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Lavapiés, la gota que colmó el barrio

Fuentes: Rebelión

Ayer era martes, 5 de julio de 2011. Si la memoria no me falla, se cumplían 43 días desde que empezó la Revolución de Madrid. Lo que ocurrió en Lavapiés entre las nueve menos cuarto y las diez de la noche no fue una casualidad, ni siquiera un pequeño milagro. Fue la gota que colmó […]

Ayer era martes, 5 de julio de 2011. Si la memoria no me falla, se cumplían 43 días desde que empezó la Revolución de Madrid.

Lo que ocurrió en Lavapiés entre las nueve menos cuarto y las diez de la noche no fue una casualidad, ni siquiera un pequeño milagro. Fue la gota que colmó el vaso.

Ayer en la estación de metro del barrio, hacia las 8.30 p.m., se produjo una redada racista, una más de las cientas que la Policía Nacional lleva perpetrando en Madrid desde hace meses, y que aparecerán publicadas, con pelos y señales, en el inminente informe Los controles de identidad racistas en Madrid. Informe 2010/2011 de las Brigadas Vecinales de Observación de los Derechos Humanos.

Un vendedor ambulante senegalés, nuestro pequeño Mohamed Bouazizi, estaba siendo vejado por varios policías nacionales uniformados en el andén del metro, por un simple par de razones: que tenía la piel de color negro y que sospechaban que podía estar cometiendo la falta administrativa de no tener vigente un permiso de residencia en España. A las 8.45 aproximadamente, los policías intentaron sacarlo del subsuelo para llevárselo arrestado, practicando así una detención preventiva y vulnerando el artículo 17.1 de la Constitución, el artículo 9.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el artículo 5.1. del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, suscrito por el Reino de España. Este delito se sumaba al que quince minutos antes habían cometido los uniformados, al haber realizado un control de identidad por perfil étnico, algo que viola de forma flagrante el derecho a la libertad y a la intimidad de las personas, el artículo 14 de la Constitución Española y el Dictamen del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 17 de agosto de 2009 (Comunicación núm. 1493/2006), entre otros.

Cuando intentaron salir al exterior por las escaleras del metro, se encontraron con una sorpresa: varias decenas de vecinos bien informados se habían apostado en los peldaños para impedirles la comisión de su delito. Al verlo, los policías optaron por salir del recinto del metro en el ascensor que da a la calle Argumosa. Al abrirse las puertas del artilugio, los uniformados se encontraron con que las mismas personas que les habían impedido el paso por las escaleras de acceso, y algunas más que andaban por las terrazas de Argumosa, les increpaban a voz en grito, afeándoles en la cara el crimen que estaban cometiendo. Una vez en la calle, los policías se abrieron paso entre la gente, porra en mano, y se llevaron a nuestro vecino hasta uno de los tres coches patrulla que estaban apostados en la confluencia de la calle Argumosa con la Plaza de Lavapiés. Para ello contaron con la inestimable ayuda de uno de los empleados de seguridad del metro que, excediéndose en sus funciones, y demostrando ese carácter racista y violento que a los vecinos del barrio ya nos había mostrado en otras ocasiones, les acompañó amenazante hasta la puerta del coche patrulla. Pocos minutos antes, seguramente en el ascensor, había llegado a un acuerdo con la Policía Nacional para dar un falso testimonio: que nuestro vecino de origen senegalés había sido arrestado después de haberse colado en el metro, en vez de por la verdadera razón, que era la de ser negro y encima no ir vestido como si fuera un blanco pudiente.

En el momento en que los policías intentaban llegar a su vehículo, los vecinos indignados eran más de 50, y ya sólo gritaban «¡Ningún ser humano es ilegal!», siguiendo la valiente estrategia dispuesta por la Asamblea Popular de Carabanchel en las paralizaciones de las redadas racistas del metro de Oporto en los días 4, 16 y 21 de junio, y que ya había sido adoptada por vecinos del distrito de Retiro durante una redada racista perpetrada en las instalaciones del metro de Pacífico en la noche del 30 de junio.

Cuando consiguieron meter a nuestro vecino en el coche, un compañero decidió sentarse delante del morro del vehículo, aún sobre la calzada de la calle Argumosa, con los brazos y la dignidad en alto. Los refuerzos policiales, que en ese momento ascendían ya a más de diez individuos, entre ellos varios agentes vestidos de paisano, intentaron arrestar a nuestro compañero. Al ver que muchos de nosotros nos solidarizamos con su gesto y ocupamos la calzada sentándonos con los brazos arriba, los policías decidieron resolver el problema a porrazos. Uno de ellos impactó en la cabeza de uno de los que estábamos allí sentados, que terminó atendido en las urgencias de un centro de salud público privatizado cercano al barrio.

