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Los límites de la violencia internacional

Fuentes: El Nuevo Diario

La guerra ha estado, desde los orígenes, vinculada a las sociedades humanas. Mucho se ha debatido y escrito sobre este tema, aunque destacan dos obras memorables: el Leviatán de Hobbes y La Paz Perpetua de Kant. Para Hobbes, el estado de naturaleza es un estado de guerra de todos contra todos; Kant, siguiendo a Hobbes, […]

La guerra ha estado, desde los orígenes, vinculada a las sociedades humanas. Mucho se ha debatido y escrito sobre este tema, aunque destacan dos obras memorables: el Leviatán de Hobbes y La Paz Perpetua de Kant. Para Hobbes, el estado de naturaleza es un estado de guerra de todos contra todos; Kant, siguiendo a Hobbes, cree que la paz no es natural entre los hombres y que, por tanto, el estado de paz debe ser instaurado. Hobbes abogaba por establecer un poder absoluto; Kant, por crear una»federación de la paz», que buscaría terminar con todas las guerras para siempre. Kant reconocía con no poca dosis de humor que, aunque desde siglos atrás las mentes más señaladas se habían ocupado del tema, «no se ha dado ningún caso de que un Estado haya abandonado sus propósitos a causa de las argumentaciones de tan importantes hombres». Este aserto sigue vigente hoy.

Pero no es propósito entrar en tales honduras, sino apuntar algunos elementos que, dado el nivel de desarrollo alcanzado por la sociedad internacional, permiten sostener que el uso de la fuerza, que ha jugado a lo largo de la historia humana un papel esencial en la formación de Estados e imperios, tiene en este siglo cada vez menos posibilidades de éxito y, en cambio, puede llevar al mundo a situaciones en extremo indeseables. En otras palabras, que la violencia como instrumento para acrecentar el poder de un país carece ya de viabilidad y, por el contrario, acelera su decadencia como potencia.

Los imperios europeos pudieron expandirse a escala mundial porque poseían el monopolio de los sectores estratégicos de poder y fue este monopolio lo que hizo posible que impusieran su dominio sobre la casi totalidad del planeta. Un puñado de países era dueño del desarrollo científico y técnico y, con él, de los instrumentos esenciales del poder: armamentos, medios de transporte y energía. Hasta bien entrado el siglo XX, la producción de armas era -con la excepción de Japón- una cuestión occidental y cristiana. Su uso era un privilegio reservado a los blancos y, salvando las armas de baja calidad fabricadas en países periféricos como Turquía o China, la tecnología militar estaba controlada por europeos. El resto del mundo debía conformarse con adquirirla a elevados precios o a verlas en manos de tropas coloniales. El armamento cristiano decidía las guerras y la posibilidad de acceder a él o de lograr el apoyo de una potencia occidental, podía cambiar el sentido de una guerra. Supremacía militar y colonialismo eran hermanos siameses.

Lo mismo puede decirse del transporte. El monopolio marítimo europeo se remonta al siglo XV, cuando los portugueses iniciaron sus épicas travesías por el mundo. Europeos eran los grandes navegantes y europeos los traficantes de esclavos y los comerciantes. Desde la derrota turca en Lepanto, las grandes flotas del mundo fueron europeas, hasta la irrupción, en el siglo XIX, de EEUU y Japón. En 1938, Europa poseía el 70% del tonelaje mundial, correspondiendo el resto a estos dos países. Tras la II Guerra Mundial, el dominio pasó a EEUU, dueño del 66% de ese tonelaje y que dominaba, con sus barcos, la casi totalidad del comercio mundial. Nada se movía en este mundo sin naves cristianas. De ahí que fueran europeos los que emigraran por decenas de millones a los cinco rincones del planeta y que los habitantes de colonias y semicolonias sólo pudieran viajar como esclavos, carne de cañón para las guerras de sus amos o como sirvientes de los potentados blancos.

