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Una mirada al desafío contemporáneo desde los movimientos sociales

Los estragos de la izquierda liberal

Fuentes: Rebelión

A propósito del nuevo presidente estadounidense, Nancy Fraser escribió un excelente artículo [1] donde sugiere que, si la izquierda liberal no alcanza a comprender que Trump sea el depositario de los anhelos de una parte considerable de la población de su país, tal vez sea porque esos mismos anhelos surgieron en oposición a los esquemas […]

A propósito del nuevo presidente estadounidense, Nancy Fraser escribió un excelente artículo [1] donde sugiere que, si la izquierda liberal no alcanza a comprender que Trump sea el depositario de los anhelos de una parte considerable de la población de su país, tal vez sea porque esos mismos anhelos surgieron en oposición a los esquemas de pensamiento desde los que la izquierda liberal interpreta la realidad. Según Fraser, el «neoliberalismo progresista», que tuvo su impulso institucional a partir de la presidencia de Bill Clinton, supone una alianza entre el capitalismo cognitivo y financiero, por un lado, y los nuevos movimientos sociales, por el otro.

Como resultado de esta alianza, una serie de políticas lesivas para las clases trabajadoras fueron camufladas por la retórica de la diversidad y el empoderamiento de los grupos históricamente discriminados (mujeres, negros, homosexuales, etc.), al tiempo que las leyes que regulaban los desmanes del capital fueron suprimidas [2] con la aquiescencia, o si más no indiferencia, de aquellos sectores urbanitas progresistas que se sentían más cercanos al empresariado moderno que a la tradicional clase industrial. Habiendo olvidado la «crítica estructural de la sociedad capitalista», la izquierda modernilla se abonó al relato que relacionaba la apuesta por la globalización a una supuesta superioridad moral y cultural de la que carecían los trabajadores poco cualificados perjudicados por la apertura de mercados. 

La situación que plantea Fraser para el caso estadounidense resulta extrapolable al escenario europeo, donde los nuevos movimientos sociales no aciertan a interpretar el malestar de las capas populares y sus demandas de protección social. Aunque parte de las demandas de los movimientos sociales de la nueva izquierda hayan sido adoptadas por formaciones políticas cómplices con la actual tentativa por desmantelar el Estado del bienestar [3], ni mucho menos es mi intención afirmar que la totalidad de sus programas haya sido fagocitada por las estructuras de poder. Antes bien, aquello que pretendo es indicar el desprecio de la izquierda biempensante de sesgo liberal por aquellos cuyas preocupaciones no se han desprendido del ámbito laboral para asumir la politización de aspectos personales o inmateriales.

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Sólo si se reconoce la dificultad de los nuevos movimientos sociales por relacionarse con la integridad de la sociedad superando su ámbito de acción particular se podrá intuir su propensión a negar cualquier sujeto político asentado sobre su posición en la estructura económica de la sociedad. Pero por más atractiva que sea la afirmación de la desaparición de la clase obrera, esta idea tropieza consigo misma tan pronto como se la señala -a la clase obrera- responsable de ciertos «desaciertos democráticos» entre los que se haya el Brexit o la elección de Trump. Desde ese momento, los asalariados de los barrios periféricos y los sectores medios empobrecidos son considerados paletos, rancios y atrasados. Se les acusa de no saber adaptarse a los nuevos tiempos, de su poca disposición para innovar, de ser reacios a las oportunidades de la globalización y contrarios a sus efectos. 

Por difícil que sea de probar, la hipótesis presentada pasa por considerar que los sectores urbanos profesionales, base social de los nuevos movimientos sociales, suelen percibir la clase obrera como un residuo del pasado: anclados a reivindicaciones económicas, los trabajadores manuales serían incapaces de preocuparse por aspectos relativos a la reproducción biológica y social (medio ambiente, aborto inducido, orientación sexual, etc.), al tiempo que su naturaleza plebeya resultaría portadora de rasgos machistas y racistas, así como de otros atributos vulgares, incomprensibles para los educados profesionales con gafas de pasta. Consideración ésta que, dicho sea de paso, nos empuja a advertir que la censura a la incorrección política, fundada sobre valores morales que garantizan la convivencia dentro del marco social existente, prácticamente haya devenido un monopolio de la izquierda, mientras que el discurso transgresor se haya desplazado hacia posiciones situadas a la derecha del espectro político [4].