Al final, los secuestradores lograron abandonar el lugar de los hechos arrancando por la calle Ave María, después de atropellar a una persona por el camino. En estos momentos hay dos partes de lesiones en poder de las autoridades judiciales explicando las consecuencias de aquella actuación policial violenta contra personas que se manifestaban en actitud pacífica. Además, los dos compañeros heridos han presentado denuncia en los Juzgados de Plaza de Castilla hoy al mediodía. Lo más probable es que a estas horas la Policía, siguiendo su rutina, haya también presentado una contradenuncia contra los dos vecinos de Lavapiés heridos ayer, acusándolos de desacato a la autoridad y desórdenes públicos, fechándola unas horas antes de que ellos pusieran su denuncia. Este tipo de montajes policiales, basados en modelos de contradenuncia preestablecidos, implican prevaricación por parte de las instancias judiciales que las admiten a trámite, y deberían ser suficiente razón para que el pueblo de Madrid se sublevase. Denotan, simple y llanamente, la existencia de un estado policial disfrazado de democracia. La única forma legítima de denunciarlo y enfrentarse a él es, hoy por hoy, la desobediencia civil pacífica.

Lo peor de todo lo que pasó ayer en Lavapiés: que los policías se llevaron a su presa, de la que a esta hora aún no sabemos nada más que fue conducida a la Comisaría de Leganitos. Conociendo la actitud vengativa y paranoide de estos agentes de la Brigada de Extranjería de Madrid, sospechamos que habrá sido maltratado en dependencias policiales, y que los jefes de policía habrán movido todos sus hilos para que al joven senegalés le caiga el peor castigo: terminar con sus huesos en el CIE de Aluche, ese centro de confinamiento y tortura desde el que es casi imposible comunicarse con el exterior y, por lo tanto, explicar nada de lo que le haya podido suceder durante el traslado a la comisaría o en sus dependencias durante las 48 horas que muy probablemente esté teniendo que pasar allí dentro.

Lo mejor de todo: los policías que quedaron en la plaza, al verse cercados por un grupo de gente que les gritaba «racistas», avisaron a la policía local y a los antidisturbios, que acudieron con seis o siete «lecheras» y hasta un camión de caballería, subiendo por la calle de Valencia, hacia las 9.15 de la tarde. Las doscientas personas que nos habíamos congregado para intentar parar la redada racista, apoyados por mucha gente que se agolpaba en las aceras y hasta en los balcones, nos organizamos espontáneamente, con nuestras palmas de las manos como armas, para enfrentarnos a los aproximadamente 60 policías de la UIP que llegaron con sus pistolas H&K USP Compact y sus escopetas Franchi Modelo SPS 350 que sirven, entre otras cosas, para lanzar pelotas de goma. Los detuvimos a la altura del cruce con la calle Miguel Servet, y allí se produjo una guerra psicológica de minutos interminables, que terminamos venciendo.

En el plazo de unos veinte minutos, conseguimos que los antidistubios se retirasen. Como podrán ver en el vídeo, los despedimos con cajas destempladas en el cruce de la calle de Valencia con la Ronda de Valencia, faltando un poco para las 10 de la noche.

Cuando es tu barrio, tu plaza, el que de repente se ve invadido por unos señores disfrazados de «robocop», la sensación es muy distinta a cuando te los encuentras en medio de una manifestación por alguna calle inhóspita del centro administrativo. Es la plaza donde a diario te encuentras con tu pareja y le sonríes de lejos, la calle donde te sientas a leer y tomar una cerveza, el banco donde tantas veces has estado discutiendo sobre política con tus amigos, que después del 15-M cada vez son más.

Cuando esos tipos armados hasta los dientes entran en tu espacio con la intención de echarte, de desterrarte, entonces, inconscientemente, lo que se escenifica es una situación de guerra. De repente, resulta crucial para uno defender su territorio, hacer recular a los intrusos, proteger a los tuyos.

Lo que ocurrió en nuestro Lavapiés ayer entre las nueve menos cuarto y las diez de la noche no fue una casualidad, ni siquiera un pequeño milagro. Después del 15-M, cualquier día de diario y hasta los fines de semana en muchos locales del barrio uno se puede encontrar colectivos de personas trabajando y organizándose para que las injusticias que hemos vivido en silencio durante años porfín se acaben. Además, hay un punto de información en la Plaza de Lavapiés con gente todos los días entre las 8 de la mañana y las 11 de la noche, dispuesta a colaborar para que nunca más se nos atropelle. Las redes de personas en estado de alerta, hasta a la hora de la siesta, se van tupiendo en cuestión de días. La próxima vez que decidan entrar en el barrio, tendrán que hacerlo con más furgonetas blindadas de las que trajeron ayer. Tendrán que pensarse muy seriamente el rastrear a conciencia por la faz de todas las plazas del barrio, para encontrar nuestros papeles, nuestros teléfonos móviles, nuestros ingenios, y destruirlos. Tendrán que entrar por todos los edificios y locales del vecindario que a partir del sábado tengan colgada una pancarta de «Stop redadas», sacarnos a punta de pistola de ellas y llevarnos presos.

Porque en Lavapiés, si de alguna forma no se apañan los abusos que, cada vez más frecuentemente y con mayor impunidad, el Estado y el Capital cometen contra los vecinos más indefensos, las reacción de la gente va a ser progresivamente más contundente y mejor organizada. En Madrid, si por la vía rápida esto no se arregla, entonces lo que será es la guerra.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.