Resulta que ahí están. Son los tipos más ricos, los más corruptos, los que más a gusto pecan contra la fidelidad en la pareja, los que más pecan contra el deber de pagar las deudas (las de Hacienda somos todos en especial), los que más desprecian y escapan del pobre vendiéndose como noticias de la […]
Resulta que ahí están. Son los tipos más ricos, los más corruptos, los que más a gusto pecan contra la fidelidad en la pareja, los que más pecan contra el deber de pagar las deudas (las de Hacienda somos todos en especial), los que más desprecian y escapan del pobre vendiéndose como noticias de la telebasura. Son los que se cagan en dios durante todo el año porque, en el fondo, los muy listos saben que no existe infierno que los ponga en su sitio. Son los mismos que estos días, durante esta semana de ritos de escándalo antropológico, lloriquean de cocodrilo vestidos de costaleros contracturados por media España, cargando por un día unos kilos de madera idolatrada mientras el fisioterapeuta les espera con el bálsamo en su suite del hotel, donde el conserje le dirá con admiración «menuda fe tiene usted, don Pepito, qué manera de sufrir por el bien de la humanidad y qué bien ha salido en las fotos».
Pues yo me reivindico en este Estado laico -de apariencia laica- para convertirme durante estos días de patrañas en el pecador que no he sido, comparado con ellos, el resto del año. La prensa de este Estado, que cuando quiere ser mala lo ejerce a conciencia, se refiere al Gobierno de Irán (*), elegido en las urnas, como el «régimen de los ayatolás» y no se atreve a hacer lo propio para definir España como «el régimen de los obispos», que tienen sometido al Estado español, uno de los que más beneficios económicos concede a la jerarquía de la Iglesia en todo el mundo ‘civilizado’. «Es por verdadero miedo, no por fervor religioso de los políticos, que actúan como secuestrados por el poder religioso ejercido desde los púlpitos», habría de decir una analista extranjero con objetividad, sorprendido de que esos miles de millones públicos se dediquen a adoctrinar a niños en colegios en los que se rinde culto a un tipo ensangrentado y con clavos por el cuerpo que le amarran a una cruz.
Por supuesto, yo no diría nada contra la Iglesia si ella no se beneficiara de mi Estado o si se limitara a vivir sus ritos y costumbres sin obligarme a participar en ellas, que es lo que hace cuando pretende que ese Estado legisle de acuerdo a sus propios preceptos religiosos. Lo más parecido al dios y al Jesucristo que yo pretendí conocer en mi infancia está hoy en la parroquia madrileña de San Carlos Borromeo que tanto molesta al arzobispo Rouco Varela y a la rimbombante, pomposa y afectada dirección de la Iglesia Católica. Es una parroquia madrileña que se empeña en seguir con honradez el ejemplo de atender a los necesitados. Quiénes son hoy, me pregunto, los mercaderes corruptos del cuento bíblico, los Rouco Varela que merecen que les arranquen la piel a golpes por despreciar a los desgraciados que no actúan de costaleros sino que viven y malviven como costaleros crónicos a la fuerza, como los vecinos de esta parroquia de pobres, costaleros de a diario. Sólo coincido con estos mercaderes que dirigen la Iglesia en una cosa: ambos hemos llegado a la certeza de que no existe otro mundo tras la muerte y hay que hacer las cosas importantes en esta vida.
Nota:
(*) Tan propensos a presumir de vanguardia de la civilización y de asumir la igualdad de género, a los europeos se les ha visto el plumero con su ridícula actitud ante la detención de «14 marines y una mujer» (en realidad, 15 marines y punto) y el escándalo porque la militar británica -tan armada y peligrosa como cualquier soldado del planeta- ha sido tratada con la misma deferencia que sus colegas y no ha recibido un mayor gesto de cortesía.