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Los herederos de Gramsci, Black Mirror y Operación Triunfo

Fuentes: El salto

La izquierda se encuentra luchando contra viejos fantasmas dentro de los límites culturales que los nuevos monstruos, mucho más poderosos y peligrosos que los de antaño, establecen como sentido común de época.

 

Una imagen de un capítulo de la serie ‘Black Mirror’.

Uno tiene la sensación de que las a sí mismas llamadas «fuerzas progresistas» se parecen más al Don Quijote dibujado por Cervantes, en medio de una lucha eterna contra molinos de viento imaginarios, que a una fuerza política con verdaderas intenciones de llevar a cabo una transformación social radical.

El galimatías estratégico que recorre a una formación incapaz de resignificar a su enemigo e impugnar el orden establecido ha dado lugar a una figura paródica de la socialdemocracia, pero cada día más cómplice con la cancelación de las condiciones que posibilitan el cambio en la vida de la población. Su consciencia teórica y política parece deformada por ese material líquido (digital) que ha revolucionado la estructura económica.

Esteban Hernández lo ha llamado «la crisis de la izquierda«, pero es como si estuviera inmersa ella misma en ese interregno gramsciano sobre el que a menudo teorizan, aquel en el que un mundo no termina de morir y otro no acaba de nacer.

Su relación ideológica con el antiguo podría ser definida claramente como la de camaradas melancólicos que, esperando una nueva ventana de oportunidad, cantan disimuladamente la internacional con más optimismo que corazón revolucionario; respecto al que ya está aquí, no existe siquiera una determinación. Juegan a ser millennials tratando de conectar políticamente y culturalmente con esa generación, a la cual dicen conocer. O, al menos, y aquí está el quid, creen saber dónde opera la lucha: la cultura de masas. Lo señalaba Pablo Iglesias en una entrevista reciente con eldiario.es: «La clave fundamental está en las series, las películas y los programas de entretenimiento, en la producción cultural».

Ha pasado casi un siglo desde que Walter Benjamin escribiera la Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Con aquel manuscrito, el filósofo trataba de entender las tendencias culturales en el desarrollo del arte y del cine bajo las condiciones económicas del temprano siglo XX con el fin de anunciar que los tiempos estaban maduros para hacer posible la abolición de las relaciones de producción.

A día de hoy, sería de recibo preguntarse cuál es el objetivo de los pensadores de la izquierda, sobre todo teniendo en cuenta otra de las afirmaciones de Iglesias en dicha entrevista: «Desde hace un tiempo todo el mundo se ha dado cuenta de que las tendencias culturales de una sociedad es el terreno de juego. Siempre me voy a las series, que es mi terreno: Black Mirror es la prueba de cómo hacer distopías a partir de tendencias actuales». Palabras similares pudieran encontrase en el arquitecto intelectual de Podemos, Iñigo Errejón, que en otras ocasiones ha afirmado su interés por la serie.

Recientemente escribí un breve artículo sobre cómo las empresas de Silicon Valley están revolucionando las relaciones de producción, es decir, la base económica de la sociedad. Para este análisis nos interesa que, mediante el dogma conectividad, el ocio digital ha sido transformado en trabajo productivo que cedemos gratuitamente a las grandes corporaciones como Facebook o Google. Hasta aquí todo bien, incluso Luis Garicano podría compartir el diagnóstico.

Lo que ocurre es que, de forma subyacente, se está creando un nuevo bloque histórico llamado Silicon Valley que lo mismo altera la configuración del Estado como moderniza las relaciones de producción: no solo nuestra vida laboral y nuestro ocio se entremezclan haciéndose indistinguible uno del otro, hablamos de que las plataformas acumulan tantos datos sobre nosotros que incluso se están creando nuevas industrias para hacer caja con la enajenación que vivimos en el trabajo productivo habitual.

Nuestra consciencia es el último objetivo de un sistema capitalista que muestra su rostro más autoritario en los avances de la inteligencia artificial, basada en la extracción sistemática de datos sobre toda la humanidad (una tarea en la que también participa la plataforma Netflix, asociada recientemente con Telefonica, que emite Black Mirror). Este proceso ya está siendo revolucionario, y de ningún modo es una distopía, sino una destrucción creativa del sistema que, en parte, se ha producido debido a las privatizaciones de las infraestructuras de la comunicación y la eliminación de las reglas antimonopolio que llevaron a cabo los políticos neoliberales a finales del siglo pasado.

