El año pasado, un jurado integrado por Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente Verdú y el editor de Anagrama, Jorge Herralde, concedió por mayoría el XXXIV Premio Anagrama de Ensayo al libro del historiador y ensayista cubano residente en México Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del […]
El año pasado, un jurado integrado por Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente Verdú y el editor de Anagrama, Jorge Herralde, concedió por mayoría el XXXIV Premio Anagrama de Ensayo al libro del historiador y ensayista cubano residente en México Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano . No voy a referirme, por supuesto, a los azares de este certamen, pero no deja de inquietarme que un año después se acabe de premiar, con ese mismo jurado, un libro titulado La ceremonia del porno , acerca del consumo de pornografía a lo largo de la historia y su situación actual. Volviendo al libro de Rafael Rojas, cualquier lector europeo o americano culto e interesado en el tema cubano, que son los que usualmente consumen este tipo de literatura, quizá se haya sentido él mismo sin sosiego, luego de leer una apocalíptica nota de contraportada que dice:
«Medio siglo después del estallido de una Revolución, que destruyó el orden republicano, desató la guerra civil y propició un cuantioso exilio, la cultura cubana revive sus dramas a través de la memoria. Entre la isla y el exilio se entabla una feroz disputa por el legado nacional. La discordia del país se ha desplazado a la esfera de los símbolos ¿De quién son los muertos de una guerra civil? ¿Cómo se edifican los panteones culturales en cada orilla del conflicto? ¿Cómo juzgar el pasado? Tras la desaparición de sus clásicos (Lezama, Piñera, Carpentier, Guillén, Arenas, Sarduy, Cabrera Infante), la cultura cubana experimenta una «sensación de cementerio». En este libro se describen las costumbres funerarias de una cultura desgarrada por la revolución, la disidencia y el exilio, y narra una breve historia intelectual de Cuba. Aquí se reconstruyen los grandes debates cubanos del último medio siglo y se ofrecen semblanzas de sus protagonistas: Manuel Moreno Fraginals, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla, Jesús Díaz, Raúl Rivero…»
Toda esta retórica sombría, evidente en el propio título, que como sabemos es un homenaje a Cyril Connolly 1 y a Guillermo Cabrera Infante, repleto de términos como «muerte», «panteones», «sensación de cementerio», «costumbres funerarias», podría hacer pensar que estamos ante un manual de prácticas escatológicas, y no ante un serio esfuerzo letrado de más de 500 páginas, dedicado a historiar las relaciones sociales de los intelectuales cubanos durante la etapa republicana, y a estudiar algunos casos de afinidades y oposiciones de creadores, dentro y fuera de la Isla, al poder revolucionario instaurado después de 1959. En esencia, se trata de explicar a través de una densa y a ratos confusa acumulación de metáforas y alegorías, que insisten en la discordia sobre un legado común, en este caso la producción intelectual cubana del siglo XX, las estrategias de apropiación de ese patrimonio por parte de la Revolución o del Exilio.
No voy a glosar el libro aquí, lo cual podría hacer demasiado aburrido mi comentario, pero si quisiera detenerme en algunas ideas de este texto sobre la Historia de Cuba y lo que su autor llama «mitos republicanos», que forman parte del arsenal ideológico que Rafael Rojas ha venido elaborando desde sus primeros libros y ensayos, pienso por ejemplo en «El discurso de la frustración republicana en Cuba» (1993); «La otra moral de la teleología cubana» (1994), Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano (1998) ; El arte de la espera. Notas al margen de la política cubana , (1998) ; José Martí. La invención de Cuba, (2000) y Un banquete canónico (2000).
Aquí debo aclarar que la construcción teórica que Rafael Rojas utiliza para explicar y proponer modos de acercamiento a la historia intelectual de Cuba, a veces es un tanto difícil de seguir en su metodología, pues Rojas acude para sustentar sus premisas epistemológicas a lecturas de las más disímiles tradiciones de pensamiento, como podrá comprobar cualquiera que revise la copiosa lista de autores y citas que proliferan en las páginas del libro, desde Zigmunt Baumann a Elías Canetti, Francois Furet o Eric Hobsbawm, Edgard Said o Tzvetan Todorov, George Orwell o Norbert Elías, Julián Marías o Norberto Bobbio, Reinhard Koselleck o Albert O. Hirschman, Pere Saborit o Cornelius Castoriadis.
