Sobran calificativos para tildar a aquellos que desde las últimas semanas no han cejado y no cejan en perpetrar actos violentos y pronunciar frases indignas contra el legado democrático de nuestra historia, pero aludir al resentimiento no es banal, sobre todo cuando se diseñan estrategias para su canalización.
La complejidad del fenómeno de protestas que se dan cita en calles y plazas de nuestras ciudades merece análisis, pero también respuestas. ¿Cómo explicar las pintadas antisemitas en calles de Barcelona que se han sumado a eslóganes con grandilocuentes palabras como «Libertad» que trastocan su significado y se oponen a «Solidaridad», y a pillajes desenfrenados? ¿Y cómo explicar el lanzamiento de pintura a las estatuas de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, sin la semilla de rencor cultivada por los falsificadores de la historia, o, mejor dicho, por aquellos quizás inspirados en prácticas y métodos similares en tiempos nefastos?
A medida que los vencedores de la guerra iban ocupando territorios desde el mismo golpe de estado del mes de julio de 1936 y con un fervor inusitado a partir de 1939, cruces y símbolos fascistas poblaron las calles, al tiempo que se destruía con saña cualquier referencia a personas y términos vinculados al régimen o ideario de la II República. La imagen del operario que, cumpliendo órdenes, destrozaba a martillazos la lápida de la fachada de la casa natal de Largo Caballero, dañaba la vista por retrotraer a otras miradas de antaño, cuando de plazas y calles caían a pedazos palabras como Libertad o Constitución y eran sustituidas por los protagonistas de la gran masacre. No menos significativos son los mensajes antisemitas vertidos por nuevas generaciones que recuerdan la saña con que el régimen de Franco persiguió a los judíos, integrantes de la delirante conjura «judeo-masónica-comunista», y los tétricos antecedentes en nuestras calles, como fue el ataque falangista a la sinagoga de Barcelona, después de la victoria de 1939 contra los llamados conjurados.
No, Franco no fue protector de los judíos, demasiadas razones e intereses le unían a su aliado Hitler, cuyo régimen tiene en su haber el asesinato de seis millones de judíos, a los que hay que sumar el de otros colectivos, con cifras imposibles de asimilar en una mente dotada de humanidad. Entre las víctimas, Francisco Largo Caballero, el deportado con la matrícula 69040 en el campo de Sachsenhausen. Quizás a los aprendices del mal les resultaría curativo visitar dicho campo, recorrer las instalaciones de muerte e imaginar en ellas el paso por dicho recinto del que fue secretario general de la UGT, ministro de Guerra y presidente de gobierno de la II República. Y si la visita no fuere posible, basta con leer algún fragmento de lo que dejó escrito el mismo Largo Caballero en su obra Mis recuerdos:
«Habíamos avanzado como cosa de un kilómetro, cuando las piernas se negaron a andar; los dolores del pie enfermo eran más agudos que otras veces y fui quedándome retrasado hasta llegar al final del grupo. Un soldado SS empezó a gritarme y a empujarme. Yo seguía sin poder andar; desesperado porque adivinaba lo que me iba a suceder. El soldado se enfureció, me dio varios empujones y me echó fuera del grupo; caí al suelo y me propinó patadas y culatazos; me levanté y siguió pegándome; volví a caer y sin consideración a mi edad y a mi estado, me pateó sin piedad. … Al fin me dejó solo y casi sin poderme mover me encaminé hacia el Campo, lleno de barro y deshecho por los golpes recibidos…Una vez en él, tampoco me fue fácil entrar, pues no me comprendían, y por fin se decidieron a llamar a uno que hablaba francés, al cual expliqué lo ocurrido, dejándome entonces pasar…Había salvado la vida por casualidad. Si no hubieran venido detrás de nuestro grupo, otros que podían ver mi cadáver, el soldado salvaje me hubiera dejado tendido en la cuneta como acostumbraban a hacer».
Una lectura ejemplar pero que no atañe sólo a la maldad SS, pues a los resentidos y a sus adláteres les cabría indagar las razones del internamiento de Largo Caballero en aquel campo nazi cercano a Berlín, y de los compañeros republicanos que allí corrieron la misma maldita suerte, a causa de la victoria de los sublevados fascistas y de la complicidad del régimen de Franco. En su exilio en Francia, la presencia de Largo Caballero no pasó desapercibida y consiguió esquivar la extradición que tanto demandaba Franco gracias a la ayuda que le proporcionaba la embajada de Méjico, pero su destino cambió cuando Alemania ocupó la totalidad de Francia y quedó bajo arresto domiciliario, hasta que la Gestapo, a mediados de 1943, lo trasladó a Berlín, para ser interrogado en las oficinas centrales de la policía secreta, y poco después, el 31 de julio de 1943, internado en el campo de Sachsenhausen, donde por su precaria salud fue instalado en la enfermería. Pronto corrió la voz entre los otros deportados republicanos, que idearon las formas de prestarle ayuda y librarlo de la muerte, a la que le conducían su edad y su salud, tal como también la sorteó en los días previos a la liberación del campo, a los que corresponde el relato transcrito.
En efecto, cuando el Ejército Rojo ya se encontraba en las afueras de la capital del Reich, los SS abandonaban los campos y arrastraban con ellos a los deportados en las conocidas como «marchas de la muerte», a pie, sin agua y sin comida, en trayectos de 20 a 40 kms. diarios, dejando en las cunetas miles de prisioneros tiroteados. Tal como nos narró, Largo Caballero tuvo que desistir de seguir a alguna de las columnas de 500 deportados, formadas el 21 de abril de 1945, escoltados por 50 guardianes, dirigida hacia el norte, con órdenes de llevarlas al Báltico, embarcarlas en botes y después hundirlos, y quedó abandonado a su suerte en la enfermería, hasta la llegada de los liberadores soviéticos, que, tras una breve estancia en Moscú, lo repatriaron a Paris, donde murió el 23 de marzo de 1946. No había pasado un año desde su salida de Sachsenhausen.
Este fue el hombre objeto de denigración. Contundente y oportuna ha sido la frase pronunciada por el actual secretario general de la UGT, José María Álvarez: «Cada vez que vengan a pintar, nosotros vendremos a limpiar», en los actos de desagravio, con asistencia de varios miembros del gobierno, a la innoble e inmoral actuación de aquellos actores e inductores, los calificados de resentidos.
Resentidos contra todo, dispuestos a sabotear la democracia sin más y que sacan a la luz negros impulsos, atizados por fuerzas y partidos que reniegan de los valores que en el pasado inspiraron el avanzado régimen republicano y que añoran los tiempos de regresión en que la larga dictadura franquista sumió al país. Largo Caballero e Indalecio Prieto, personajes históricos, profusamente estudiados en obras que no leen ni les importan a los inductores, pero atacados por su protagonismo político y sindical y por su incuestionable defensa de la II República. La carencia de la más elemental cultura democrática y su substitución por mentiras y falsificaciones históricas por parte de los que sólo se reconfortan con el odio y la violencia verbal y así inoculan y delegan a los resentidos sus ruidos y consignas.
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/35156/limpiar-los-ataques-de-los-resentidos/