Hermes H. Benítez nació en Talca, Chile, en 1944. En 1965 inició sus estudios de Licenciatura en Filosofía en la Universidad de Chile, de Santiago, donde se desempeñó como ayudante hasta septiembre de 1973. Al irrumpir brutalmente en Chile la dictadura militar debió emigrar a Canadá, país en que pudo continuar su interrumpida formación en […]
Hermes H. Benítez nació en Talca, Chile, en 1944. En 1965 inició sus estudios de Licenciatura en Filosofía en la Universidad de Chile, de Santiago, donde se desempeñó como ayudante hasta septiembre de 1973. Al irrumpir brutalmente en Chile la dictadura militar debió emigrar a Canadá, país en que pudo continuar su interrumpida formación en la Universidad de Alberta, de la ciudad de Edmonton, donde aún reside, obteniendo allí su maestría en Filosofía y su doctorado en Filosofía de la Educación. Hasta 1993 fue profesor sesional de Filosofía de la Educación en la Universidad de Alberta y en la Universidad de Manitoba, de la ciudad de Winnipeg.
Benítez ha escrito y publicado más de una veintena de ensayos y artículos en revistas especializadas de Chile, Canadá, México, Colombia y España, sobre temas de filosofía política e historia del pensamiento científico y filosófico. Es autor de los siguientes libros: Ensayos sobre ciencia y religión (Bravo y Allende 1999 y Ril editores 2011); Einstein y la religión (Ril editores 2001 y 2007); Las muertes de Salvador Allende (Ril editores 2006 y 2009) y Pensando a Allende (Ril editores 2013). Benítez es articulista habitual del periódico electrónico piensaChile.com, donde escribe como especialista en la vida, obra y muerte del presidente Salvador Allende.
Un honor entrevistarle, todo un honor. Antes de entrar propiamente en materia, en nuestro tema central, ¿conoció a Salvador Allende? ¿Qué relación tuvo con él?
H. B. Recuerdo que la primera vez que supe de la existencia de Salvador Allende fue en 1952, cuando siendo un niño de apenas nueve años,oí a mi padre y a mis tíos conversar en la terraza de la casa de mi abuela en el barrio Ñuñoa de Santiago, acerca de la derrota electoral de Allende en la primera elección presidencial a la que se presentó, y en la que obtuvo apenas un 5,6 % de la votación total. En su segunda campaña presidencial, la de 1958, cuando yo tenía 14 años, participábamos con mi padre en los multitudinarios actos políticos que casi siempre se realizaban en la Alameda, enfrente del Palacio de La Moneda. Más de una vez conseguí escabullirme entre la masa de los asistentes, alcanzar el proscenio y darle la mano al candidato.
¡A los 14 años! Usted ya apuntaba maneras.
Tuve un temprano despertar político, en lo que sin duda influyó el hecho que mi añorado padre haya sido un socialista y un allendista de toda la vida, además de masón, tal como Allende.
Prosiga, prosiga, le he interrumpido antes.
Durante la campaña presidencial de 1964, siendo yo un joven de 20 años, trabajé por Allende en la Comuna de San Miguel, el combativo barrio donde residía en aquella época. Entonces yo ya había ingresado a la Brigada de Estudiantes Secundarios Socialistas, del partido de Allende. Al matricularme en 1965 en la Universidad de Chile, comencé a militar en la BUS, la Brigada Universitaria Socialista, que se reunía los días sábados en el viejo local del Partido Socialista, ubicado en el No. 138 de la calle San Martín, en pleno centro de Santiago. Allí tuve la oportunidad de ver muchas veces y de muy cerca a Allende, porque en el segundo piso de aquel edificio se encontraban las oficinas del Comité Central del P.S. Desde que lo vi en persona por primera vez, en mi infancia, Allende ya era la figura máxima de la izquierda chilena, y más tarde, cuando fuera senador y candidato a la presidencia, su voz y su mensaje encontraban resonancias diarias en la prensa y las radios de aquella época. De manera que puedo decir que mi relación con Allende fue muy semejante a la que tuvieron millones de chilenos y chilenas, entonces y después, con quien fuera el líder indiscutido de la izquierda de mi país: la de ser su seguidor, admirador y votante, y en mi caso de haber sido, además, camarada del mismo partido.
¿Y como era Salvador Allende tratado de cerca?
Allende era un hombre tremendamente carismático, muy simpático y con un gran sentido del humor. Había algo socarrón en la manera que trataba a los jóvenes socialistas, que éramos plenamente conscientes ya entonces de su estatura política y moral, por lo que nos inspiraba un gran respeto. En el viejo local del PS, señalado más arriba, conocí a la totalidad de los secretarios generales de esa época: Raúl Ampuero, Salomón Corbalán y Aniceto Rodríguez, todos ellos eximios y experimentados políticos, pero ninguno de ellos me impresionó tanto como Allende.
