Buscaba datos para un trabajo corriente y descubrí, apesadumbrado, la fragilidad de la memoria. En junio de 1976, meses después de la muerte de Franco, unas semanas más tarde de la masacre de Gasteiz, una bomba olvidada por los militares españoles de maniobras en Urbasa provocaba una tragedia engullida para siempre. Tres adultos y dos […]
Buscaba datos para un trabajo corriente y descubrí, apesadumbrado, la fragilidad de la memoria. En junio de 1976, meses después de la muerte de Franco, unas semanas más tarde de la masacre de Gasteiz, una bomba olvidada por los militares españoles de maniobras en Urbasa provocaba una tragedia engullida para siempre. Tres adultos y dos chiquillos dejaron su vida en- tre el musgo de un bosque de hayas. Tuve que recurrir a la prensa de entonces para recordar sus nombres: Segundo Maiza, Gloria Pejenaute, Saturnino Luis Erdozia y los niños Jesús Ceberio y José Luis Luis Taber, hijo de Saturnino.
De alguna esquina de esa frágil memoria recuperé la sensación de que no fue ése el único «accidente» que provocaron los milikos de la Armada hispana en nuestra tierra. De inmediato rescaté a Gladys del Estal, en bicicleta por el boulevard donostiarra con un globo en su rueda trasera y a quien un armado de verde le descerrajó un tiro en Tudela, otro aciago día de junio, esta vez de 1979. Aquel armado fue condecorado en 1992 por un inmoral alcalde, cuyos apellidos reposan en el cesto de la basura. La desdicha reside en el hecho de que el alcalde militaba en un partido llamado socialista y que lo era de la misma localidad en que Gladys exhaló su último halo de vida.
Recuperada la estima de mi memoria, eché mano de libros y revistas para buscar otros incidentes de semejante factura y volví al desasosiego. No era que mi memoria era un pozo sin fondo, en el que se perdían los recuerdos más amargos, sino que numerosas informaciones jamás habían traspasado la frontera del conocimiento. Supe de un pastor de Arguedas que murió en 1955 achicharrado en el recién inaugurado Polígono de las Bardenas. Busqué en los diarios, en las páginas antimilitaristas, en las efemérides y no supe si el pastor tuvo hijos, si llevaba tiempo en el oficio, no supe siquiera de su nombre.
El olvido de las víctimas, dicen, es un pecado capital de nuestras sociedades modernas. Es el fruto del calentamiento global que nos mueve a apresurarnos en vida y abrirnos paso a codazos. El ayer no tiene trascendencia. ¿Para qué sirve? No obstante, hay un olvido que no tiene que ver con la modernidad, cuya clave está en la estrategia de la guerra: los vencidos verán desterrados sus nombres de la historia. Y entre los vencidos también hay categorías.
Hace unos meses tuve la oportunidad de corregir un libro en el que se citaba un enfrentamiento dialéctico entre los jeltzales Eli Gallastegi y Engracio Aranzadi a cuenta de unos muertos por la Guardia Civil que asaltó la Casa del Pueblo de Bilbao. Lo reseñable era la simpatía o antipatía de la dirección del PNV por los fallecidos. Lo de menos las identidades, Eduardo Núñez y Lucio García. También tuve que recurrir a archivos para encontrarlos.
Recientemente, el que fuera consejero comunista del Gobierno Vasco durante la guerra civil, Juan Astigarrabia, fue homenajeado en Donostia: Nombre a una calle y estatua de Néstor Basterrechea. Su hijo, cubano, asistió emocionado a un acto demorado por los temores a despertar a la bestia que los republicanos de hace 25 años tuvieron como pesadilla. Eché una mano para lograr documentación que compusiera una biografía apresurada de Astigarrabia y descubrí nuevamente que la memoria es un pozo lleno de futilidades y que lo substancial nos es hurtado. En estas investigaciones me encontré con una huelga de arrantzales en Pasaia, donde trabajaba Astigarrabia. El 27 de mayo de 1931 una manifestación de 2.000 hombres, mujeres y niños se abrieron paso hacia Donostia, tras una pancarta que decía: «Queremos pan para nuestros hijos». El gobernador Ramón Aldasoro, republicano y recién estrenado en el cargo, llamó a las fuerzas del orden. El Regimiento Sicilia, soldados de reemplazo, la mayoría donostiarras, se apostó en el Alto de Miracruz y cuando la cabeza de la marcha llegaba, el jefe del destacamento ordenó el ataque. Los soldados se miraron desconcertados. Las mujeres se les acercaron: «no es vuestra pelea». Bajaron los fusiles y la manifestación prosiguió.
