Cuando en la fría madrugada bogotana regresaba a mi casa de repente en la esquina de la calle 69 con la avenida Caracas fui detenido por un reciclador que empujaba una carreta en la que yacía postrada una mujer. Desesperado el hombre cubierto con plásticos me suplicó que le ayudara porque su compañera estaba a […]
Cuando en la fría madrugada bogotana regresaba a mi casa de repente en la esquina de la calle 69 con la avenida Caracas fui detenido por un reciclador que empujaba una carreta en la que yacía postrada una mujer. Desesperado el hombre cubierto con plásticos me suplicó que le ayudara porque su compañera estaba a punto de dar a luz. La mujer se retorcía por el dolor de las contracciones tirada sobre trozos de cartón y de chatarra y nadie se compadecía de su drama. Necesitaban encontrar con urgencia un hospital para el alumbramiento. Pero ya habían sido rechazados en dos hospitales privados pues para ser admitidos debían demostrar solvencia económica. Y es que millones de colombianos no tienen posibilidad de acceder al sistema de salud aunque sea un derecho constitucional la atención de emergencia. Ellos pertenecen al estrato cero de una sociedad clacista que clasifica al ser humano en castas y ha levantado muros infranqueables que dividen la ciudad en zonas de pobreza y de riqueza.
A estas horas por las calles de la ciudad apenas si pasan carros y los pocos que cruzan por razones de seguridad no se detienen. Además, ¿a quién le va a importar lo que le pase a dos infelices «desechables»? que es como les llaman despectivamente a estos vagabundos. Así que resignados nos aprestamos a atender el parto en la carreta. La mujer seguía pujando y desesperada se mordía los labios del sufrimiento. De repente, se le deformó la cara por el esfuerzo y medio ahogada dio a luz. Su compañero tomó al recién nacido entre sus brazos y con una navaja cortó el cordón umbilical y le hizo un nudo como si se estuviera amarrando los zapatos. Por fortuna el parto fue normal porque de lo contrario no sé lo que hubiera pasado. El bebé después de unos minutos inmóvil se puso a berrear. Era un llanto amargo que anticipaba el cruel destino que le aguardaba.
Según me contaron ellos venían del Bronx, una especie de comuna de indigentes donde comercian el papel, el vidrio, el plástico, el cartón, el alambre o la chatarra que recogen por las calles. A los recicladores no les queda otra que peregrinar sin descanso por la ciudad, son la última tribu nómada que como aves carroñeras revuelven y clasifican la basura en busca del sustento diario. Cualquiera los puede ver por ahí empujando sus carretas, zorras, carros de balineras o simplemente a pie con un costal a cuestas. Esto es algo normal en Colombia donde las clases más humildes tienen muy pocas oportunidades de superar ese estado de postración. De antemano el veredicto los condena por antisociales y su vida vale menos que la de uno de esos perros de pedigrí que los burgueses miman hasta el punto de adoptarlos como uno más de la familia.
Por arte de magia tal y como aparecieron los recicladores se esfumaron en medio de la bruma de la madrugada. En todo caso el estrecho sendero por el que transitan se va cerrando cada día más pues la policía o los grupos de limpieza social los tienen bajo la mira y ni se sabe cuántos ya han desaparecido sin dejar rastro. Mientras regresaba a mi casa no se me podía quitar de la mente el episodio vivido con esos dos personajes del Bronx. ¡El Bronx! seguro que fue bautizado así en honor a ese barrio de New York con fama de ser un guetto violento habitado por negros e inmigrantes latinoamericanos.
Al otro día lleno de curiosidad me dirigí a visitar el Bronx bogotano, ese sector prohibido situado en el barrio los Mártires, en el centro de la ciudad. Evidentemente este no es un lugar turístico y cualquier persona no se va arriesgar a pasar por una zona tan sucia y peligrosa. Al ingresar en sus dominios ya se nota un ambiente enrarecido cargado por un tufo inmundo a ratonera. De inmediato hacen su aparición los «desechables» o los «ñeros», gentes greñudas y malencaradas que harapientas deambulan arrastrando sus pesados sacos de fique o plástico donde cargan sus escasas pertenencias.
Los jardines del parque de los Mártires parecen más un campo de batalla que un lugar de esparcimiento pues por el piso se ven regados un sinfín de escombros humanos. Se les nota exhaustos por el peso de la mala vida, sus rostros embadurnados de hollín y mugre no expresan sino desolación, sus cuerpos castigados por la intemperie buscan un rincón donde guarecerse igual que un toro herido de muerte se recuesta en el burladero esperando la estocada del matador. Siguiendo un camino bien trazado por esos cadáveres insepultos se llega por fin al Bronx donde una pintada nos advierte que «Cristo nos ama». Sobra decir que hay que tener muchas agallas para estar merodeando por esos lares y a uno se le revuelven las tripas al contemplar esas escenas tan dantescas de seres del inframundo degradados hasta límites inimaginables. La procesión de espectros no cesa y con una mueca de amargura vagan sin rumbo fijo; mientras en la acera del frente varios cuerpos momificados en bolsas de basura yacen tiesos como fiambres. En el colmo de la desfachatez una pareja hace el amor retozando en el chiquero sin importarle mi presencia, otros en medio de la traba a carcajada limpia se tira de las mechas, otros gruñe y otros ladran enfurecidos, y los más viciosos preparan la dosis de bazuco o heroína, mientras más allá unos «jíbaros» aspiran frascos de pegante Bóxer en un postrer intento por elevarse a los cielos.