Pero lo realmente inquietante con respecto a Black Mirror son sus efectos sobre la acción política: más que mostrar un horizonte utópico abierto a la emancipación, nos despolitiza. En definitiva, al final de cada capitulo la audiencia termina pensando que los avances tecnológicos nos superan como generación y como civilización.

Incluso el tono del Apocalipsis, tan propio en Black Mirror, ya forma parte de la caja de sonidos sobre la que se despliega la hegemonía cultural de Silicon Valley. Por eso la serie nos presenta de forma constante la tecnología como algo que surge de la nada, como si las empresas que monopolizan cada instante de nuestra vida no hubiera emergido fruto del desarrollo del histórico capitalismo.

Quizá eso sea lo que aún no entiende Pablo Iglesias, quien ya en su tesis doctoral publicada en 2008 afirmaba que «en estos momentos nos encontramos en una fase post-hegemónica, en la que los Estados Unidos mantendrían su ventaja comercial y financiera así como la militar, pero habrían perdido la ventaja productiva y la político-diplomática».

Digamos que la crisis hegemónica que vive Estados Unidos es bien conocida. También que el enemigo ya no es solo Rusia, sino las compañías digitales de China que, además, compiten en el mercado global respaldadas por un capitalismo de Estado en plena forma. Lo que quizá no sea tan evidente es su esfuerzo por renovar el proyecto económico y su posición imperial sobre el tablero mundial.

Nos ofrece algunas pistas importante sobre ello la teoría del capitalismo digital desarrollada por autores como Daniel Schiller. Tomando prestadas algunas nociones de David Harvey, como la «acumulación por desposesión», sugiere con mucha clarividencia que «la información ha sido un componente principal de la solución espacio-temporal con la que el capital intentó liberarse del último gran episodio de crisis».

Así, más que una fase «post-hegemónica», sería mejor referirse a que en 2018 nos encontramos ante la transición hacia un estadio distinto al capitalismo en el que la propiedad más valiosa del ciudadano, los datos, se concentran en varias compañías con el fin de responder a la contienda que acontece en el contexto geopolítico global. En este sentido, el desarrollo de la inteligencia artificial mediante una carrera para extraer los datos de buena parte de la humanidad se abre como el escenario de la lucha geopolítica.

Pero, como ocurrió a finales de la Segunda Guerra Mundial, precisamente a través del cine estudiado por Benjamin, todo esa abusiva operación de extracción y concentración de nuestros bienes comunes en centros de datos privados requiere de la producción de un cierto sentido común de época que convierta a los sujetos en consumidores automáticos e irracionales que alaban las mieles de la sumisión al sistema, o a sus servicios; en la creación, si quieren, de hegemonías culturales.

La utopía de Silicon Valley solo funcionará sumiéndonos a todos en un nuevo sueño onírico, un narcótico cultural bastante más potente que el del ratón Mickey, con el fin de suplantar descaradamente la realidad: este sistema está llegando a su fin por la explotación de sus recursos naturales e incremento de la desigualdad. Y no es solo que Black Mirror carezca de un rol crítico con dicha sociedad digital, en la que comenzamos a ser dependientes de unas cuantas compañías, sino que integra su crítica dentro del sistema cerrando cualquier horizonte para una verdadera utopia emancipadora.

Todo este contexto nos lleva irremediablemente a otra de las frases pronunciadas por Pablo Iglesias, que en buena medida ilustra la deriva cultural de la izquierda en la llamada economía del conocimiento: «Es mucho más importante OT que el Telediario, son mucho más importantes los programas de entretenimiento y las series que los informativos; creo que de eso ya nos hemos dado cuenta y es bueno». Quizá existan algunas cuestiones que el líder de Podemos haya dejado pasar, como también la mayoría de críticos sociales de la izquierda, principalmente que el éxito del programa tiene mucho que ver con la estrategia en YouTube.

