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Los muros de la emigración

Fuentes: La Jornada

Los coyotes y las mafias trafican con carne humana. Las imágenes de subsaharianos en pateras tratando de alcanzar las costas canarias son un calco de camiones transportando salvadoreños, guatemaltecos o mexicanos, cuyo deseo es pisar suelo yanqui. Para unos Europa, para otros Estados Unidos. En ambos casos el ansia de vivir en una sociedad de […]

Los coyotes y las mafias trafican con carne humana. Las imágenes de subsaharianos en pateras tratando de alcanzar las costas canarias son un calco de camiones transportando salvadoreños, guatemaltecos o mexicanos, cuyo deseo es pisar suelo yanqui. Para unos Europa, para otros Estados Unidos. En ambos casos el ansia de vivir en una sociedad de consumo. Romper el círculo de la precariedad. Sin embargo, quienes se arriesgan no son los más pobres. Los que pagan a sus enganchadores poseen propiedades, animales de labranza o riquezas en hijas. De lo contrario no se pueden hipotecar, abandonar sus pueblos o ranchos. Es una decisión meditada. Africanos, asiáticos y latinos están preparados. Resulta curioso encontrarse con los «ilegales» de las pateras en los centros de acogida llamando por sus teléfonos móviles informando que han llegado bien. No son indigentes. Han vendido y han apostado con la muerte. Todo, menos quedarse. Es legítimo. Muchos hablan dos idiomas, efecto de la colonización inglesa, francesa o italiana. Otros son profesionales o jefes con poderes tribales. Pero se produce una ruptura con su entorno. Sus valores culturales se identifican con otro mundo, el del capitalismo agresivo o simple capitalismo que vende la televisión y proyecta una vida donde todo resulta color de rosa y las depresiones se solucionan en los centros comerciales. Los otros, los condenados de la tierra. Los pobres de solemnidad, los parias que viven la miseria no tienen como horizonte irse a Europa o Chicago, sufren la sobrexplotación del gamonal y los caciques locales. Son la solución cotidiana para las oligarquías, aportan el excedente en horas de trabajo impagado, en comercio injusto, en expolio de sus tierras comunales. Continúan bajo el ser del colonialismo interno. Les aplican leyes antiterroristas o simplemente les envían paramilitares. Los ejemplos con los pueblos indios en América Latina están a la orden del día. Qué decir en Africa, donde las compañías trasnacionales esquilman todo tipo de riquezas naturales, promueven guerras interétnicas y prueban en niños, mujeres y varones virus y bacterias para fármacos de última generación. Sin olvidar Asia, donde el gigante chino aplica la misma lógica en su dinámica de acumulación y crecimiento económico. Los que se quedan, desean pelear en sus países, no abandonan, resisten y se enfrentan con lo que tienen y como pueden. El resultado es una lucha desigual. Ejército invadiendo territorios, destruyendo milpas, policías violando, matando y reprimiendo. Atenco, sin ir más lejos.

Hoy por hoy, los defensores de la economía de mercado y el capitalismo se llenan la boca con la libertad y la libre circulación de mercancías. Incluso, existe para que el beneficio y el lucro circule libremente por todo el mundo. Se premia a los máximos exponentes de la ganancia. Sin embargo, lo único que no puede circular como mercancía libre en un mundo de mercancías es la fuerza de trabajo. Una legislación restrictiva por parte del capital la somete a condiciones de represión. Usted puede importar o exportar cualquier producto, incluso trozos del cuerpo humano: intestinos, corazones, hígados, páncreas, ojos o riñones. La OMC lo avala. Pero las personas no pueden emigrar libremente. El capitalismo lo impide, levanta muros.

No entiendo el pánico de las elites políticas en Estados Unidos y Europa por evitar la entrada de nuevos migrantes. Más aún cuando no son comunistas ni terroristas. Se trata de gente adicta al capitalismo. Por sus venas corre la ideología del dinero, la ganancia, el sacrificio, el ascetismo ahorrador y el esfuerzo. La única peculiaridad: provienen de países pobres. Comparten la meta del capitalismo originario: convertirse en millonarios, en triunfadores. Quieren tener éxito. No les importa ser explotados y comenzar desde abajo. Pero los anfitriones piensan otra cosa, saben que no es real. No hay lugar ni riqueza para tantos. De aquí su temor. Lo malo es que no se les puede disuadir antes de su partida, hacerlo pondría en cuestión toda la iconografía del capitalismo. Es mejor que mueran en el intento o buscar soluciones aleatorias. Construir muros, sacar el ejército o instruirlos en sus países de origen de la imposibilidad del disfrute de los parabienes de la sociedad de consumo de masas. En otras palabras, decirles que en el capitalismo no todos podrán llegar a ser millonarios, tener éxito o ser banqueros.

Dentro del capitalismo el número de migrantes, legales o ilegales, tiene límites. Su racionalidad entra en crisis. Lo decía Celso Furtado en los años 60: la forma de vida que proyecta no es posible extenderla a toda la población, hacerlo supondría su colapso. Ese es el problema real. Explotados bajo el capitalismo, estén en Nueva York, Madrid, Barcelona, París o Berlín y sean o no emigrantes no tienen garantizadas las condiciones y calidad mínima de vida. Me refiero a salud, trabajo, educación, vivienda o jubilación. No de otra manera se entiende la gran revuelta en Francia. El capitalismo no resiste la prueba: sus principios teóricos no son compatibles con su práctica.

La necesidad de frenar la entrada de migrantes se ha transformado en una necesidad perentoria si el capitalismo quiere sobrevivir como sistema. Sus olas migratorias están sometidas a un escrupuloso criterio de explotación y racionalidad. Más allá de ciertas cotas legales o ilegales, donde se incorporan negros, blancos, mestizos o amarillos, se convierten en un problema sin respuesta dentro de su dinámica de explotación. La actual avalancha de emigración evidencia la irracionalidad de la explotación capitalista del ser humano y de la naturaleza.