No saber desenvolverse en la vida no es un signo de genialidad, es tener jeta. Los hombres sabemos a la perfección qué queremos saber hacer y qué no (para no tener que hacerlo).
En su libro de memorias, Luis Buñuel cuenta que en una ocasión fue al cine con Dalí y Gala. El aragonés le pidió al pintor que fuese él a la taquilla. Al cabo de un rato, volvió con las manos vacías. Dalí no sabía comprar entradas, no lo había hecho nunca, no entendía cómo funcionaba. En mi adolescencia me pareció una absoluta genialidad. Crack, bestia, máquina, ¡artista! Solo alguien cuyo reino no es de este mundo puede ser incapaz de comprar una entrada de cine. Ojalá yo también fuese tan inútil como el genio de Figueres.
De pequeño pensaba que uno de los rasgos de la genialidad era ser muy bueno en lo que a la gente se le suele dar mal (la creación, en definitiva) pero, sobre todo, en ser incapaz de hacer eso que cualquiera sabe hacer. Como comprar una entrada de cine, hacer las tareas del hogar más básicas o vestirse por los pies. Cualquiera sabe quitar el polvo de las baldas con un plumero, pero no cualquiera puede pintar La persistencia de la memoria. Imagínate ser tan genial que no eres capaz de desenvolverte en la vida porque en tu cabeza solo hay espacio para abstracciones y ocurrencias.
Hoy lo de Dalí me parece que es tener una jeta descomunal. Como la de Vladímir Nabokov, que presumía de no saber escribir a máquina porque tenía a su mujer para dictarle sus libros. Se ha hablado mucho de la ruptura de Mario Vargas Llosa con su esposa Patricia, pero la gente olvida que cuando ganó el Nobel, lo que el peruano destacó de ella era que «resuelve los problemas, administra la economía, pone en orden el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos: defiende mi tiempo«. Se come los marrones.
Solo con el tiempo me he dado cuenta de que uno no es un genio porque no sepa realizar tareas cotidianas, sino que uno termina convirtiéndose en un genio porque su entorno le ha dispensado de todas esas tareas aburridas, tediosas y arduas. El camino más corto para convertirse en artista es poder permitirse no saber hacer determinadas cosas. Dalí lo era porque Gala no le dijo nunca «hala, majo, esto te lo haces tú que yo ya he tenido suficiente por hoy».
El mejor nombre para esta actitud la daba hace poco la escritora Camilla Läckberg en una entrevista con El País. Son (somos) «hombres selectivamente inútiles». «Un ingeniero de la NASA que no sabe pelar una manzana o poner el lavaplatos no es divertido, es peligroso«, decía la escritora. Detrás de todo ingeniero que no sabe pelar manzanas hay alguien, seguramente una mujer, pelando más manzanas de las que le corresponden.
La realidad es que los hombres no sabemos hacer ciertas cosas, sí, y otras no por mera causalidad, como podría parecer por la en apariencia simpática anécdota de Dalí, sino que tenemos claro qué queremos saber hacer y qué no, para poder desentendernos de ello. No es que seamos malos en lo que para el común de los mortales es pan comido porque seamos especiales, es que nos aburre o cansa o molesta como a todos y hemos elegido cuidadosamente no saber hacerlo. Las gestiones, lo inútil, lo tedioso, lo repetitivo. Lo inútil. Lo que no hacen los genios. Lo que nadie agradece.
Lo sé porque yo también he sido un hombre selectivamente inútil. He aprendido a serlo en la familia, en el colegio, el trabajo, en la pareja, en la amistad. Es lo que tenemos los niños empollones, que pronto se nos empieza a dispensar de tareas mundanas para que podamos desplegar nuestro potencial, hasta que un buen día nos damos cuenta de que somos adultos inútiles que tienen que ponerse a sus casi cuarenta a aprender cosas que cualquier adolescente menos genial sabría hacer. No te encargues de eso, no va a ser que te canses, no vaya a ser que no puedas filosofar, pobrecito, que tienes que crear tú.
Para qué vas a cocinar ese plato que se va a extinguir en cinco minutos en la barriga de la familia si lo puede hacer tu madre. Para qué vas a encargarte de las tareas de producción en ese trabajo en grupo, ya habrá una chica que se encargue de ello. Para qué vas a subir notas de prensa o editar temas si puede haber alguien que lo haga mientras tú te encargas de lo importante, como los reportajes o las columnas como esta que usted está leyendo. Eso sí: luego llega el crack de turno, el artista de la semana, y tras haberse tirado dos meses sin pisar la cocina se hace una paella con toda la pachorra del domingo para que amigos y familiares le aplaudan. Titán, monstruo, genio.
Es el tópico de echar una mano en casa, ese término difuso que suele querer decir «hacer las cuatro cosas que algún día aprendí a hacer y del resto ya se encargará alguien». Generalmente, todo eso que no requiere ningún esfuerzo organizativo, que no ocupa lugar mental. Ejecutar, pero no planificar. Uno cambia una bombilla un día y tiene crédito para dos meses de menú. Un hombre selectivamente inútil acepta unos pequeños marrones, que eso sí, promociona como si hubiese matado a un oso con sus propias manos, para delegar el resto en los demás. En su pareja, en su madre, en sus compañeras.
Los hombres estamos incluso acostumbrados a exhibir esa inutilidad, como si fuese un rasgo de nuestro carácter y no un motivo de vergüenza. Lo hacemos porque en el fondo sabemos que se trata de un símbolo de estatus. Mira todo lo que no sé hacer, he conseguido llegar hasta aquí a pesar de todas mis carencias. Ya tengo a alguien que me lo haga, ¡y gratis! Es el camino más corto que tenemos los mediocres hacia esa aparente genialidad, porque pensamos que nuestras lagunas son excentricidades, que nos hacen especiales. No, no nos hacen especiales. Nos hacen unos jetas.
Fracasar friendo un huevo
Los hombres selectivamente inútiles somos uno de los reductos más evidentes de una forma de educación caduca, pero que aún pervive. No hace tanto que en alguna comida me han pedido que me sentase cuando me levantaba con mi plato vacío en las manos porque los hombres ni lloran ni recogen la mesa. Incluso a mi edad se me seguía sobreprotegiendo. Una especie de regalo envenenado que en realidad no hace ningún favor a alguien, ni a quien se come el marrón, ni a quien se dispensa de esas tareas, que lo convierten en un inútil.
Lo admito. Cocino mal y poco, pero una de las mayores satisfacciones que he obtenido recientemente es cocinar un poco más y un poco mejor. No para invitar a los amigos a comer y recibir una palmadita en la espalda (eso que tanto nos gusta a los hombres), sino para mí mismo, como una cuestión de orgullo. Equivocarme una vez para no tener que fracasar dos veces. Sigo siendo un inútil, pero al menos ya no lo soy de manera tan selectiva.