Los quince ahogados bajo las pelotas de goma de la Guardia Civil en la playa ceutí de Tarajal. La devolución de los menores ante las cámaras de los periodistas y los dos muertos que intentaron llegar a nado a Ceuta en 2021. Los 23 fallecidos y más de 200 heridos en la valla de Melilla en 2022. Los más de 26.300 desaparecidos en el Mediterráneo desde 2014 registrados por la OIM, que estima que representan un tercio de las víctimas. Las 14.109 personas que han perdido la vida desde 1988 intentando llegar al España, según los últimos datos de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía. El 40%, solo en los últimos tres años.
La guerra contra las personas pobres que intentan llegar a Europa a través de España se ha vuelto tan cruenta que apenas si nos deja aliento para denunciar nada más. Ni siquiera aquello que durante años marcó la agenda de la defensa de los derechos humanos. Así, a base de espanto y de doctrina de shock, la mayoría hemos caído en la trampa de dejar de exigir el fin de las fronteras internas que convierten la vida diaria de quienes consiguen llegar a nuestro país en un infierno. Quizás porque son tantas las violencias que nos agotamos de tanto indignarnos. Y porque la indignación sin vías para la acción y la transformación social se torna en cinismo y resignación.
Pero resignarse es un privilegio de quienes gozan de vidas que no dependen de leyes injustas, de encarcelamientos ilegítimos, de identificaciones por motivos raciales. Tenemos que volver a indignarnos, gritar contra tanta inhumanidad y transformar la llama de la indignación en un nuevo impulso para las exigencias políticas, las redes de apoyo y las iniciativas para pensar nuevas formas de organizarnos como sociedad.
Para ello, hay que volver a exigir la derogación de la Ley de Extranjería, diseñada para perpetuar el desarraigo, la indocumentación y, por tanto, la violación de los derechos fundamentales de sus destinatarios. Una ley que, pese a a las mejoras incorporadas en su reglamento en 2022, sigue favoreciendo que parte de sus sujetos terminen reducidos a mano de obra explotable y deportable, privados de los los derechos laborales más básicos. Una ley que ha engrosado las arcas de las mafias transnacionales al cerrar las vías regulares y seguras para ejercer el derecho a la libre circulación, recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Un marco normativo que fuerza a miles de mujeres a convertirse en víctimas de las redes de trata con fines de explotación sexual ante la imposibilidad de migrar cogiendo un avión como los blancos que viajamos a sus países. Una ley que obliga a muchas otras a recurrir a las mismas estructuras ilegales una vez que llegan a su destino ante la desprotección a la que les condena la situación administrativa irregular. La trata sobrevenida, se llama. Como «sobrevenida” es la irregularidad de quienes consiguen sortear todos los obstáculos de la yincana burocrática que traza esta ley para conseguir un permiso temporal de residencia y trabajo –sobrevivir dos años en la clandestinidad, acceder a programas de formación, conseguir un contrato laboral de, al menos, 30 horas semanales y un año de duración– y que lo vuelven a perder todo cuando no les renuevan la contratación.
Las formas en las que la Ley de Extranjería somete, violenta y amedrenta a sus destinatarios son tantas como cada una de las personas a las que les afecta. Solo recordemos cómo se indignaron quienes las desconocían cuando Mame Mbayé murió en Madrid durante una persecución policial de los manteros. Mbayé llevaba 14 años viviendo y trabajando en España sin poder regularizar su situación porque la normativa de Extranjería busca que sea extremadamente difícil acceder a la estancia regular. No es solamente que ningún ser humano sea ilegal, es que es la Ley de Extranjería la que persigue que no pueda salir de la ilegalidad.
Y para cumplir con esta función juegan un rol fundamental los Centros de Internamiento de Extranjeros, los CIE. Esas cárceles construidas para personas que no han cometido ningún delito, solo la falta administrativa de no haber podido regularizar su situación. Esos espacios en los que se han sucedido las huelgas de hambre y los motines por los tratos recibidos, episodios de violenta represión policial con total impunidad y la muerte de, al menos, nueve personas según el Ministerio de Interior desde 2009: cuatro de ellas por suicidio, otras por falta de atención médica y otras, como la de Mohamed Bouderbala, fallecido en Archidona en 2018, por razones que nunca se sabrán.
