Si hay un libro en la literatura latina cuya dimensión humana transmite algo muy cercano a nuestra sensibilidad, ése es sin duda el Satiricón. Todo lo que hay de rebuscado en otras grandes obras de aquel tiempo y su tendencia a una perfección que hoy se nos antoja algo marchita hace que compitan en desventaja […]
Si hay un libro en la literatura latina cuya dimensión humana transmite algo muy cercano a nuestra sensibilidad, ése es sin duda el Satiricón. Todo lo que hay de rebuscado en otras grandes obras de aquel tiempo y su tendencia a una perfección que hoy se nos antoja algo marchita hace que compitan en desventaja con un relato simple y verdadero que dibuja estratos hondos de nuestro ser. Su reconocida «inmoralidad» es sólo la lectura puritana de la profunda libertad que es su principal virtud, libertad jocosa y enamorada plena de pasión por lo más elemental de la vida y desprecio por los rituales vacíos de la riqueza y el poder, inmoderada libertad que hace que su retrato de unos vagabundos del siglo primero se nos aparezca hoy como un espejo que refleja nuestras propias inquietudes.
El Satiricón que ha llegado hasta nosotros es tan sólo un conjunto de fragmentos llenos de alusiones a incidencias que se han perdido. Sin embargo esto no le resta encanto, porque la historia que se nos cuenta parece girar sobre sí misma sin necesidad de un principio o un final. Encolpio y Ascilto son dos jóvenes exgladiadores que se buscan la vida por el sur de la peninsula Itálica, y los vemos divertirse, gozar y sufrir en alternativas impuestas por un destino voluble. Si primero comparten como invitados el banquete del liberto Trimalción, que habría de quedar como la más memorable estampa de «nuevo rico» de la literatura universal, poco después caen en manos de viejos enemigos y se ven involucrados en un naufragio. No obstante, milagrosamente salvados viven después nuevas aventuras. Una densa cortina de tiempo no logra ocultarnos sus rostros. Encolpio y Ascilto son un par de colegas que conocemos bien. Los dos se disputan el amor de Gitón, un mozo de catorce años. Después se les suma en sus correrías Eumolpo, un anciano poeta que vive sólo para tejer sus versos y admirar las adorables criaturas que pueblan el mundo. Cuartila, una cortesana muy en su oficio, es otro personaje esencial en la primera parte. Algunos episodios, sobre todo la cena citada, nos introducen en rituales de la sociedad más refinada. «¿Qué es un pobre?», pregunta en un momento Trimalción. Pero este espectáculo resulta tan extraño para los protagonistas como puede serlo para nosotros, y su asombro, su risa y sus bromas durante el banquete bien pudieran ser los nuestros. El fundamento del libro es sobre todo, dominando cualquier peripecia, una indomable libido y ésta es quizá la fuente de su embrujo. Por debajo de circunstancias mudables, el sexo es la sustancia del Satiricón, y han sido necesarios siglos de cristianismo para que el relato se convierta en una monstruosa acumulación de pecados mortales contra los mandamientos sexto y noveno.
Sexo sin duda, sí, en estado puro y en todas sus variantes, y trasluciendo una mentalidad difícilmente asumible hoy, incluso descontando los efectos del cristianismo, con su pasión por los efebos y su promiscuidad. Pero leyendo vemos también que el autor, más que dejar volar la imaginación, nos acerca a un mundo verdadero de tabernas y lupanares, de posadas humildes y lúgubres callejones, ambientes marginales de la sociedad romana en los que nos perdemos con placer. En aquella época en que la literatura tendía casi siempre a la idealización y el mito, un chorro de cruda realidad como el que nos ofrece el Satiricón resulta inapreciable. En esa elección inevitable entre lo real y lo ideal a que se enfrenta cualquier escritor, el creador del Satiricón responde sin titubeos, y se empeña en presentar un retrato del submundo miserable que coexistía con las grandezas del imperio. Mucho nuestro vemos reflejado en sus páginas, y su libertad queremos que sea también la nuestra. La suprema elegancia del lenguaje es sólo el instrumento para tejer, con caricaturas amables y anécdotas picantes, la sonrisa que pone de manifiesto los falsos pudores y las mentiras fundacionales de una vida social en la que nos reconocemos bastante bien. Libido y realidad así unidas traen una asombrosa liberación cuyo eco no se ha perdido. Como se dice en el libro: «no hay nada más falso que las estúpidas convenciones humanas, ni nada más estúpido que una hipócrita severidad».
El Satiricón nos impone además la evidencia de una historia cíclica. Porque si esos hombres y mujeres somos nosotros y esa época es la nuestra, qué es el tiempo oscuro que sabemos que sucedió a su osada libertad, qué es el fanatismo que descoyuntó su risa, sino nuestro propio, cierto e inevitable destino. Viene esto a sugerir que esos obispos que todavía exhiben sus dogmas y su cadavérico remedo de pensamiento, esos obispos que creímos derrotados un día por las antorchas de la razón, ellos o personajes similares, están llamados a ser los dueños del mañana. ¡Horrorosa profecía! ¿Podrá ese futuro señalado dotarnos del coraje necesario para renovar y fortalecer los argumentos que ahora más que nunca son nuestra única arma?
El autor del Satiricón parece ser que fue el Petronio del que habla Tácito en sus Anales, cónsul y «arbiter elegantiae» entre los íntimos de Nerón, que dedicaba «sus días a dormir y sus noches a las obligaciones y placeres de la vida», el mismo que al perder el favor del príncipe se suicida y comparte sus últimos momentos con sus amigos huyendo de cualquier gravedad, entre «poemas ligeros y fáciles versos». Los estudiosos, tras mucho discutir, han encontrado razones para rendirse a la posibilidad de que este personaje sea el creador de un texto que tan bien lo representa. El carácter incompleto de lo que conservamos de la obra ha provocado también alguna falsificación interesante, como la debida a José Marchena (1768-1821), el ilustrado español que tan destacado papel tuvo en los sucesos revolucionarios de Francia. Éste dio a la luz en 1800 un pretendido fragmento del Satiricón descubierto raspando un palimpsesto en la Abadía de San Galo en Suiza. El texto, perfectamente trabado por él en un latín que engañó a los más doctos de la época, es un compendio de obscenidad y lujuria. Puede leerse en la edición bilingüe de Manuel Díaz y Díaz (Alma Mater, 1990).
El Satiricón es la diversión de un romano liberal y cultivado que se permite dibujar el rostro verdadero del mundo: el deseo soberano que domina nuestra alma y los vanos oropeles de la ostentación que la corroen, hilvanando todo en un relato amable, pleno de humor. Algún emperador debía haber en algún sitio en aquel momento, pero nada se nos dice de él. Contemplamos sólo a una vieja que cocina en un fogón humeante mientras unos jóvenes hacen diabluras. Sólo eso. Los estragos del cristianismo no nos impiden reconocernos al otro lado del tiempo en esos hombres hechizados por Venus.