Una triple discriminación: mujer, pobre e inmigrante
Una de las lecturas más interesantes en relación con el avance de los nuevos nacionalismos de extrema derecha es In the name of women’s rigths. The rise of femonationalism, de Sara R. Farris. En una obra brillante y rigurosa, la autora demuestra cómo en los contextos italiano, francés y neerlandés existe una convergencia entre los discursos islamófobos de extrema derecha, las manifestaciones antivelo de algunas feministas y ciertas políticas neoliberales. Unas políticas económicas que en nombre de la integración y la defensa de los derechos de las mujeres atan a las inmigrantes de origen no occidental al sector mal remunerado, infravalorado y sexualmente determinado del trabajo doméstico y de cuidados.
Farris analiza cómo la extrema derecha y algunas feministas coinciden en lecturas y propuestas que racializan el sexismo y sexualizan el racismo. Racializan el sexismo al considerar que la igualdad de género sería un avance propio de la cultura occidental -una muestra, incluso, de su superioridad cultural-, difícil o imposible de alcanzar por las culturas no occidentales.
En este sentido, los estereotipos de los inmigrantes no occidentales, y en especial los de los musulmanes, están sexualmente diferenciados: los hombres son representados como amenazas a la integridad de las mujeres occidentales «liberadas», mientras que las mujeres no occidentales lo serían únicamente como víctimas sometidas al patriarcado de su cultura. Siempre existiría claro está, la posibilidad de ser redimidas o emancipadas.
¿Cómo? En primer lugar «desvelándolas», esto es, liberándolas del «símbolo visible de sumisión femenina» que sería el hijab, para después «integrarlas» vía ingreso en el sector laboral a su alcance: el trabajo doméstico y de cuidados. De forma más o menos inconsciente, el resultado de estos discursos es su traducción en políticas económicas neoliberales -impulsadas y subvencionadas desde la UE- que inciden en el mantenimiento de la división sexual del trabajo en versión racializada. Es decir, las inmigrantes no occidentales -en nombre de su propia liberación- estarían destinadas a «solucionar» la crisis de cuidados no resuelta en las sociedades occidentales ocupándose de los trabajos que las mujeres de clase media ya no pueden o quieren realizar.
Este esquema trazado por Farris nos sirve para pensar el funcionamiento de un cierto tipo de abolicionismo fundamentalista que se está movilizando con fuerza en este ciclo electoral -que incluso ha llegado a pedir la penalización de las mismas prostitutas-. Existe un paralelismo entre la defensa de los derechos de las mujeres llevada a cabo por el femonacionalismo y la abanderada por este tipo de abolicionismo. Nos detendremos solo en tres de ellas: la victimización de determinadas mujeres, el sesgo racista y clasista latente en estas posturas extremistas y por último, la instrumentalización de la defensa de la igualdad.
Victimizadas y victimizantes
Cuando hablamos de victimización nos referimos al incumplimiento de lo que es la regla fundamental de todo feminismo: el reconocimiento de la capacidad de agencia de todas las mujeres, de todas las personas. El respeto fundamental al derecho a tener voz propia, a la capacidad de autodefinición de los malestares sufridos para entender de dónde proceden y tratar de buscar, individual y colectivamente, salidas a los mismos. Negar la capacidad de agencia a otras es situarse en un lugar de superioridad moral, cultural y política que solo pone en evidencia la posición ilegítima de representación de quien pretende hablar en nombre de un grupo oprimido.
En esta puesta en escena hay victimizadas y victimizantes. Las victimizadas, tanto en el caso de las mujeres con hijab como en el de las putas, desempeñan el papel de las subordinadas. Unas mujeres hasta tal punto sometidas al mandato o violencia masculina que se encontrarían incapacitadas para pensar o decidir por sí mismas y sin margen de acción para tomar decisiones dentro de su marco de posibilidades. En consecuencia, otras mujeres -las victimizantes-, presumiblemente liberadas y con total capacidad de agencia, se autoarrogarían el rol de salvadoras para indicarles el camino de su emancipación. Pero emanciparse es una acción en primera persona. Un movimiento no factible en nombre de otras. Nadie libera a nadie.
El desafío antirracista de los feminismos
El guión que ordena la función diaria de las relaciones sociales ha sido escrito dentro de las relaciones de poder que atraviesan cualquier sociedad. En este de las victimizantes y las victimizadas, la relación de dominio es a la vez de clase y de raza. No hay más que observar los cuerpos que hay detrás de unas y otras. Las salvadoras de las musulmanas son -como muestra Farris- mujeres de todo el espectro político, desde la extrema derecha a posiciones comunistas. En su mayoría son mujeres blancas, pero también mujeres racializadas como Fadela Amara, Souad Sbai o Ayaan Hirsi Ali.
El denominador común es su acceso a rentas medias y altas. Progresistas o neofascistas, las redentoras de las putas son también mujeres, por lo general, de clase media y media alta, autóctonas (no migrantes) y fundamentalmente no racializadas. Solo una miopía supremacista, consciente o inconsciente, permite que queden fuera del debate una realidad que salta a la vista: el 80% de las mujeres que ejercen como prostitutas en España son de origen extranjero, según Cáritas.
