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El caso vasco y el caso español

Legalidad y legitimidad

Fuentes: Gara

Un ilustre político de la tierra, Ramón Jáuregui por más señas, lo dijo hace poco para rechazar el Plan salido del Parlamento Vasco: la legalidad es lo que vale. Contra ella, contra el Estado de Derecho, no hay legitimidad que valga. A los viejos del lugar esto nos recuerda algo… Sin duda, la legalidad de […]

Un ilustre político de la tierra, Ramón Jáuregui por más señas, lo dijo hace poco para rechazar el Plan salido del Parlamento Vasco: la legalidad es lo que vale. Contra ella, contra el Estado de Derecho, no hay legitimidad que valga. A los viejos del lugar esto nos recuerda algo…

Sin duda, la legalidad de ahora no es lo mismo que la de la época de Franco. Los tiempos y los modos cambian; y en el matiz está el meollo. La Constitución encierra una profesión expresa de derechos; y aunque también el franquismo tenía un «fuero de los españoles», como era de los españoles, el fuero era nacional. Ahora, en cambio, los derechos son universales, del hombre. ¿Serán también suficientemente particulares? La interpretación concreta de derechos abstractos no es algo dado de una vez por todas; depende del nivel sociopolítico de un país, de su mayor o menor sensibilidad a ciertos temas, de su opinión pública, en resumen: de su tipo de democracia. ¿Cuál será el nuestro? ¿O no hay ese nuestro?

En efecto, aquí viene el primer problema: que la opinión pública vasca y la española no coinciden; ni siquiera entre los votantes del PP. Somos dos, por tanto, ya antes de mirar a las ovejitas en los verdes prados, al euskara, a los derechos históricos o a la genética. La opinión pública es una compo- nente diferencial de cada democracia. Vista la asombrosa carta que la semana pasada acaba de suscribir, una vez más, tanta figura de la cultura española ­prefiero pensar en los nombres que faltan­, uno se convence de que hay dos países y que también los están construyendo… desde España.

El segundo problema aún es más grave. En el Estado español y en su opinión públic(itad)a se identifican la ética, los derechos humanos, su versión institucional como derechos fundamentales, la Constitución, su funcionamiento de hecho y aun lo que se suele llamar técnicamente la Constitución interna (es decir, los poderes fácticos). Demasiada identificación, demasiadas grandes palabras, que, al juntarse todas, producen un vacío de sentido. O el contenido real de esas palabras es el poder anónimo sobreentendido en ellas, que, amontonándolas, se arroga la facultad de reducirlas al vacío. Si ya identificar derechos humanos y fundamentales reduce a aquellos a la interpretación que les dé el Estado, en España la confusión llega hasta el nivel máximo de incultura política a que nos tiene acostumbrados la florida retórica de los contertulios.

Y aquí empieza la tercera parte, tampoco nada banal. Si la legalidad puede funcionar sin referencias a la legitimidad ­como quiere Jáuregui­, entonces se convierte en instrumental; y a un instrumento lo que se le pide es «eficacia». Resultado: la creación de normas ad hoc ­de formulación general, pero pensadas para un caso singular (ley de partidos)­ o la interpretación extensiva de otros preceptos, una vez que la referencia legitimadora ya no cuenta para darles su sentido. Sin saber gran cosa de Derecho, me parece que encaja en la definición de «prevaricación», prevaricación a gran escala. Pero ¿quién la declarará, si se hace por la razón de Estado?

Seguramente los jueces pueden aducir en su descargo que la opinión pública, alimentada por un puñado de «comunicadores», pero también autorizada por voces ilustres, les da el criterio «social» de sus decisiones. Una vez más nos encon- tramos con que son las opiniones públicas las que difieren, sólo que una se impone a la otra por medios coercitivos. La legitimidad de los jueces se quiebra.

¿Se puede seguir sosteniendo que no hay problema político en el País Vasco? Seguramente no, al menos si se toman en serio las palabras de Jáuregui. Basta con ver que en la última carta encabezada por intelectuales y famosos el objetivo directo de ataque ya no es ETA, sino Ibarretxe. Evidentemente sólo queda el recurso de identificarle ­ni siquiera relacionarle­ a él y a los movimientos civiles con ETA. Hace tiempo estoy harto de oír, en la universidad española, que los solidarios de Itoitz son etarras.

Contra otros optimismos, no creo que estemos en un momento decisivo de cambio en la constelación política. Ni Batasuna ni el PNV pueden producirlo, incluso la desaparición de ETA no haría previsiblemente sino radicalizar aún más la retórica españolista; la clase política española ya ha decidido. En realidad el caso vasco no tiene solución, porque eso significaría replantear toda la democracia española. En los barrios de Madrid el desengaño con la izquierda oficial, incluida IU, es colosal entre sus antiguos militantes; y todo el empeño de las instituciones es que no haya lugares de reunión, de encuentro, de organización para esa gente no integrada; precisamente lo que tiene el nacionalismo vasco como lengua, cultura, hábitos sociales, que ni el PNV ni Batasuna ni nadie han conseguido apropiarse sin resto. Eso hace posible un movimiento político resistente, que no consiste en esa base pre-política, pero que sí es posible gracias a ella, creando un espacio de comunicación y sobreentendidos compartidos. Es lo que irrita a la progresía clásica, convertida a la administración del mal menor ­desde arriba, ¡qué bien se está ahí!­, y atrae instintivamente, en muchos sitios de España, a quienes intuyen lo que significa políticamente.

No veo ni la situación histórica ni el cambio. Lo que sí sospecho, por el contrario, es que este Estado ha perdido la partida y ya sólo puede echar mano de la porra a la espera de que le venga una mayor bonanza, un cambio global inesperado que lo arrastre todo, un milagro… Neutralizar por vía procesal a todo lo que se mueva, por ejemplo a la juventud organizada, ya no puede detener el proceso; también la juventud tibia políticamente está decidiendo contra esta España.

Pero todo esto carece de importancia, para los políticos, mientras consigan mantener el control de la legalidad. Es lo que les importa; la gente no existe para ellos más que como votantes y como tales están sometidos a opciones predeterminadas. Mientras la crisis no se extienda, el caso vasco está siendo un factor de cohesión nacional a falta de otros y tapando cosas que necesitan ser tapadas. La situación se mantiene estable, pero lábil; esto preocupa a la clase política. La situación se mantiene lábil, pero estable; esto la tranquiliza. Es una falsa simetría, en realidad un «después de mí el diluvio». Pero el diluvio ya ha comenzado.

<>* Josemari Ripalda. Filósofo