Creo haber leído hace unos cuantos años «El poeta parroquial», este capítulo que Arlt, con un acertado criterio estructural del relato, dejó afuera de El juguete rabioso. La mitología literaria refiere que fue su amigo Ricardo Güiraldes quien le recomendó sustituir el título de su novela La vida puerca por El juguete rabioso. Que descartara […]
Creo haber leído hace unos cuantos años «El poeta parroquial», este capítulo que Arlt, con un acertado criterio estructural del relato, dejó afuera de El juguete rabioso. La mitología literaria refiere que fue su amigo Ricardo Güiraldes quien le recomendó sustituir el título de su novela La vida puerca por El juguete rabioso. Que descartara «El poeta parroquial» como parte del libro -puede conjeturarse- sería atribuible también a otra sagaz sugerencia de Güiraldes. Un dato histórico: ambos, Arlt y Güiraldes, publicaron en el mismo año, 1926, sus dos primeras novelas, dos referentes claves en materia de iniciación: El juguete rabioso y Don Segundo Sombra.
Cuando leí por primera vez «El poeta parroquial» experimenté la misma turbación que cuando tuve en mi poder las fotocopias del registro de invención de sus medias de goma. Una mezcla de tristeza y ternura. Si se piensa la redacción de este documento como pieza literaria, ahí ya está todo, todo lo que significan, complementarias para Arlt, la invención y la literatura: estrategias de enriquecimiento, lo que se comprueba en diferentes declaraciones del escritor. El registro de invención está escrito a la apurada, con faltas de ortografía, despropósitos gramaticales, todo eso que a Arlt se le recriminaba segregándolo de una concepción literaria de gente bien (el grupo Sur, el elitismo por antonomasia). A tener en cuenta: aunque Arlt pudiera tener en superficie afinidades con el tremendismo de Boedo, supo siempre moverse, inclasificable, con astucia, entre los beligerantes de Boedo y Florida. (Un ejemplo: su amistad con el estanciero Güiraldes.) Su lógica de la literatura no está lejos del afán (volveré sobre este término: afán) de hacerse de fortuna y de prestigio, lograr un status que habilite tanto la venganza del humillado como la utopía. Al leer «El poeta parroquial» esa primera vez, creo -lo pienso ahora-, percibí su fascinación por la «letra impresa», el poder, lo que Arlt imaginaba como poder, y también reparé en su humillación a través de una incumplida ambición poética. Porque la poesía, para Arlt, como el escribir bien, emanaba un aura de refinamiento, lo que era sólo posible poseer mediante una comodidad económica. Arlt no carecía ni de genio ni de inventiva, pero sí de dinero. Y para escribir poesía había que tenerlo. Los personajes arltianos trabajan para comer y comen para trabajar. A Arlt lo irritaba escribir para vivir y vivir de lo que escribía. El dinero como mala palabra, rezongaba.
Los dos muchachos literatos que van a visitar al poeta parroquial destilan la codicia naïve de un rango que puede concederles la poesía, emerger de la mishiadura y el anonimato. La visita cumple una función: ver cómo se logra esa famita que da salir en revistas como Caras y Caretas y El Hogar. Al lector desprevenido, que no entró todavía en el retorcimiento de la traición, el tormento de la culpa, dos condiciones que definen El juguete rabioso, la lectura de «El poeta parroquial» puede resultarle no sólo un borrador, un flojo texto de aprendizaje literario, sino también una señal de presunción. Y habría que ver lo que esto, la formación literaria, significa en el caso Arlt. Presunción, entonces, otro rasgo de este capítulo que Arlt dejó afuera de la novela de iniciación más estremecedora de la literatura argentina porque, de lejos, El juguete rabioso le saca varios cuerpos a Don Segundo Sombra, la gauchesca taoísta.