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Así como resulta obvio suponer, el rechazo de las capas populares a la izquierda liberal sería la contraparte del menosprecio de ésta a las capas populares. Por lo que, aun cuando sea inestable, deberemos aceptar la posibilidad de esbozar una secuencia lógica según la cual -dada su extracción social- las élites políticas y económicas son asimiladas como profesionales urbanos, suscitando sobre éstos un rechazo que finalmente se desplaza hacia las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales. De ahí que el establishment burocrático, a quien se acusaría de destinar unos recursos económicos supuestamente escasos a subsidios para inmigrantes o a campañas para el reconocimiento de la diversidad sexual, sería respaldado por aquellos profesionales de cultura refinada y ademanes cosmopolitas que, denunciando el deshielo del ártico o el sexismo de los spots televisivos, ocultarían las miserias económicas que sufren las gentes corrientes en su experiencia vital ordinaria.

Aquello que se quiere decir es que, al renunciar al conflicto de clase en pos de la acentuación de los aspectos culturales, los nuevos movimientos sociales representarían, a criterio de los trabajadores de menor formación, algo así como un barniz multicolor con que acicalar la imagen del poder. Semejante percepción abona el terreo político donde las fuerzas conservadoras se sitúan en una posición de avanzada para disputar el sentido común de las gentes entre las que la extensión del carril para bicis o el deber ético de acoger refugiados no está entre sus problemas principales. A la postre, la adhesión popular a planteamientos reaccionarios evidencia el malestar de aquellos a quienes los cambios productivos los arrojan al desempleo y los cambios culturales les quitan la posibilidad de comprender su situación. Bien sabemos que de aquello de lo que no se ocupa la izquierda se apropia la derecha [5].

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Precisamente porque un movimiento social es un actor colectivo que interviene en el medio social, político y cultural para suscitar un cambio en el mismo, deberemos admitir que la pugna por amarrar la realidad social, política y cultural en una situación de amplia inestabilidad convierte a ciertos fenómenos sociopolíticos en movimientos sociales. Ante lo cual, no podemos sino aceptar que en los movimientos reaccionarios -a los que en adelante daremos el apelativo de etnonacionales- se hallaría una aspiración de transformación social apoyada en la detención del movimiento constante y autopropulsado en que el capitalismo desbocado sitúa a la sociedad. 

Otra cosa distinta será saber la densidad de la trama social organizada que se haya detrás de estas expresiones etnonacionales. Pero lo que parece claro es que debemos interpretar la incipiente reaparición de este fenómeno sociopolítico, cuyas resonancias remiten al periodo de entreguerras, a partir de las incertidumbres e inseguridades relativas a la aceleración de la contrarrevolución neoliberal [6]. Por lo que quizá no sea precipitado afirmar que aquellas gentes que decentemente buscan conservar las formas socioculturales y las estructuras institucionales que han sostenido la vida humana antes de la acometida neoliberal acentuada con la crisis económica actual resbalarían, ante la victoria de la derecha por ausencia de una izquierda rival, sobre las fascinaciones reaccionarias que propugnan retrotraer la sociedad a un pasado legendario de orgánica convivencia y pureza nacional. Pero deberemos reprimir nuestro impulso por reprobar las fuerzas políticas que han sabido canalizar los anhelos de certezas y seguridad para observar con mayor detenimiento su manera de funcionar.

