos causados por fuerzas policiales, militares o paramilitares, en los últimos 30 años, la reacción de los dos grupos que se han relevado en el Gobierno central fue visceral. Llama la atención la virulencia con la que fue tratado el director de dicha comisión. Las hemerotecas son testigos.
Con relación al franquismo, la reacción de quienes gestionan precisamente el Estado ha sido similar. Olvido, es decir silencio. Cuando no hay pruebas, cuando algo queda sin justificación, finalmente se dice que no ha existido. Es de lógica. Yo mismo lo firmo. ¿Cómo puedo creer o interpretar algo de lo que no hay constancia? Como si se tratase de Objetos Voladores No Identificados, ¿quién puede hablarnos de las decenas de miles de victimas de esa época si el Estado, el que ejerció de victimario, jamás las ha reconocido como tales? Las pruebas silenciosas se esfuman cada día que pasa, desaparecen engullidas por el más voraz de los exterminadores: el tiempo. Y aquellas victimas lo serán para siempre, con el agravante que nadie, jamás, les reconoció su condición. Nunca habrán acreditado la verdad, jamás se hizo justicia con ellos y, menos aún, nadie reparó aquella villanía.
La indignidad sube de tono cuando hijos y nietos de esa época son responsables del ocultamiento de hoy. Los unos por omisión y los otros por alusión. Como en el cuadro de Goya cuando Saturno devoraba a uno de sus hijos, los de la omisión olvidan qué sucedió cuando fueron condenados al exilio, a la muerte azul que diría Fermín Valencia, o a las mazmorras inmundas. Uno de los hijos es, precisamente, quien se ha levantado contra su padre Saturno y lo devora para poder jugar en el tablero del intercambio político. ¡Qué vergüenza!
Los de la alusión, por otra parte, siguen con su lógica. Desde tiempos inmemoriales renegaron de todo. Silenciaron cuando había que hacerlo y si el guión coyuntural lo exigía, lo hicieron a punta de pistola. A veces tengo la impresión de que somos unos privilegiados. Y lo digo con mucha precaución porque habrá más de uno y más de mil que se enojen con esta impresión. Con razón. Digo que somos unos privilegiados porque de nacer en otros tiempos ideas como las que defendemos hubieran supuesto la muerte, la cárcel o el exilio. Para la mayoría.
Hace unos días me topé con el expediente que le abrió un «juez» militar a Bienvenida Aguirrezabala. Su lectura me animó a escribir este artículo sobre las pruebas silenciosas. Bienvenida fue detenida en Tolosa. Le cortaron el pelo al cero como represalia a su antipatía a Franco. Según la sentencia, «marchó de dicha villa a Bilbao y se exhibió en un teatro haciendo valer el corte de pelo para contribuir a la campaña difamatoria contra la España Nacional». La vecina de Tolosa fue condenada a prisión, por «adhesión a la rebelión». Como resulta obvio, lo trascendental no era la represión, sino que se supiera de ella. ¡Qué poco hemos avanzado!