Pero a nadie le debe extrañar que una urbe tan caótica como Bogota encarne tanta perdición y tanto degeneramiento. La pobreza no disminuye sino muy por el contrario se dispara, la crítica situación económica, los desterrados que huyen de la violencia en el campo o la falta de empleo hace que mucha gente en su desesperación se desquicie. Quien fracasa es un candidato más a caer en las garras de la marginalidad. Incluso las galladas de niños o gamines, que ya se creían extintas, vuelven a campear a sus anchas por las calles y avenidas. Ni siquiera los niños se escapan de esta maldición y embrutecidos inhalan el maldito pegante que los conduce al país de las maravillas.
A nadie le gusta meter el dedo en la yaga, destapar las alcantarillas y entrar en el purgatorio. Preferimos voltear la cabeza y hacernos los de la vista gorda ante estas descarnadas visiones de ultratumba. Pero, ¿a alguien le interesa que unos cuantos miles de infelices caigan como moscas? Vivimos en un mundo individualista que le importa un bledo la suerte de esa escoria social que además representa un peligro para el orden y el progreso. ¿Serán difuntos cubiertos con mortajas los que se retuercen y alargan las manos pidiendo una limosna o son tal vez náufragos que suplican que les echen un salvavidas para ganar la otra orilla? Quién sabe. Pero lo cierto es que su grito de auxilio nadie lo escucha pues por acá hasta Dios es sordomudo. Hambreados se disputan con los gozques la comida que se tira a la basura, un hueso, un pedazo de carne o un mendrugo tieso es el manjar más apetecido. Despreciables «pirobos» que todas las noches se entierran a si mismos en ataúdes de cartón y aguardan que la parca maldita se los lleve de una vez por todas para gozar del merecido descanso eterno. Lo más insólito es que hasta en el cementerio central los muertos tienen una existencia más digna y viven rodeados de bosques y jardines floridos.
Y otra vez la brisa trae ese olor hediondo a leonera y una vez más me tapo la nariz para evitar las nauseas Y como si fuera poco revolcándose entre los excrementos aparece un incubo, una cucaracha humana gatea revoltosa olfateando los desperdicios; saca la lengua y lame un masacote de arroz agusanado. Es increíble pero se podría afirmar que estos seres sufren una metamorfosis y las manos se le vuelven garras, las narices picos de rapaces y las bocas fauces de roedores.
Este sector ha sido bautizado popularmente como el Bronx y es el heredero de la calle del Cartucho en donde se refugiaban desde hacía décadas los habitantes de la calle hasta que la policía, por ordenes del Alcalde, los expulsó como quien manda fumigar chinches o exterminar ratas aunque por justicia ya desde la época colonial una cédula real les otorgó el derecho a asilo a los menesterosos y vagabundos. Al demolerse el Cartucho, con el fin de embellecer el centro histórico, se quedaron huérfanos y se fueron desperdigando por otras zonas de la ciudad para alarma de la ciudadanía. Los más rudos ocuparon unas cuadras más abajo las inmediaciones de la iglesia del Voto Nacional, en el barrio de los Mártires, y fundaron el Bronx.
El vivir en la calle en Bogotá es un verdadero heroísmo pues como toda ciudad gigantesca es muy poco acogedora y nada solidaria. Esta ciudad sepulta bajo su gigantesca lápida de asfalto y hormigón a todos aquellos que se declaran en rebeldía. Miles de indigentes malviven en las madrigueras y socavones, en los tubos de desagüe o en las aguas negras de la metrópoli, son hordas que resisten debajo de los puentes o levantan sus cambuches en los lotes baldíos. Cualquiera juzgaría a estas personas, entre las que se cuentan hasta mujeres con sus bebés y ancianos indefensos, como inadaptadas, viciosos drogadictos, locos o rateros que se merecen este castigo, pensaran que no existe ninguna salida pues ellos han elegido libremente su destino y es inútil intentar salvarlos. Pero se equivocan porque el sistema capitalista es el directo responsable de esta situación ya que no admite debilidades y el que no entra en su juego es obligado a lanzarse al abismo.