Otro tanto ocurría con la producción energética. Hasta la irrupción del petróleo, ésta dependía del carbón y la hulla y los únicos países productores de tecnologías capaces de transformar las materias primas en energía, eran occidentales y cristianos. El petróleo provocó un cambio, pues una vasta cantidad de los yacimientos se encontraban en países periféricos, que se convirtieron prontamente en objeto de codicia y pivote de conflictos. Aun así, Occidente seguía manteniendo el monopolio tecnológico y, con ello, su control.

Ese mundo fue desmantelado después de la II Guerra Mundial. A lo largo de las décadas que siguieron a 1945, la descolonización transformó para siempre la sociedad internacional, al convertir en países soberanos a las antiguas colonias. Aunque el neocolonialismo ha permitido prolongar viejos esquemas de explotación, los pueblos han ido aprendiendo a gobernarse a sí mismos y adquirido dignidad y sentido de su derecho a existir como Estados independientes. Países que eran la joya de los imperios disueltos, como India o China, son hoy potencias mundiales. Grandes productores de petróleo como Irán, Libia o Venezuela, tienen gobiernos celosos de su independencia y soberanía. La vasta mayoría de los pueblos, con la significada excepción de EEUU, expresa aversión a la violencia. Las guerras de conquista están prohibidas y son escasos los pueblos que apoyan a sus gobiernos en esas empresas. Ni siquiera el norteamericano, tan lleno de violencia, acepta las guerras de conquista, razón por la cual sus dirigentes suelen revestirlas de floridos colores, presentándolas como guerras por la libertad, la democracia y la paz.

La transformación de la sociedad internacional es aun más significativa en cuanto a factores de poder. La fabricación de armas se ha generalizado y aunque Occidente, sobre todo EEUU, mantiene una clara supremacía tecnológica, la capacidad militar de un grupo señalado de Estados relativiza tal supremacía. Siete países más poseen el arma atómica y otros dos -Irán y Corea del Norte- están a un paso de poseerla. La fabricación de armas ligeras y medias se ha extendido por todo el mundo, de forma que no es posible impedir su circulación legal e ilegal. La abundancia de fabricantes permite que países y grupos de lo más heterogéneo puedan acceder a ellas e incluso fabricarlas en casa, como los explosivos.

Sucede igual con el transporte. Es normal hoy que cada Estado posea su propia línea aérea y su flota mercante, de forma que el tráfico mundial de personas no sólo ha dejado de ser una cuestión de occidentales, sino que los mayores volúmenes se mueven en Asia. La multiplicación de medios de transporte facilita la movilidad de personas y es una de las causas de la explosión migratoria y de la proliferación de mafias que trafican con personas y con casi cualquier cosa que tenga demanda en los mercados, de trata de blancas y drogas al tráfico de especies protegidas de plantas y animales. La interrelación del mundo es tal que no es posible ponerle freno a estos tráficos sin una ineludible cooperación interestatal.

Frente a la realidad de un mundo plural y complejo, la humanidad enfrenta otra, contenida en EEUU, la mayor potencia militar del mundo, pero con un peso económico en un lento pero claro declive. EEUU es un país lleno de singularidades. Una de las mayores es que, dentro de él, coexisten un desarrollo económico y científico-técnico de primer orden con una sociedad anacrónica en lo religioso y atrasada en lo político. En EEUU no existe el pluralismo político, tal y como se conoce en Europa o Latinoamérica, sino que los dos grandes partidos son tan iguales en su ideología y programas que no dudan en ofrecer la candidatura a alguna gran figura si creen que con ella ganarán unas elecciones. El atraso político norteamericano explica la torpeza y la arrogancia con las que, en tantas ocasiones, abordan los problemas mundiales, como se puso de manifiesto en el caso de Iraq.

El peso de la religión es, cuando menos, peculiar. Les ha llevado a dividir el mundo, de forma maniquea y simplista, en buenos y malos, con EEUU como Estado ungido por Dios para salvarnos a todos. El presidente Ronald Reagan anunciaba en sus discursos que el Armagedón, la batalla final entre el Bien y el Mal, estaba cerca y que EEUU estaría al lado de Dios. Bush alardea de que él y sus colaboradores oran antes de las reuniones, en las que decidirán la paz o la guerra contra alguno de los Rogue States, Estados parias o malditos.

