Uno podría pensar que el cierre de un repetidor para impedir que se pueda ver una televisión procedente de un territorio limítrofe o la prohibición de difundir un documental en centros públicos, a pesar que éste no incumpla ninguna ley vigente, son ejemplos de censura que sólo suceden en dictaduras o regímenes no democráticos. Sin […]
Uno podría pensar que el cierre de un repetidor para impedir que se pueda ver una televisión procedente de un territorio limítrofe o la prohibición de difundir un documental en centros públicos, a pesar que éste no incumpla ninguna ley vigente, son ejemplos de censura que sólo suceden en dictaduras o regímenes no democráticos. Sin embargo esos dos hechos acaban de producirse en la Comunidad Valenciana a instancia del gobierno regional de esa autonomía, en manos del Partido Popular.
El viernes 26 de abril la Generalitat Valenciana, presidida por Francisco Camps, anunciaba el cierre de un repetidor que permitía ver la televisión autonómica catalana en Alicante. Desde hacía 21 años una asociación cultural disponía en su sede de un repetidor gracias al cual en esa provincia los ciudadanos podían ver TV-3, lo hacía desde una frecuencia que no estaba ocupada y que tampoco era de las que el gobierno central había concedido al gobierno valenciano para su gestión. Es decir, no desplazaba a nadie ni existía ningún colectivo social, ciudadano o cultural que hubiese protestado. En cuanto a la administración catalana, propietaria del canal, nunca había puesto objeción alguna a que uno de sus canales pudiese ser visto por los valencianos. Por otro lado, y como es lógico, TV-3 no tiene planteada una determinada línea editorial con respecto a la administración valenciana puesto que es un canal público catalán dirigido a la población catalana, lo que también garantiza que se trata de una programación y un contenido que se ajusta a la legalidad. A pesar de todo ello, el gobierno valenciano del Partido Popular ha considerado que la presencia de ese canal en su región dañaba el oligopolio de cadenas existentes en la autonomía y vulneraba su autoridad para decidir qué podían y qué no podían ver los habitantes de esa región por televisión.
También ese mismo día, el mismo gobierno autonómico lograba el apoyo de la Junta Electoral de la Comunidad Valenciana para la prohibición de la difusión de un vídeo en ayuntamientos, universidades y resto de centros públicos. Se trataba de un documental cuyo contenido no estaba afectado por ningún delito de los establecidos en la ley, simplemente era el trabajo de un colectivo de profesionales del ámbito audiovisual, movimientos sociales y artistas que bajo el título Ja en tenim prou (Ya tenemos bastante) repasaban y criticaban la política del Partido Popular en la Comunidad Valenciana. El razonamiento esgrimido por el Tribunal de Justicia, en palabras de su presidente, Juan Luis de la Rúa, para aceptar la prohibición del gobierno valenciano es que las fuerzas políticas sí pueden hacer campaña pero las organizaciones ciudadanas no tienen reconocido ese derecho. Es decir, esta es una democracia en la que sólo pueden hacer política los partidos no los ciudadanos.
Estamos ante dos ejemplos que coinciden en el tiempo y en el lugar y que permiten comprobar con qué impunidad se pueden clausurar señales de televisión o prohibir difusiones de documentales en nuestro país. De nada puede servir tener leyes y códigos penales que permiten la libertad de expresión si luego existen disposiciones, normativas, reglamentos y competencias autonómicas que permiten esta impunidad y agresión a la libertad de expresión. Y si eso se hace en vísperas de elecciones es porque en el Partido Popular han llegado a la conclusión -equivocada o no- de que es más la ventaja electoral que pueden conseguir con la prohibición que el castigo o la indignación ciudadana por atentar contra la libertad de expresión. Mala cosa.