Traducido para Rebelión por J. M.
Hace dos noches fui a ver la nueva película de Margarethe Von Trotta sobre la gran filósofa e intelectual judía alemana Hannah Arendt. Sin duda valió la pena el precio de la entrada.
Von Trotta centra su relato en la cobertura de Arendt del juicio de Eichmann en Jerusalén, la fuente de su famoso concepto de la banalidad del mal.
La película trata de algo muy importante de lo cual deberíamos estar hablando hoy, pero no ocurre. Es decir, la forma de pensar y reaccionar ante los actos de crueldad y destrucción que nos asustan y perturban enormemente.
Mirando hacia atrás podemos ver que los juicios de Núremberg (1945-1946) y el juicio de Eichmann (1961) representan dos formas muy distintas de enfrentar este asunto.
En Nuremberg, los vencedores de una guerra terrible decidieron que la mejor respuesta a la maldad era reforzar su creencia en el imperio de la ley, y en el sentido más amplio en los principios supuestamente universales de justicia.
El juicio a Eichmann, que comenzó con un secuestro ilegal (o de interpretación, como lo llamaríamos hoy), representa un impulso muy diferente: el deseo del agraviado de localizar, personalizar y al final «tribalizar» el símbolo del mal que esta en medio de nosotros.
Mientras los juicios de Núremberg convocaban al mundo a recordar y castigar, y también a echar una mirada sobre los seres humanos -todos los seres humanos- a la luz de lo que Lincoln llamó «el lado angelical de nuestra naturaleza», el juicio de Eichmann instaba a circunscribir los límites de sufrimiento, por un lado, y la falta de humanidad del otro, haciendo de cada uno, si no exclusiva propiedad de un grupo en particular, ciertamente una clasificación de un grupo particular por encima de todos los demás.
Como todos los espectáculos diseñados principalmente para provocar y avivar reacciones emocionales fuertes, y desde allí aumentar el atractivo de los proyectos nacionalistas, éste utiliza grandes dosis de teatralidad (como tener a Eichmann hablando en una jaula de cristal flanqueado por guardias armados) para lograr su deseado efecto. Las técnicas han sido adoptadas sin problemas por los directores de escena de forma similar, maniquea y simplista como una «guerra contra el terror» actual.
¿El tribunal israelí cree realmente que el desarmado alemán de mediana edad, como los fuertemente «acusados» encadenados y custodiados en los tribunales ilegales de Guantánamo de hoy, representan una amenaza física a cualquier persona del tribunal?
Por supuesto que no.
Sin embargo, con la colocación de la barrera de cristal, una especie de cordón sanitario moral, y flanqueándolo con guardias uniformados, se vio de forma gráfica exactamente lo que querían transmitir: la idea del mal como una especie de virus que provoca epidemias de crueldad en cierta moral defectuosa de grupos nacionales en determinados momentos de la historia
Como universalista, Arendt no pudo aceptar plenamente las premisas fundamentales de la obra moralizadora montada por el Estado que pretende hablar en nombre del grupo de origen étnico. Ella vio en Eichmann a un hombre que, como tantos otros en la era de totalitarismo, simplemente había perdido lo que Harendt consideraba fundamental: el diálogo moral constante consigo mismo.
Ya sabes, alguien como el piloto de un avión no tripulado que está sentado en una consola en la Base Aérea Creech mientras «elimina» o «desecha» a varios seres humanos en el transcurso de un día y luego se va a casa y come comida china recogida de una tienda de comestibles y luego mira los programas deportivos de ESPN.
Para Arendt, el problema de Eichmann no era básicamente entre los judíos y los alemanes, sino de la capacidad de la modernidad mecánica para desafiar los impulsos morales básicos de amplios sectores de la humanidad.
Ella también cometió el «error» que nunca se puede hacer si se quiere mantener un lugar respetable en una colectividad determinada -como se refleja claramente en la ley israelí, que funciona más por las cuestiones de parentesco que por principios de cohesión social y por actuar para enturbiar la distinción entre lo supuestamente siempre justo «intragrupal» y el supuesto siempre mal que existe «extragrupalmente», señalando lo que parece muy cierto: que determinados líderes de la comunidad judía facilitaron la desaparición de su propio pueblo a través de su participación y cooperación activa con Eichmann y los nazis.
En resumen, Hannah tuvo el mal gusto de poner la verdad por encima de la tribu.
Lo que nos lleva a una cuestion interesante.
Como resulta que cada vez está más claro, incluso para los observadores más deliberadamente obstinados, que los EE.UU., lejos de ser una fuerza para el bien en el mundo, como nos dijeron en la escuela, regularmente controla por espionaje a quien quiere y siempre que quiera, tortura, secuestra, chantajea y asesina. ¿Qué le gusta en primer lugar? ¿La verdad o la tribu?
Dependiendo de cómo respondamos individualmente y colectivamente a esa pregunta se recorrerá un largo camino para determinar no sólo qué tipo de vida tendrán nuestros hijos, sino también, posiblemente, el destino del mundo como lo conocemos.
Thomas S. Harrington es profesor del Departamento de Estudios Hispánicos del Trinity College.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/07/05/the-trials-of-hannah-arendt/
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