Gran parte de esas singularidades se explican porque EEUU es, de facto, un Estado-isla, alejado geográficamente de los grandes escenarios de conflicto. Su modelo de poder exterior ha sido, desde el siglo XIX, Gran Bretaña, de cuyo poder naval e ideas geopolíticas sigue siendo tributario. Así fue que heredó, después de la II Guerra Mundial, buena parte de la red de bases militares que sostenía el derrumbado imperio colonial. La idea, tan reiterada en EEUU, de siglos «americanos» (el XX fue el primero, el XXI debe ser el segundo), es la adaptación norteamericana de lo que fue la hegemonía mundial inglesa en el siglo XIX, sin rival hasta principios del XX. La autodestrucción de la URSS dejó expedito el camino para que EEUU emergiera de la Guerra Fría como única superpotencia, en una situación similar, mutatis mutandis, a la que gozó Gran Bretaña tras la derrota de la Francia napoleónica.

La derecha norteamericana no parece entender que el mundo del siglo XXI nada tiene que ver con el del XIX y que la época de las conquistas imperiales es página cerrada de la Historia. La supremacía militar de EEUU permite invadir países y derrocar gobiernos, al precio de destruir al invadido y de expandir la violencia y el caos. Pero no se aceptan ya las matanzas que hacían los británicos en sus colonias ni los pueblos invadidos se ven obligados, como los zulúes en Natal, a combatir con lanzas frente a cañones y fusiles. Por el contrario, vivimos en un mundo de Estados soberanos, saturado de armas de todo tipo, con el poder cada vez más distribuido y con una humanidad consciente de sus derechos y que dispone, para romper los monopolios informativos, de la incontrolable Internet. Más aún, si antes Occidente podía llevar la violencia y el horror a los extremos del mundo sin temer la reacción de sus víctimas, hoy es posible trasladar el horror también a Occidente.

Desde EEUU se quiere imponer un orden sin más reglas que las determinadas por el poder destructivo que posea cada Estado, contando el número de portaaviones, misiles y bombas atómicas. Una visión militarista anacrónica que valía en un mundo de imperios coloniales (y que provocó dos guerras mundiales), pero que no tiene cabida en una sociedad de Estados soberanos. Para imponer ese orden, es preciso construir un escenario de guerras sucesivas, de modo que la pacificación de un país agredido sea sólo un paréntesis para la agresión contra otro. La paz en Yugoslavia preparó la guerra contra Afganistán; la endeble paz en Afganistán, la guerra de conquista contra Iraq. Como avisan expertos en EEUU, la pacificación de Iraq allanaría la guerra contra Irán y, tras Irán, seguiría Siria. No obstante, como recuerda Iraq, los resultados de tal política son desastrosos, pues han aislado a EEUU y debilitado su influencia, además de sumirlo en empresas ruinosas, que han desarticulado Afganistán y hundido Iraq en el mayor de los horrores y a ambos en la anarquía.

Kant diferenciaba entre los Estados que buscaban pactos de paz para terminar una guerra, con la reserva secreta de aprestar nuevas guerras -que es la estrategia de EEUU- y los Estados que procuraban una federación de la paz, que buscaría terminar con todas las guerras para siempre. Si desde EEUU apuestan por un mundo en guerra perpetua, la humanidad, por una lógica de supervivencia, debe hacerlo por el ideal kantiano de un mundo en paz perpetua. No hay alternativa a tal propósito, dada la pavorosa proliferación de armas, incluyendo las atómicas, químicas y bacteriológicas. La lógica norteamericana lleva al armamentismo y la violencia sin fin. La apuesta, entre otros, de la «vieja Europa» y la nueva España, lleva a desactivar tal espiral y a restablecer el Derecho y la sensatez. En un mundo de Estados soberanos densamente relacionados, la elección no ofrece dudas.

* Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]