¿Cuáles son sus principales recuerdos de aquellos años de la Unidad Popular?
En cuanto a los hechos inolvidables de aquella época se encuentra, por cierto, el triunfo de Allende y la Unidad Popular en las elecciones presidenciales de 1970, con su alegrías y esperanzas, pero al mismo tiempo con las incertidumbres y temores que de inmediato fueron provocando las arteras maquinaciones de la derecha, del sector freísta de la Democracia Cristiana y del imperio, dirigido entonces por Richard Nixon y asesorado por Henry Kissinger, con el fin de impedir que Allende pudiera asumir a la presidencia. Entre aquellas maquinaciones se destaca el asesinato del comandante en jefe del ejército, general René Schneider Chereau, uno de los siete generales constitucionalistas que había en el ejército, de un total de 40, que murió por los disparos de ametralladoras suministradas por la CIA, las que ingresaron al país por valija diplomática de la propia embajada norteamericana, según lo revelaron los documentos secretos que serían desclasificados muchos años después.
¡Y Herr Kissinger fue Premio Nobel de la Paz pocos años después!
Eso demuestra que vivimos en un «mundo al revés», para usar una expresión del filosofo alemán Hegel, lo que ha vuelto a confirmarse recientemente cuando se le concedió el mismo premio a Barack Obama, que ha sido el presidente gringo más guerrerista del presente siglo.
Le he vuelto a interrumpir cuando hablaba de los años de la Unidad Popular.
Recuerdo que bajo Allende vivíamos en constantes marchas, manifestaciones y acciones de apoyo a su Gobierno, el que si bien contaba con un creciente respaldo popular, fue permanentemente combatido y asediado por las fuerzas reaccionarias internas, generosamente financiadas por la CIA, y el boicot a la economía chilena por parte del Gobierno de Richard Nixon.
Pero lo que quedó marcado a fuego en mi memoria fueron los acontecimientos del día del golpe. Esa mañana me encontraba impartiendo clases de filosofía en el liceo experimental Darío E. Salas de la capital, el mismo en el que pocos años antes había realizado mis estudios secundarios, cuando de pronto llama a la puerta de la sala un empleado de servicio, a quien yo identificaba como socialista. Se acerca a mi mesa escritorio y en voz baja me dice que en esos mismos momentos se encontraba en marcha un golpe de Estado militar contra el Gobierno popular, que la dirección del colegio había suspendido las clases y que los alumnos debían retirarse de inmediato a sus casas. Pongo al tanto a los alumnos de la orden e información recibidas y mientras van abandonando la sala escribo en el libro de clases, sin pensar ni por un segundo en sus posibles consecuencias, la frase siguiente: «Se suspenden las clases por asonada fascista». Por cierto que no me sorprendió la noticia de un alzamiento militar, porque desde hacía ya varias semanas toda persona medianamente bien informada podía anticipar que el golpe era inminente. Incluso unos cuantos días antes un buen número de alumnos y profesores de izquierda nos habíamos quedado toda la noche «cuidando» el local del liceo, con la creencia ingenua de que un grupo de jóvenes y adultos desarmados podríamos defendernos del ataque de grupos fascistas armados o de los propios soldados golpistas.
Tomo mi libro de clases y me dirijo a la sala de profesores, a la que ingreso justo en el momento en que el presidente Allende pronunciaba, desde La Moneda, una de sus alocuciones radiales, probablemente la cuarta, iniciada a las 9:03, que era escuchada con profunda atención por mis colegas, quienes, de pie y con rostros acongojados, se agrupaban en torno a una pequeña radio portátil: «En este instante pasan los aviones. Es posible que nos acribillen. Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, que en esta país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen…» «Este es un momento duro y difícil; es posible que nos aplasten. Pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor. Pagaré con mi vida la defensa de los principios que son caros a esta patria. Caerá un baldón sobre aquellos que han vulnerado sus compromisos, faltando a su palabra».
Al mediodía, ya en nuestra casa del barrio Ñuñoa, junto con mi mujer y mis padres y a pesar de la gran distancia que nos separaba de La Moneda pudimos escuchar claramente el estruendo de cada una de las pasadas a baja altura de los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea, así como las explosiones provocadas por los rockets al explotar sobre los muros, ventanas y techos de La Moneda. Aquel bombardeo marcaría un brusco cambio en nuestras vidas y en las de nuestros amigos y compatriotas de izquierda, así como en la de todos los chilenos, porque con él se iniciaron 17 años de la más brutal dictadura que ha conocido mi país. Tres años después mis dos hermanas y yo habíamos tenido que abandonar Chile.
No quiero omitir un detalle que aún recuerdo con orgullo y admiración.
Por favor, por favor, es muy emocionante todo lo que nos está contando.