Claro, no son unos triunfadores, carecen de una tarjeta de crédito, no trabajan ni obedecen las órdenes de un patrón, no aportan nada a la sociedad ni pagan impuestos, ni alquiler, ni recibos de la luz, agua o teléfono, no tienen obligaciones familiares y se dedican a la bohemia. Y lo peor de todo no consumen y al capitalismo lo que le interesa es que hayan buenos consumidores para multiplicar sus ganancias infinitas. Sin sueldo ni oficio conocido ¿qué futuro les espera? Estos zánganos son una carga para la sociedad y tal vez su única utilidad sea cuando ya muertos regalen sus cadáveres a la morgue para que los destripen los estudiantes en las prácticas de anatomía.
Por supuesto que pocos ciudadanos conocen el Bronx bogotano porque nada se les ha perdido por allí donde el lumpen más despreciable se consume a las puertas del infierno. En estas circunstancias la droga es algo imprescindible para apagar el incendio y es obligatoria una buena sobredosis con el fin de aguantar tan penosa existencia. Lo lamentable es que sus principales enemigos son ellos mismos y como ratas se devoran, envenenados buscan un culpable sobre quien desahogarse y ese puede ser su compañero o amigo. Drogados o alcoholizados brota el odio en el fondo de sus almas y sin mediar palabra desenfundan navajas, machetes o pistolas y se enzarzan en duelos que a veces terminan en verdaderas orgías de sangre
Todos lo proclaman: Jesucristo es la única esperanza y no pierden la fe en que un milagro los redima. Sin vacilar creen que Cristo volverá pronto para sacarlos de esa cloaca. Pero lo cierto es que los muertos ya no resucitan con un levántate y anda y ni la madre teresa de Calcuta viene a reconfortar a los moribundos. Apenas de vez en cuando algunos religiosos compadecidos con su suerte les prometen el perdón de sus pecados si abandonan esa vida de perdición. Pero de que sirve arrepentirse si con pañitos de agua tibia nada se resuelve.
Entonces es muy fácil comprender el porqué se genera tanta delincuencia en la ciudad. No sólo el aire o los ríos están contaminados, sino que sus propios habitantes también se pudren en los basureros. La delincuencia es una venganza social, una respuesta ante las injusticias contra las masas empobrecidas que en su desesperación no les queda otra que recurrir a la violencia como el único medio de supervivencia. Desde luego que esta es una declaración de guerra contra una sociedad egoísta y vanidosa que con saña los excluye y desprecia. La lucha de clases persiste aunque para el gobierno la única solución viable es la policial, se cree que la represión es el método más práctico para bajar los índices de criminalidad. Porque con los forajidos no hay que tener compasión, hay que domarlos en las cárceles, hay que castigarlos para que aprendan a respetar las leyes o si no enterrarlos vivos en cualquier fosa común. Esta última es la fórmula favorita de muchos ciudadanos que prefieren aplicar la solución final de los nazis.
La miseria como no también despierta el sentimiento de caridad y los buenos cristianos tiran sus migajas o les dejan caer unas moneditas para intentar calmar el hambre de las fieras. He visto a las damas de la beneficencia, siempre tan pulcras y bien presentadas, repartir caramelitos de menta entre los apestados en un afán por lavar sus conciencias. ¿es la caridad cristiana la verdadera solución? Esta actitud hipócrita no hace más que acrecentar la tragedia. La mayor perversión es sacar provecho de esta desgracia y utilizar a los pobres para justificar los presupuestos de las ongs y las iglesias. No existe una solución integral que detenga esta agonía, que ataque de raíz las estructuras que permiten este holocausto social. No olvidemos que uno de los preceptos cristianos afirma que «el dolor es bueno a los ojos de Dios» Y sinceramente, aquí se cumple. En todo caso, ¿no es mejor criar lacras sociales que educar mentes lúcidas y contestatarias? Lo que realmente interesa es que el número de alcohólicos y drogadictos aumente; alienados y destruidos no son más que carne de cañón que no representa un peligro para la estabilidad del sistema.
El Bronx es uno de los más grandes supermercados de drogas de la capital, aquí se almacena y se distribuye la coca, la heroína, el bazuco o la marihuana. Además se comercia con el producto de los robos y atracos, se ofrece la mercancía a precios de ganga y por eso tantos clientes lo visitan. Este es el mejor refugio para los traficantes de armas, para los sicarios, los extorsionistas o hampones que se esconden protegidos por los paramilitares que son los verdaderos amos del guetto.
Cae la noche y es mejor retirarnos. No se sabe lo que pueda pasar. La ciudadanía vive alarmada con la inseguridad, y no es para menos. Pero es el precio que hay que pagar ante tanta indiferencia. Por eso es difícil entender como en una ciudad como Bogota que se proclama defensora de los derechos humanos, que se proclama capital de la cultura puede soportar tamaña afrenta contra sus hijos más desvalidos. No es posible callar y ser cómplices, tenemos que denunciar este hecho tan denigrante que no debería ser tolerado por una sociedad que se dice democrática y civilizada.