Una de las tesis que aparece casi al comienzo del volumen, es la de la «levedad de la memoria cubana», algo que como sabemos debe mucho al Mañach de Indagación del choteo y La crisis de la alta cultura en Cuba . Para sustentar esta afirmación, Rojas acude a un paralelo difícil de comprobar. En su opinión: «Esa familiaridad que siente un joven ruso ante unas páginas de Tolstoi o Dostoyevski no es la que experimentan los pocos lectores de Heredia o Martí que quedan en la Isla». Ignoro los métodos de que se ha valido el ensayista para probar que efectivamente los jóvenes rusos leen a sus clásicos con más fervor que los cubanos a los suyos, pero a contrapelo de no disponer de datos estadísticos serios sobre frecuencias de lecturas de uno u otro autor, lo cierto es que José María Heredia ha sido reeditado varias veces en los últimos años, que se organizó una cruzada cultural por toda la Isla bajo la advocación herediana, «La estrella de Cuba», que la excelente y polémica novela de Leonardo Padura sobre Heredia es ya un libro raro y que José Martí es reeditado todos los años y sus ediciones se agotan poco tiempo después de salir al mercado.
Pero no son estos los argumentos centrales que sustentan su juicio sobre el cubano como sujeto «olvidadizo, efímero e ingrávido», sino las sucesivas «muertes y resurrecciones nacionales» experimentadas por la República cubana en sus poco más de 100 años como estado independiente. Dejando a un lado la arbitrariedad de las fechas elegidas por el autor (1902, 1940, 1961, 1992), que dejan fuera al 1933 y al 1959 de las dos grandes revoluciones del siglo XX, es el proceso revolucionario del último medio siglo el responsable «de una verdadera política del olvido» y de «modular la circulación de documentos nacionales», refiriéndose con esta frase a la lamentable desaparición de los catálogos de las editoriales, bibliotecas y publicaciones, durante una etapa de la Revolución, de nombres con una obra reconocida antes de 1959. Pero ni siquiera la recuperación reciente, en el sentido de su reedición y circulación, de un grupo de autores canónicos de la República como Lydia Cabrera, Jorge Mañach o Gastón Baquero, parece suficiente a Rojas para exorcizar los demonios del olvido, y en su lugar afirma que tal política de rectificación cultural no hace sino ocultar esa paranoia.
Otra tesis del libro tiene que ver con la «incapacidad de la política cultural de la Isla para acceder a una plena evocación de la República», contraponiéndola a «la percepción diabólica del exilio». En tal sentido concluye: «República y exilio: he ahí las dos dimensiones enemigas de la Revolución». Está claro que no todo el exilio, pero sí su zona más influyente y poderosa económicamente, ha sido y es enemigo jurado de la Revolución, a la que niega y quiere destruir, pero ¿La República? ¿De qué República estamos hablando? Podríamos pensar que se trata de la República burguesa neocolonial, que permitió a la burguesía cubana ejercer su hegemonía sobre el resto de la sociedad bajo la tutela más o menos encubierta de los Estados Unidos; la República que logró importantes avances en las prácticas cívicas, pero que reprodujo sin recato el racismo, la superexplotación del trabajo y negó sistemáticamente la redistribución de la riqueza; la República que tuvo que reformular más de una vez, empujada por las revoluciones y revueltas populares, los mecanismos de su dominación, antes de sucumbir sin gloria al golpe de estado de 1952. Pero no, no es esa la república de que nos habla Rafael Rojas, sino de un Estado arcádico de bienestar colectivo, regido por la Ciudad Letrada, más parecido en verdad al estado ideal de Platón que a la República martiana, y al cual la Revolución le ha escamoteado sus «archivos», sus «testimonios» y su «memoria».
La afirmación de que la República es un período «fugaz, desprendido del tronco de la nación», y que sus archivos están ocultos o inexplorados, carece de fundamento real, en tanto en los últimos años dicha etapa va siendo cada vez más entre los cubanos un objeto visible de conocimiento científico, se estudian sus figuras y sus procesos históricos, se desmitifica el lenguaje peyorativo para referirse a ella, se realizan postgrados, seminarios y eventos en todo el país dedicados a justipreciarla, se publican numerosos libros y artículos que hacen referencias generales o puntuales a su importantísimo legado, y se abandona sensiblemente el criterio de la República intrínsecamente malvada y desprovista de valores nacionales. Pero una vez más Rafael parece querer decirnos que su interés en la República no es académico, ni arqueológico, ni pedagógico, sino político, pues de lo que se trata es de recuperar «una herencia liberal y republicana» que asegure la reinserción de una Cuba «náufraga» y «poscomunista» en la Modernidad occidental.