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Los movimientos etnonacionales contemporáneos poco se expresan mediante la lucha social organizada a pie de calle, pues suelen servirse de los resortes institucionales por medio de agentes de intermediación política: los partidos políticos -usualmente denominados- populistas o euroescépticos, en cuya agenda política se sitúa el intervencionismo estatal y el proteccionismo económico. Si bien la mayor parte de estos partidos políticos no son nuevos [7], no ha sido sino a partir de la crisis financiera de 2008 que ha aumentado su caudal electoral al presentarse como mecanismos de transmisión a las esferas decisorias de las reivindicaciones de ciertos sectores de la sociedad civil: desde estratos subalternos hasta clases medias depauperadas que encuentran en el retorno al estado-nación una defensa inmunológica ante la precariedad y el desarraigo ocasionado por la descomposición del modelo social europeo. 

Aunque comparten algunos aspectos de similitud con los movimientos de la izquierda remozada -como una postura reactiva a la gestión no democrática de las élites tecnocráticas-, las organizaciones nacionalistas propugnan un repliegue de la sociedad hacia formas comunitarias basadas en una identidad solidificada. De igual manera, los movimientos etnonacionales se desmarcan de los movimientos sociales fraguados al calor del sesenta y ocho al considerar que sus demandas participan del cosmopolitismo liberal que, por una parte, desatiende las capas populares de la nación y, por otra, contribuye a fragmentar la unidad social cohesionada alrededor de valores comunes. Asimismo, al plantear una concepción restringida de la soberanía nacional a partir de planteamientos conservadores y xenófobos, observamos un sentir colectivo cuyos recursos y energías procuran la consecución de un cambio social ausente de acepción emancipadora.

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Aunque triste sea admitirlo, necio es no advertirlo: por una parte, los movimientos de la nueva izquierda parecieran ofrecer consideración ética en lugar de derechos políticos; por la otra, la derecha populista dice responder a las demandas de protección social, al tiempo que ofrece coordenadas de sentido con las que guiarse por un mundo falto de horizontes de referencia. Así las cosas, el hedonismo multicultural celebrado por la izquierda liberal contribuye a consolidar la subsunción de cualquier aspecto vital al dominio del capital por medio de las inagotables aspiraciones de consumo asociadas a las identidades narcisistas y a la mercantilización de los estilos de vida. Por más disparatado que resulte, de ello se desprende que sean posiciones derechistas las que se arroguen las actuales formas de insumisión a un neoliberalismo que asume como propias sensibilidades progresistas. 

Sobre la base de lo expuesto se comprendería que los sectores más vulnerables de la sociedad hayan sido atraídos por discursos que, aun careciendo de proyección utópica, apelan a identidades sólidas, proveen valores comunitarios y afirman representar una alternativa al orden neoliberal. Sin duda, la izquierda real tiene una ardua tarea por realizar, y ésta pasa por movilizar a aquellos a los que se quiso olvidar.

Notas

[1] http://www.sinpermiso.info/textos/el-final-del-neoliberalismo-progresista

[2] Aunque Fraser no lo menciona, puede que la revocación de la Ley Glass-Steagall en 1999 sea la medida que más haya contribuido a gestar la crisis financiera de 2007-2008.

[3] Podríamos plantear que la transferencia de soberanía a instancias supranacionales donde los poderes oligárquicos campan a sus anchas no ha sido exenta de una narrativa multiculturalista que apelaba a la integración legislativa y cultural.

[4] De modo que, por ejemplo, la controversia suscitada por el autobús de Hazte Oír ha originado un debate no menos polémico que señala los límites de la libertad de expresión.

[5] Resulta cuanto menos preocupante que la derecha populista tome la posta de la crítica a ciertas alianzas militares (OTAN) y acuerdos comerciales (TLC’s) que tradicionalmente ha abanderado la izquierda.

[6] U no se ve tentado a aducir motivos similares para explicar que el Front National sea la fuerza política con mayor apoyo entre los obreros franceses. Ver: http://www.bez.es/235682488/Bajo-los-adoquines-Le-Pen.html#posicion_2

[7] El FPÖ austriaco (1956), el FN francés (1972), el SD sueco (1988), el UKIP británico (1993), el PVV neerlandés (2006) y el AfD alemán (2013) serían, así como los neonazis griegos de Amanecer Dorado (1985), los más relevantes.

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