La derecha, las organizaciones empresariales, los «patriarcas concertacionistas» y el conjunto del dispositivo mediático conservador, en una campaña aparentemente contingente y desordenada, pero con mucho «timing» y planificación, lograron instalar el tema de la «desaceleración» y la «incertidumbre» económica en la agenda política. En orden y con premura, voceros emblemáticos sacaron la voz desde las […]
La derecha, las organizaciones empresariales, los «patriarcas concertacionistas» y el conjunto del dispositivo mediático conservador, en una campaña aparentemente contingente y desordenada, pero con mucho «timing» y planificación, lograron instalar el tema de la «desaceleración» y la «incertidumbre» económica en la agenda política. En orden y con premura, voceros emblemáticos sacaron la voz desde las organizaciones patronales, aulas y oficinas de ejecutivos.
De manera dosificada, con alaridos y declaraciones tóxicas de tiempos de crisis, repusieron un esquema de análisis economicista-neoliberal, reductor de la realidad política y generador de percepciones desde del ángulo de los intereses del empresariado. Como era de suponer, la ideología de los mercados -digitada por la lógica del Capital- se transformó en un arma política para frenar las reformas, por tibias que éstas fueran. Fue así como en algunas semanas el eje de los debates cambió: las demandas sociales de la ciudadanía pasaron a un segundo plano para luego comenzar ser sacrificadas en aras del «crecimiento», «el clima de inversiones», la «productividad» y las «concesiones a la eficiencia de los privados». Así se intenta blindar estos factores del modelo económico neoliberal -el mismo que ha favorecido las ganancias de los grupos económicos y que genera desigualdad, explotación, bajos salarios y desempleo.
En efecto, los dueños del capital y la riqueza después de estar en el banquillo virtual de los acusados por fraude, evasiones fiscales millonarias, exportación de capitales a paraísos fiscales, ganancias bancarias siderales, concentración de la propiedad productiva y patrimonial, saqueo y depredación del medio ambiente se convirtieron, por obra y gracia de la ideología neoliberal que ellos mismos reproducen en sus medios y con subvenciones a sus «tanques del pensamiento» y coloquios en Casa Piedra, en acusadores -para ello reclutaron al ex Presidente Ricardo Lagos, eximio y locuaz exponente en privatizar todo lo privatizable.
Cabe mencionarlo. Los enemigos de los cambios sabían que la presidenta Bachelet y su círculo estrecho serían fáciles de convencer. Que a la primera abandonarían toda veleidad de reformas significativas al modelo. La vieron desdecirse, cuando recién electa, fue la primera de su equipo en intentar cambiar la promesa educacional de su campaña de «gratuidad para todos», por la posición mercantil de que «quienes pueden pagar por su educación superior lo hagan». Era su manera de abaratar la demanda, salvar el mercado de la educación y calmar desde ya a empresarios y columnistas «bien pensantes». Así fue, se puso ruido con dichos. Y en los hechos, los operadores de la NM seguirían la línea y trabajarían por consensuar la reforma tributaria. Y todo indica, como lo dijo el diputado DC Lorenzini, que el mismo escenario está por repetirse en educación, pensiones, salud y constitución.
Gran olvido entonces. Fue la misma presidenta la que dio la pauta a la seguidilla de renuncios. Desde el inicio de mandato quiso bajarle el perfil solidario a la demanda faro del movimiento estudiantil superior. Obvio. Ésta era considerada excesiva y peligrosa puesto que permitía construir un imaginario de solidaridad y derechos sociales (otra sociedad, donde no manden los mercados ni el lucro, sí es posible). El paso siguiente sería desvincularla de la reforma tributaria. Era y es una manera de garantizar la «gobernabilidad» o manejo desde arriba de las demandas. Había que evitar que se impusieran las condiciones propicias para que los sectores populares establecieran lazos entre los ejes programáticos y se generara un movimiento social potente que interpretara a los trabajadores para impulsarlas y realizarlas todas. Es el mayor temor del bloque dominante. A eso le llaman «ingobernabilidad».
El sentido político común aconsejaba que para realizar una reforma tributaria redistributiva, que fuera a recaudar impuestos en el bolsillo de los que no pagan lo justo, era imperioso lanzar una campaña política pedagógica clara contra el modelo y sus guardianes. Para eso se necesitaba una convicción política sólida en el régimen de lo público y de lo común que Bachelet y las elites dirigentes de la NM no tienen. Además, había que explicar que para financiar las demandas insatisfechas en salud, pensiones, derechos laborales, vivienda y transporte público era preciso remar contra la corriente neoliberal y construir relaciones de fuerzas sociales. Eso es mucho pedir.
Se trataba, para La Moneda, de rebajar las expectativas sociales de cambio a la vez que presentarse como los idóneos operadores de ajustes del sistema (rol que se asigna Arenas).