A lo anterior debe añadírsele, que para Rafael Rojas el exacerbado nacionalismo desplegado, tanto en la República burguesa como en la Revolución, debe ser atenuado por lo que llama un «patriotismo suave» y un «civismo poroso», que garantice las «energías morales» necesarias para un tránsito a la democracia. Por último, el colapso del socialismo en la Isla, dada su tenaz imbricación con el discurso nacionalista, deberá contribuir a «desactivar los pocos y mal ensamblados símbolos del patriotismo revolucionario».
Otra premisa cara al discurso construido por Rafael Rojas es el del pesimismo o escepticismo de las elites ilustradas cubanas, tanto del siglo XIX, como de la primera mitad del XX, acerca de las capacidades de los cubanos para convertir a su patria en una nación moderna occidental, sensación provocada por la ausencia de tradiciones y legados, que desembocan en una cultura «ingrávida». De tal suerte, esta carencia de orígenes firmes y lo que Rojas llama «mitos fundadores», sería restituida por la creación de mitificaciones «históricas», entendiendo por tales «la de las guerras de independencia de 1868 y 1895, con José Martí en la cima del panteón heroico, y la de la Revolución de 1959, con Fidel Castro en el eje de las lealtades políticas».
Creo que no vale la pena entrar en divagaciones especulativas sobre el concepto de mito que esgrime el autor, toda vez que Rafael Rojas da por buenas las teorías del filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996) (un autor desesperanzado cuya antropología predica que el hombre es un ser necesitado de consuelo) de que los mitos «son inevitables», y que pasan fácilmente de la dimensión estética a la política, y que además «para cualquier sociedad que aspire a la paz y al serenamiento estético que implica todo orden republicano es saludable, por lo menos, poner término a ciertos mitos. Especialmente a aquellos que, vengan de donde vengan (…) sirven de plataforma simbólica a poderes ilimitados». A buen entendedor, no hace falta decirle mucho más, pero me resisto a la idea de que Rafael Rojas le proponga en serio a los cubanos, en pro de la paz y la «serenidad estética» de su república, que renuncien al conocimiento de su gesta emancipadora contra el colonialismo español, que desconozcan el legado esencial de José Martí, o que ignoren lo que ha significado en la historia reciente de Cuba la Revolución de 1959.
Por último, quisiera comentar otra de las tesis de Rojas, y es la que alude a que los mitos más obstinados de la historia de Cuba son el de la Revolución Inconclusa y el del Regreso del Mesías, entendiendo por este último a la figura martiana. Aquí el autor no vacila en decir que Gómez, Maceo y Martí organizaron la guerra de 1895, no para fundar una república independiente, moderna y democrática, sino «con el argumento de que la anterior había sido frustrada por el Pacto del Zanjón, una transacción entre las tropas rebeldes y el ejército colonial». En 1902 se volvería a repetir la sensación de naufragio, esta vez agravada por la pérdida de Martí, y ello desembocaría en la Revolución del 30, cuyo fin último era cumplir «el designio martiano» y así sucesivamente hasta llegar a 1959. Es decir, las revoluciones son ambiciones caprichosas de un grupo de hombres, que deben cumplir un mandato cuasi religioso, redentor y mesiánico; pero todo ello ocurre en una sociedad virtual, donde no hay contradicciones clasistas ni intervenciones militares ni partidos políticos ni corrupción ni luchas obreras, ni negociaciones ni consensos entre los grupos de poder, en fin, nada de eso tiene que ver con esa mala conducta cubana de llegar al poder por métodos violentos y no a través de la asepsia institucional. La simplificación más gruesa acompaña a cada una de estas ideas peregrinas, al extremo de afiliarse a la idea extemporánea de que el carácter socialista de la Revolución es incompatible con el legado ético y patriótico de Martí, con la candorosa explicación de que ya en 1884 Martí había criticado al comunismo y lo había llamado «futura esclavitud», en la que predominaría el «funcionarismo autocrático».
Finalmente, quisiera terminar este comentario sobre una de las zonas más polémicas del libro, diciendo que Rafael Rojas es un intelectual hábil y talentoso, que ha puesto su pluma y su inteligencia en función de fines políticos muy claros. De él podríamos decir lo que en su día dijo Pablo de la Torriente Brau de Jorge Mañach: «es una persona decente y le supongo buena fe y capacidad -acaso la mejor- para el desempeño de su cargo. Pero todo esto (…) dentro de su mundo».
Notas:
1. The unquiet graves (1944). Este es también el título de una canción del folclor medieval de Inglaterra.
* 22 de junio de 2007.