Aquella tarde, en uno de sus bandos transmitidos por radio y televisión, los golpistas ordenaron que todo el mundo debía poner en el frontis de sus casas la bandera patria, como un modo de celebrar «la liberación de Chile de las garras del comunismo marxista». En el barrio todo el mundo colgó sus banderas menos nosotros, porque mi padre se negó a hacerlo a pesar de eso que pudo habernos traído las más terribles consecuencias.
Por fortuna la anotación aquella que dejé estampada la mañana del 11 de septiembre en el libro de clases no tuvo ninguna consecuencia negativa para mí, porque un colega, cuyo nombre nunca llegué a saber, leyó aquella frase y tuvo la buena idea de arrancar la hoja entera de aquel libro y luego destruirla. Con lo que, por cierto, me salvó la vida, porque de los colegas de aquel liceo el profesor de música «desapareció» y algunos otros debieron pasar largos meses en los campos de concentración de la dictadura.
¿Qué conquistas obreras, sociales, permanecen, en su opinión, de aquel intento de asaltar los cielos?
H.B. En realidad son muy pocas las conquistas que permanecen de la época de Allende. La más importante de todas, la nacionalización del cobre, fue revertida solo en un 10% bajo la dictadura, pero fueron los gobiernos de la Concertación que gobernaron después los que se encargarán de volver a desnacionalizar el cobre en gran escala, hasta el extremo de que hoy apenas un 30% de su propiedad efectiva pertenece a Codelco, la empresa estatal. El grueso del cobre, cerca de un 70%, fue entregado por aquella coalición política, supuestamente de «centroizquierda», a empresas explotadoras extranjeras, en su mayoría norteamericanas.
¿Supuestamente de centroizquierda significa en absoluto de centroizquierda?
Exactamente, porque la Concertación, hoy denominada «Nueva Mayoría», es en realidad una coalición de centroderecha que traicionó los valores y el legado de Allende y se encaramó hace ya mucho tiempo al carro político, económico y social del neoliberalismo, dejado en herencia por la dictadura pinochetista y sus aliados civíles.
¿Ha quedado memoria de todo aquello en el pueblo, en la ciudadanía chilena? ¿Allende es respetado en la memoria, en la historia del pueblo chileno? Aquí en España, un presidente como Juan Negrín apenas es recordado.
H.B. Por cierto, el recuerdo que ha dejado Allende en el corazón y en la memoria del pueblo chileno es profundo e indeleble y a veces sale a la superficie cuando y donde menos se lo espera. No hay hoy en Chile manifestaciones estudiantiles, sindicales, de pobladores, de ecologistas o de organizaciones políticas de izquierda, donde no aparezcan los retratos del presidente Allende. Y a pesar de que durante 17 largos años de dictadura militar (1973-2009), el presidente y su Gobierno fueron sistemáticamente demonizados, desprestigiados y vilipendiados (incluso en los textos de Historia de los tres niveles del sistema educacional) por quienes derrocaron por medio de la fuerza bruta su Gobierno constitucional y legítimo, el año 2008 Allende fue elegido por votación pública como «el chileno más importante de nuestra historia», en un programa producido y emitido por el canal de la Televisión Nacional de Chile, en conmemoración del Bicentenario de la Independencia de mi país.
En más de un centenar de ciudades del mundo existen, plazas, avenidas, calles, centros culturales y deportivos, hospitales, escuelas, e incluso pueblos, que llevan el nombre del presidente Allende, así como miles de monolitos y monumentos recordatorios de su obra y figura.
Barcelona es una de esas ciudades de las que habla.
Por cierto, en la mayoría de los casos la instalación de estos monumentos ha sido iniciativa de los exiliados y emigrantes chilenos que se vieron forzados a abandonar el país, en un número cercano al millón de personas, para escapar de la persecución, las torturas y los asesinatos perpetrados por agentes de la policía secreta de Pinochet o por personal de las distintas ramas de las fuerzas armadas chilenas. Con el advenimiento de la democracia tutelada posdictatorial, se han erigido un cierto número de monumentos en honor y recuerdo de Allende, pero lo más importante, porque ha sido producto de la iniciativa popular, es que hoy en las distintas ciudades y pueblos de la extensa geografía de Chile se ha puesto el nombre del presidente a importantes calles y avenidas, lo que tuve el agrado de confirmar personalmente en mi último viaje a Chile en diciembre del año pasado.
Y la derecha, ¿qué dice ahora de Allende? ¿Sigue diciendo que el era un comunista-socialista al servicio de Moscú?
La derecha chilena no dejará nunca de odiar a Allende, porque representa aquello que ella teme por sobre todas las cosas: la posibilidad inminente de perder el poder político y sus privilegios de clase. Como el anticomunismo es la mejor defensa ideológica que se ha inventado para descalificar cualquier intento de transformación de las estructuras sociales, económicas y políticas que hacen posible dichos privilegios, la derecha seguirá repitiendo en contra de Allende su vieja y gastada cantinela, así como contra cualquier otro líder revolucionario chileno como él que llegue a surgir en el futuro.
Sigo en breve.
Cuando quiera.
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