Prisiones como el CIE de Aluche, en la que los internos tenían que hacer sus necesidades en envases de plástico porque no tenían autorización para ir al baño por las noches. Espacios de no-derecho en los que cuando su fachada empezó a amanecer con bolsas y botellas colgadas de las ventanas para no tener que convivir con el mal olor, se les concedió el privilegio de poder usar un inodoro. El CIE de Aluche, en el que hasta que Ramiro García de Dios no se convirtió en su juez de control, sus encarcelados no tenían derecho a tener puertas en los baños, ni cortinas en las duchas, ni acceso a sus móviles siquiera una vez al día.
Las vejaciones sufridas por las personas encarceladas en los CIE son tantas como las que han pasado por sus celdas. Solo recordemos que durante 2022, 1.841 hombres y mujeres fueron encerrados en los CIE, de los cuales 927 fueron deportados, como recoge en su último informe el Servicio Jesuita de Migraciones. También que en lugar de cerrarlos, el Gobierno está construyendo uno con fondos del Frontex en Algeciras con capacidad para más de 500 personas. Que nueve años después de su muerte, el Ministerio de Gobierno admitió la responsabilidad patrimonial del Estado en la muerte de Samba Martine en el CIE de Aluche en 2011. La mujer congoleña acudió hasta en diez ocasiones a su médico. Solo en en la última, fue trasladada a un hospital para descartar «una patología psiquiátrica». Tenía VIH, murió y el doctor fue absuelto.
Para llenar estos “centros de sufrimiento y espacios de opacidad e impunidad policial”, como los definió García de Dios, hace falta una telaraña de fronteras invisibles y móviles desplegada en estaciones de trenes y autobuses, en los alrededores de los locutorios, de las oficinas de extranjería, de los comedores sociales, de los centros de menores, en las plazas de los barrios empobrecidos y en cualquier rincón de Irún y Portbou, esas fronteras que supuestamente no existían dentro de la Unión Europea.
Identificaciones policiales condenadas por las Naciones Unidas por responder a perfiles étnicos. Las redadas racistas que ministros del Interior del PP y del PSOE han negado sistemáticamente mientras enviaban circulares ordenándolas a las comisarías de Policía. El sistema de apartheid por el que, dependiendo del color de piel y de los rasgos, te piden la documentación o no. La espada de Damocles que obliga a las personas en situación administrativa irregular a intentar ser invisibles durante años, a salir de su casa con un callejero mental con los lugares a evitar para intentar llegar a tiempo a sus trabajos como limpiadoras, cuidadoras de personas mayores, albañiles, jornaleras, cocineras, camareras… Porque para sobrevivir han de trabajar y para que el sistema funcione han de hacerlo, y mucho, en condiciones de extrema vulnerabilidad.
#CIEsNO, Basta de Redadas Racistas y Derogación de la Ley de Extranjería han sido tres luchas fundamentales para la defensa de los derechos humanos de España que, en los últimos años, han sostenido, fundamentalmente, los movimientos de personas migradas y antirracistas. Los mismos que han sacado adelante la campaña Regularización Ya, que ha recogido más de 700.000 firmas para presentar una Iniciativa Legislativa Popular que saque de la situación administrativa irregular a más de medio millón de personas de «manera amplia, permanente e incondicional».
Toca volver a coger perspectiva y observar la estrategia de la guerra que la Unión Europea libra contra las personas migrantes y refugiadas. Toca recuperar el marco global de los derechos humanos, que defiende no solo el derecho a la vida y a no ser asesinadas de las personas migrantes, sino también a gozar de vidas tan dignas y plenas como las de quienes no salen de sus países de origen. Y toca volver a denunciar que los CIE, las redadas racistas y la Ley de extranjería también matan. A menudo, en vida. Para que así, cuando se les explote y esclavice, no griten.
Fuente: https://www.lamarea.com/2023/04/14/lo-intolerable-que-ya-no-nos-indigna/