Con un claro chantaje discursivo, la Santa Alianza del Capital aprovechó ambigüedades y contradicciones y arremetió recompuesta. Junto con la DC lograron hacer retroceder al Gobierno en su proyecto de reforma tributaria. Carlos Montes, el senador socialista, fue claro en decirle a El Mercurio, con ese dejo de impotencia habitual en los jerarcas concertacionistas, que «el Gobierno ya tenía acuerdo con la derecha y que en esos términos no aceptó ninguna cosa». En lenguaje claro: la orden de cocinar el acuerdo tributario para satisfacer al empresariado vino directo del cenáculo de poder de La Moneda.
El amplio bloque opositor disperso, pero unido contra los cambios, aglutinó fuerzas. Sin embargo, generó efectos contrarios el juego político de las dos fracciones del bloque dominante (la oposición derechista y la Nueva Mayoría) son repudiadas por un sector ciudadano importante. Eso se refleja en el bajo apoyo en las encuestas a todos los bloques políticos y, por consiguiente, al Gobierno Bachelet-Peñailillo. Junto con expresar una persistencia de la fragilidad de la legitimidad institucional del régimen postdictadura (es la otra lectura de la última encuesta Adimark).
Para rematar, pero esta vez sin ambigüedades, la semana pasada la Presidenta Bachelet zanjó: descartó de plano convocar a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución. El camino estaba pavimentado para darle la espalda a una reivindicación democrática rechazada en bloque por la derecha y sectores importantes de la Nueva Mayoría. No obstante que ésta es apoyada por el 70% de la ciudadanía.
El escenario político no tiene nada de complejo, su lectura no requiere grandes categorías de análisis.
Los sectores proclives al «cumplimiento del programa» no han sabido responder a aquellos que afirman que las promesas de campañas están para ser negociadas y consensuadas con el bloque neoliberal duro (fue siempre la posición de I. Walker y el establishment DC). La falta de voluntad política que los aqueja y el déficit de marco de análisis estratégico los llevó a ser erráticos desde el comienzo y, hoy, pagan en las encuestas.
Las divisiones internas en la coalición gobernante quedaron evidentes desde el comienzo. La cúpula de la Democracia Cristiana apostó a ser la punta de lanza de los intereses del empresariado (del modelo), laminando a su sector progresista que no osa levantar la voz ante Martínez, Walker y Zaldívar.
Lo burdo de la campaña orquestada contra el Gobierno y sus tibias reformas, dejó en claro lo pusilánime que son los sectores progresistas de la «retroexcavadora» contra el modelo. Aquellos que afirman querer cumplir el programa prometido a la ciudadanía con el cual fueron electos invocando fórmulas mecánicas. Al mismo tiempo, dejó en evidencia que éstos no tienen discurso alternativo en el plano económico social. Se revela una vez más cuán prisioneros son de la pareja conceptual «crecimiento-desacelaración económica» en la cual se mueve el análisis económico dominante en los medios y en la academia, producto, éste, de una colonización de las subjetividades de la elite por el neoliberalismo.
De esta manera, el análisis neoliberal o la racionalidad del capital (determinismo económico puro) impuso su discurso del miedo. Esa es la función -en todas las latitudes del planeta- del relato de los dueños del capital, de los que mandan en los mercados (puesto que de tanto hablar del mercado se olvida que allí impone su lógica el capital): ser un arma para impedir toda reforma que contribuya a crear un sentimiento con certeza que el Estado puede ser eficiente en proveer bienes públicos en el sector de la educación, la salud, las infraestructuras y en garantizar los derechos colectivos de los trabajadores ante el poder inmenso de los patrones.
La Confech sacó las conclusiones correctas. Ante la poca credibilidad del gobierno, del ministro de Educación y de sus asesores, los estudiantes decidieron preservar la autonomía y perseverar en la movilización social, granjeándose la simpatía abierta o tácita de quienes ya los apoyaron. Las asambleas universitarias demuestran desconfianza en la llamada «bancada estudiantil». Está por verse si el movimiento sindical hará lo mismo: convocarse para movilizarse plural, pero organizado, tras las mismas demandas compartidas de recuperación de derechos sindicales. Está por verse si éste estará a la altura de su responsabilidad histórica: ser autor de sus propias luchas por mejores condiciones de trabajo y gestor de las condiciones de su emancipación. Una amplia alianza social trabajadores-estudiantes-pobladores que impulse y prepare las movilizaciones junto con un petitorio social de demandas comunes de los estudiantes, por mejores condiciones de trabajo con un nuevo código laboral, viviendas sociales dignas, renacionalización del cobre, fin a las AFP, salud pública y fin a las ISAPRES, cambiaría el escenario político de relaciones de fuerza entre las clases y de recomposición ideológica del bloque neoliberal.
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