«El público no estaba mirando la televisión, estaba en YouTube… El éxito de OT en las nuevas generaciones tiene que ver con que estén los materiales colgados en esa plataforma, es fácil apropiarse de ellos, es fácil hacer montajes, vídeos, memes… Este público joven ha creado una comunidad de seguidores que no estaba al alcance de la primera edición gracias a YouTube,» explicaba un artículo reciente publicado en El País.

Si existe algo realmente novedoso en esta edición de Operación Triunfo es su dependencia sobre las audiencias creadas en una plataforma que emite vídeos en directo, la cual es propiedad de la empresa más poderosa del planeta. Aquella que ha erigido una «imprenta digital global» para mediar entre las comunicaciones de todos los individuos, da igual si en forma de información o entretenimiento, extrayendo información de cada una de ellos para alimentar después los sistemas de inteligencia artificial que nos harán dependientes de sus servicios, como le comienza a ocurrir a Telecinco.

Además, lo que hemos visto en Operación Triunfo es que la tecnología de la información de Google ha permitido liberar un enorme potencial creativo en una amplio numero de personas, las cuales se han movilizado con el único fin seguir en directo el programa. De un lado, los servicios digitales de Google comienzan a ser parte de la vida diaria de los fans. De otro, con su actividad en la plataforma alimentan el sistema con todo tipo de información y además le enseñan cómo comportarse. Dinámicas similares, cuya identidad tiene un trasfondo político y económico evidente, podemos observar en otros fenómenos culturales de masas claramente vinculados a la izquierda como No te metas en política o La Vida Moderna.

No es solo que la televisión o la radio hayan dejado de ser un mero canal que posibilita la producción cultural, si es que se le puede llamar cultura y no mercancía, sino que depende de una estructura que ha logrado erigirse como la base económica de una sociedad cada vez más inmersa en la digitalización. Esa es la nueva ventaja productiva de Estados Unidos: la capacidad futura de monitor la experiencia de esas audiencias masivas con las que, a diferencia de la llamada «nueva política», ya ha conectado.

Todo ello nos lleva a lo que Alberto Garzón señalaba reciente en una entrevista en Huffington Post: «La izquierda tiene que reaccionar y conectar con los problemas cotidianos [de las clases populares]».

¿No parece evidente que quien lo ha hecho no ha sido la política, sino el mercado mediante la gran industria de la tecnología, que está ofreciendo respuestas a las necesidades de toda una nueva generación? Y eso no va a cambiar simplemente por «modificar la marca de Unidos Podemos» para competir en el mercado de las ideas, como pide la dirección de IU.

Una nota apuntada en los cuadernos de la cárcel de Gramsci señalaba que «crear una nueva cultura no significa únicamente hacer descubrimientos originales; significa también, y especialmente, difundir críticamente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y convertirás por la tanto en bases de acción vitales, en elementos de coordinación y de orden intelectual y moral». El prisionero de Bari también dejo escrito que «la sustancia que cobran las ideas se encuentran en la economía, en la actividad práctica, en los sistemas y las relaciones de producción y de cambio».

Mediante una alianza entre las finanzas y la tecnología, la nueva economía del conocimiento trata de financiarizar cada instante de nuestro día a día con el fin de superar la crisis de acumulación del capital. «Desde el punto de vista del capitalismo digital, la economía del conocimiento puede ser una cosa maravillosa, excepto que hay demasiadas personas improductivas hoy para que esta economía realmente libere todo su potencial y conduzca a una prosperidad sostenible. El hecho de que este sistema emergente sea postcapitalista no significa que no sea neofeudal, con grandes compañías tecnologías en el papel de nuevos señores feudales, controlando casi todos los aspectos de nuestras vidas y estableciendo el marco para el discurso político y social», señalaba Evgeny Morozov en un libro reciente publicado en alemán (algunas de sus ideas aparecerán publicadas en España de forma inminente en un libro que recopila algunos de sus valiosos artículos).