Lo que puede interesar de «El poeta parroquial» en el nivel de la genética literaria es cómo ofrece la oportunidad de desarticular una inocencia y humildad que suenan fingidas. Arlt, me digo, interpelado ahora, no podría hacerse el distraído de los elementos que ahí, en ese cuento, despliega anticipando las constantes de lo que será su literatura: la fascinación por el arriba. El arribismo, si se quiere. El golpe de Estado más que la revolución. Acá cabría la apertura de una polémica acerca del «revolucionarismo» de Arlt, la relación entre fascismo y astrología (José Amícola escribió un clásico ensayo al respecto), dos inclinaciones que, en nuestro país, tienen antecedentes siniestros y no tan remotos: José López Rega.
El primer capítulo de El juguete rabioso empieza reverenciando la lectura de Chateaubriand, Lamartine y Cherbuliez y concluye con «El Club de los Caballeros de la Medianoche», una bandita de pibes chorros con ínfulas rocambolescas, robando la biblioteca de una escuela. Aquí, hay que advertirlo, se indica tácitamente una ideología de la literatura: no tanto «tomar el cielo por asalto» como «asaltar el poder»: a la aristocracia, y en especial a la literaria, encarnada en la literatura francesa, se accede, desde abajo, sólo a través del afano. En esto, considero, el lenguaje que no es ni inocente ni naïve como los dos muchachos literatos: revela una contigüidad semántica entre afanes y afano. El robo a la biblioteca, hay que consignarlo, es un asalto al Estado en la medida en que ésta no pertenece a una institución privada. También conviene subrayarlo: no se trata de una expropiación sino de una apropiación. Frente a los libros que se seleccionan en el robo, Silvio Astier desprecia Las montañas de oro, del fascista Lugones (que puede venderse por diez pesos), y prefiere una biografía de Baudelaire: no Las flores del mal y sí una biografía de su autor. Irzubeta, el otro chorrito la descalifica: «Una biografía», le dice. «No vale nada.» Pero sí vale para Silvio, y acá la diferencia entre valor y precio. A Silvio pareciera importarle menos la lírica baudelaireana que aquello que puede haber de lírico -léase «romántico»- en su biografía borrascosa, la figura del maldito. El valor, al modo baudelaireano, cotiza, a la larga, más que el precio. A Astier, como más tarde a Erdosain en Los siete locos -y la idea puede hacerse extensiva a todos los héroes arltianos-, no le cabe duda lo dicho: le revienta trabajar para comer y comer para trabajar. Para Astier la cosa va más allá de la injusticia social y supera la noción de igualdad social. Astier, a su modo, es también un elitista: pretende la trascendencia.
Atinada, dije, la autocensura de Arlt al eliminar «El poeta parroquial». No se trata sólo de que reste potencia a esa «vida puerca» que es El juguete rabioso. Es que los indicios, las pistas de la envidia -y al leer envidia debe entenderse resentimiento- están demasiado expuestas. Declamatorias, más bien. En principio, los dos muchachos que visitan al poeta parroquial son demasiado pichis intelectualmente por más que uno trabaje en una biblioteca. Los dos se dejan deslumbrar por la figura de Alejandro Villac. Y acá, por qué no pensar en este significante, el apellido «Villac» como apócope afrancesado de «villano». A la vez, por consonancia francófona, el «ac» pega cerca de Rastignac, el héroe balzaciano que antecede los héroes arltianos en su afán de tomar una ciudad por asalto. Villac lo logró: su retrato ha sido publicado en El Hogar. Y puede darse el lujo del remanso.
En otro orden, «El poeta parroquial» sugiere, desde el vamos, además de parroquia, capilla. Y los dos muchachos van al encuentro entonces de un prestigioso de la capilla literaria. Para recortarse en esa capilla hay que escribir, por ejemplo, sonetos como los del poeta en su libro El collar de terciopelo. Subráyese: oro, en Lugones, y collar en Villac. El soneto, sentencia el poeta parroquial, es «una lira de hebras de oro». Lo alhajado entonces como atributivo de lo poético.