En su imprescindible obra La creación del patriarcado, la historiadora Gerda Lerner afirma que hace dos milenios la prostitución era una salida plenamente establecida como fuente de ingresos para las mujeres pobres. Parece evidente que hoy, a pesar de los muchos cambios sociales, lo sigue siendo.
Mujeres pobres, inmigrantes y racializadas explotadas gracias a las estructuras del racismo institucional y económico. No contar con ellas para construir un proyecto de subversión que debería ser tan común como diverso, no apostar por un feminismo antirracista en un contexto de neoliberalismo global -donde la división sexual del trabajo se cruza con su división internacional cada vez más racializada-, es situarse fuera de un proyecto feminista realmente emancipador y radicalmente igualitario.
Crisis de los cuidados e instrumentalización de la igualdad
Tejer complicidades y alianzas políticas desde un plano realmente horizontal, de tú a tú, es la única manera de promover propuestas de transformación reales. Las representaciones y las redenciones suelen esconder intereses menos democráticos, objetivos perseguidos exclusivamente por quienes se erigen en el papel de representantes y redentoras. En el caso de las mujeres musulmanas en Europa, su posición subordinada en el mercado laboral sirve para cerrar en falso la crisis de cuidados a la que asistimos desde la década de 1980. Las sociedades europeas, por causas demográficas -baja natalidad, envejecimiento de la población- pero principalmente políticas -insuficiente socialización del trabajo reproductivo, no reparto del mismo entre los sexos, derrumbe de las instituciones del bienestar- tenemos cada vez más problemas para atender las tareas que sostienen la vida.
Lo que habitualmente denominamos trabajo de reproducción. El cierre en falso de esta crisis consistiría en poner a las mujeres de origen extranjero a ocupar el lugar de las autóctonas en el hogar y las tareas feminizadas. Vendría a apuntalar, en vez de a destruir, la división sexual del trabajo, ahora en versión racializada.
De esta forma, al igual que la «emancipación de las musulmanas», la «rehabilitación» de las prostitutas pasaría por encadenarlas al trabajo asalariado dentro del sector hiperexplotado del trabajo doméstico y de cuidados. Así por ejemplo, muchos programas que proponen «sacar a las mujeres de la prostitución» pasan por cursos -o contratos hiperprecarios en empresas de trabajo externalizado o temporal- de camareras de piso o limpieza. La posición social que se les ofrece como alternativa al estigma de la prostitución es la más baja en empleos con horarios interminables y muchas veces peor remunerados que el trabajo sexual. (Trabajos «de cuidados» que no están reconocidos socialmente pero que son absolutamente esenciales.)
Si se quiere que las prostitutas tengan la opción de dejar la prostitución, habría que empezar por atacar la Ley de Extranjería. De lo contrario, lo que implica plantear hoy la abolición de la prostitución es la aprobación de medidas represivas y punitivas que acaban afectando a las mujeres que ejercen, independientemente de que en principio estén enfocadas a proxenetas o clientes.
«Vivimos en una sociedad sexista, androcéntrica y patriarcal que cuenta, por tanto, con diversas instituciones que aseguran el dominio de los hombres sobre las mujeres y la prostitución es una de esas instituciones, al igual que lo es el amor romántico, el matrimonio, el modelo del trabajador a tiempo completo sin responsabilidades familiares y la jerarquía dentro de las empresas», dicen Magdalena López y Ruth Mestre en su libro Trabajo Sexual. Reconocer derechos. La tarea que tenemos entre manos, pues, es la de transformar esta sociedad desde una perspectiva feminista atacando todas esas instituciones para cambiarlas de raíz.
Si ese es el objetivo, las feministas tenemos que respondernos algunas preguntas sobre la estrategias que debemos seguir. La primera es por qué se juega a confundir la prostitución con la trata, lo que dificulta focalizarse en exigir políticas y recursos que ahora son necesarios para acabar con la prostitución forzada que debería ser la prioridad. No diferenciarlos es la mejor forma de no combatir realmente la trata -cuya lucha queda aplazada al día incierto que se acabe con la prostitución- y extender medidas represivas y punitivas a todas las mujeres que ejercen. Pero también es imprescindible preguntarse por qué poner en el centro la abolición en vez de tratar de combatir las causas de la precariedad vital que conduce a tantas mujeres a dedicarse a la prostitución.
Causas como la explotación de las trabajadoras domésticas -¿por qué no trabajar por la ratificación del Convenio 189 o la abolición del trabajo de interna?- o la propia Ley de Extranjería. Luchar por su modificación podría mejorar la situación de extrema vulnerabilidad que sufren las migrantes.
En otro frente, si muchas tienen que lidiar con problemas cotidianos para pagar el alquiler ¿por qué no presionar desde el feminismo para la aprobación de la ley de vivienda de la PAH? ¿O trabajar contra las leyes que precarizan nuestras condiciones laborales? ¿Por qué no una manifestación por la jornada de 6 horas?.
Todas estas preguntas sirven para enfocar la lucha que tenemos por delante: que realmente la sociedad deje de articularse en torno a la acumulación de beneficios y lo haga precisamente alrededor vidas que merezcan la pena ser vividas. ¿Por qué no movilizarnos por la abolición, sí, pero del capitalismo? Todo ello serviría para ampliar las opciones de vida de las trabajadoras sexuales y son objetivos imprescindibles a los que apuntar si realmente se quiere abolir la prostitución.