Comienza a ser dantesco escuchar a todas esas voces de izquierda convencidas de que «la lucha de clases ha dejado de ser válida» mientras tiene lugar una lucha de clases delante de sus globos oculares entre quienes tienen la propiedad sobre todo el conocimiento de una sociedad y el resto de nosotros. Y no es que sea necesario un oráculo para verlo. Basta con prestar atención al revolucionamiento de la base económica digital de la sociedad española que están llevando a cabo algunas compañías del Ibex 35 como Telefónica, el BBVAen alianza con Google o el Banco Santander mediante eventos impulsados por El País. Quizá esa sea la nueva casta que no alcanzan a ver quienes siguen obsesionados con la filosofía post-estructuralista de Laclau y Mouffe.

Para diseñar una acción política en el mundo actual no es posible obviar que la coyuntura actual es únicamente entendible desde el meta-relato del desarrollo capitalista. El análisis contrarrevolucionario solo ha convertido el populismo de izquierdas en bullshit digital, más preocupado por tener una opinión para cada polémica creada en las redes sociales que por cambiar las relaciones de producción que ahí se generan. También ha desembocado en pseudo-luchas culturales, como la de linchar a un alcalde del Partido Popular con cuenta anónima en Twitter, mientras dicho partido proponía acabar con el anonimato en internet y vigilar a toda la sociedad estrechando la relación del Gobierno con las empresas proveedoras de infraestructura digital.

Una estrategia de lo más ingenua, como señalamos sobre estas líneas, que ha contribuido a generar una retórica de peligro inminente para allanar el camino a que los dueños del mercado digital se encarguen de garantizar la seguridad del ciudadano en el ciberespacio, en lugar de las leyes. Así parece desprenderse de la reciente iniciativa para digitalizar la Justicia propuesta por el ministro Rafael Catalá con el asesoramiento de un Consejo compuesto por altos cargos de Telefonica, Microsoft y el BBVA.

La izquierda se encuentra luchando contra viejos fantasmas dentro de los límites culturales que los nuevos monstruos, mucho más poderosos y peligrosos que los de antaño, establecen como sentido común de época. En otro tiempo, Lenin les habría llamado «idiotas útiles». El problema es que hoy incluso ese concepto parece anticuado ante la destrucción creativa del sistema, que está dando paso hacia un mundo donde los progresistas posmodernos van a dejar de ser útiles. Como también buena parte de los que no sean capaces de adaptarse a la nueva economía del conocimiento.

La parte positiva es que la izquierda aún mantiene una ventaja estratégica para problematizar estas cuestiones y diseñar soluciones políticas reales. Ello implicaría alejar las infraestructuras tecnológicas de las manos de las grandes corporaciones privadas y promocionar una agenda para que los datos sean un bien esencial, propiedad de los ciudadanos, con el fin de crear servicios organizados de forma más comunal.

Planes que distan mucho de la Agenda Digital del Gobierno español, promocionada recientemente en la Fundación Telefónica mediante un diálogo entre la socióloga Belén Barreiro, autora de un libro sobre el tema que parte de la idea ficticia de que «la crisis ha terminado», y el Secretario de Estado José María Lassalle. Sería más correcto afirmar que el revolucionamiento de las estructuras digitales en España emerge como la única solución que tiene el capital para superar una crisis que desde 2008 parece eterna.

En cualquier lado, las élites pisan y la izquierda no ve ni su huella. Por eso, para intervenir políticamente ya no basta únicamente con la creación de «discursos legitimadores» que «articulen una diversidad de luchas de la clase obrera con el fin de crear voluntades colectivas», sino comenzar a construir sobre un material distinto, como sugería Perry Anderson en una entrevista: «La socialización de los bienes comunes, como pueden ser nuestros datos».

Decía Iglesias que «el humor y la caricatura son un dispositivo de comunicación». Cuando las comunicaciones son la base económica de una sociedad, y estas se encuentran centralizadas de forma jerárquica en unas cuantas compañías, la comedia parece emerger como la última fase de esa figura histórica que fue el capitalismo. La parte negativa es que, ateniéndonos a la estrategia política de la izquierda española, existen pocos visos para ver creer que la humanidad se vaya a separar con alegría de su pasado.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/culturas/herederos-gramsci-black-mirror-operacion-triunfo