No menos interesante es revisar el territorio donde se ubica la morada del poeta. Alejandro Villac no parece vivir a muchas cuadras de Arsenio Vitri, el ingeniero que será afanado en El juguete rabioso. No sólo sus iniciales coinciden, A. V. y A. V., sino también sus barrios arbolados, sus calles perfumadas, un territorio en el que se advierten los aires de Flores, Floresta y el Parque Avellaneda. De parte del narrador, en tanto, ya se insinúa una traición en la elección de género. Lo suyo, confiesa tímido, no es el verso sino la prosa. Si la poesía es territorio de emociones sublimes y de sensibilidades delicadas, la prosa -Arlt, su popularidad como cronista, proviene del periodismo, una escritura subvalorada- tiene un carácter utilitario, ligado a la subsistencia y la plusvalía. Casi imperceptible, la traición se advierte en la vergüenza que pareciera sentir el literato incipiente al admitir que escribe prosa. En algún sentido también, lo soterrado de la visita al poeta tiene un aire de escruche. Como sugerí, han venido a campanear cómo se llega. El Arlt de este capítulo se deschava más embelesado por el gusto aristocratizante, la poesía, que por el realismo expresionista que definirá su narrativa. No es casual entonces que contara entre sus favoritos los Cuentos para una inglesa desesperada. Y acá, en este título del pretencioso metafísico Mallea, está también todo, todo lo que a Arlt, el muchacho que peregrina hacia la casa del poeta parroquial, le representa una idea de belleza: una inglesa desesperada es más exquisita que una mantenida o una renga.
Una digresión y no tanto ahora. Otro dato del período: no estamos lejos de las colaboraciones de Borges para El Hogar ni tampoco de su primer libro de cuentos: Historia universal de la infamia. Subrayemos: «los deleites y afanes de la literatura bandoleresca» que encandilan a Arlt tienen más de una zona de roce con los cuentos de Borges, su admiración por marginales como Billy the Kid. Ambos, El juguete rabioso e Historia universal de la infamia fueron concebidos como literatura popular. Aunque en el caso de Borges el correrse hacia este género es más notorio y provocador porque, proviniendo de una clase más elevada, empieza a desarrollar su libro en el suplemento de aventuras de Crítica. En este punto, habría que recordar que, a diferencia de Borges, Arlt presenta en el diario una escritura menos jerarquizada, más urgente, aunque no menos popular: el aguafuertismo. Pero los dos, a su modo, eligen una traslación de clase: Arlt hacia lo mayor, la novela, y Borges hacia lo menor, el cuento de aventuras. No obstante, en sus respectivos desplazamientos, ambos comparten otra afinidad: el poeta parroquial, al que los dos muchachos le prestan atención, reivindica a Carriego, a quien Borges dedicará uno de sus ensayos juveniles. A Borges y Arlt los une además un común desdén: la literatura gauchesca. Aquella literatura que Borges repudiaba por su apelación al facilismo folklórico, en «El poeta parroquial» Arlt lo deposita en un tal Usandivaras, un poeta campero que el vate barrial considera inferior al payador Betinotti. Si bien durante años la crítica se empecinó en plantear antagonismos entre Borges y Arlt como amantes antípodas, al rastrear el monumental Borges de Bioy Casares, en algunos pasajes Bioy permite entrever que la animadversión de Borges hacia Arlt no era tanta. No obstante, durante décadas la polarización de la crítica osciló en sus preferencias entre Arlt y Borges, lo que tuvo su incidencia. Serenados los ríos de tinta que fluyeron al respecto, aunque no pueda hablarse de una reconciliación entre tirios y troyanos, ambos anclados en los ’60 y ’70, el tiempo y el rescate de algunos de sus textos primerizos permiten leer nuestra historia, la literaria y no sólo, de una forma menos maniquea. Borges era más arltiano de lo que un lector desprevenido puede atisbar. La traición, como en Arlt, fue una de sus obsesiones. Y Arlt, por su parte, aunque pudiera aspirar a ser un Flaubert o un Joyce, supo tener una mirada borgeana en su pasión por las literaturas denominadas menores. Me gusta pensar, más allá de la ironía que representa como título, que «El criador de gorilas» es una apuesta que habría sorprendido al lector antiperonista de Stevenson, Melville y Conrad.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-8011-2012-06-17.html