Más adelante, sin embargo, en Ategorrieta, esperaba la Guardia Civil. Palabras mayores. «Con alma de charol vienen por la carretera», según retrató Lorca. Dispararon sin contemplaciones: 7 muertos, 20 heridos de bala y decenas de detenidos, entre ellos Astigarrabia. ¿Los muertos? No tenían apellidos vascos. Tampoco eran dirigentes socialistas. Tuve que rastrear en la prensa, en los hospitales, en la Casa de Socorro y hace unas semanas completé, al menos, sus identidades: Julián Zurro (19 años), Jesús Camposolo (23 años), Manuel Pérez (34 años), José Novo (25 años), José Carnés (32 años), Antonio Barro (31 años) y Manuel López (31 años). «Pan para nuestros hijos». Olvido.
Recientemente, la familia de Mikel Salegi nos encogió el corazón con el relato de la muerte de su hijo y hermano en un control de la Guardia Civil en diciembre de 1974. Mantienen la llama del recuerdo. Son el paradigma de cientos, de miles de familiares de esas víctimas sin inventariar que jamás tendrán el reposo en el nombre de una calle o en la lista de la ignominia que ayuntamientos e instituciones están por elaborar.
¿Quién está al corriente de que en 1967 la Guardia Civil disparaba en la muga de Zugarramurdi contra una sombra pensando que se trataba de un voluntario de ETA? Disparaba a matar. «Tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras», versaba Lorca. La víctima apenas tenía 17 años: Miguel Iturbe Elizalde y era un vecino que volvía a su hogar. ¿Y el campanero de la localidad alavesa de Urabaien, que fue acribillado cuando hacía sonar las campanas de su parroquia? La versión policial señaló que tras el repique se escondía algo así como una especie de lenguaje en morse, pero en vascuence. Y que el sonido de las campanas penetraba en lo más recóndito de los valles para advertir a los guerrilleros camuflados en baserritarras que la hora del asalto había llegado. ¿Quién devolverá el honor a Segundo Urteaga, el campanero, y desmontará semejante fábula que sirvió para matar a un inocente?
Recordamos, que no es poco, los hitos de nuestra historia mientras que las micro-historias caen al fondo del saco. El proceso de Burgos es uno de esos hitos, con sus condenas, movilizaciones, conmutaciones de penas…. Nadie conmutó la condena a muerte, sin embargo, que recayó sobre un chaval, Roberto Pérez Jauregui, que se derrumbó sin vida en una manifestación de apoyo a los procesados reprimida a tiros por la Guardia Civil, en Eibar.
Lo dije en cierta ocasión: los muertos aquel 3 de Marzo en Gasteiz no fueron los cinco obreros que lloramos entonces, sino tres más que se solidarizaron (¡qué palabra tan en desuso!) con su protesta: Vicente Antón Ferrero, en Basauri, Juan Gabriel Rodrigo, en Tarragona y Mario Marotta, en Roma. Y cuando rememoramos los fusilamientos de Txiki y Otaegi, junto a los tres comunistas del FRAP, jamás he oído citar a Vicente Velasco Garrán, quizás porque no tuvo un seudónimo o porque sus apellidos no invitan a la excepción. Era de Laudio y murió en el hospital de Basurto, a consecuencia de las heridas que le produjo la Policía en una manifestación que denunciaba, en el primer aniversario, los fusilamientos precisamente del 27 de Septiembre.
Estos nombres, citados a vuelapluma en épocas propicias para inventariar, son muestra de muestra. Podría mencionar a mi vecino Richard Varela, una víctima del caballo adulterado y distribuido con la complacencia de quienes hacían la «Guerra del Norte», a José Ramón F. L. o Ricardo G. U. (¿por qué no tienen siquiera apellido?), los penúltimos muertos en accidente laboral en Bizkaia. Podría citar… ¿A alguien le importa? ¿Alguien lo recuerda? Lo dudo. Tenemos todavía todo un país por inventariar.
* Iñaki Egaña es historiador