El cántabro Emilio Herrera Alonso coloca en el Cuadro de Honor al requeté Jacinto Arizaleta Villanueva, arrancado al campo y la siega de Sarasate en el julio de 1936. Arrojó el arado y la hoz para coger el mauser y la boina roja y salir al campo de batalla a matar vascos republicanos, marxistas y […]
El cántabro Emilio Herrera Alonso coloca en el Cuadro de Honor al requeté Jacinto Arizaleta Villanueva, arrancado al campo y la siega de Sarasate en el julio de 1936. Arrojó el arado y la hoz para coger el mauser y la boina roja y salir al campo de batalla a matar vascos republicanos, marxistas y nacionalistas. Su vida por los montes y atajos guipuzcoanos y vizcainos fue corta. «Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero: en el monte Kalamúa, primera línea de fuego», cantaban los requetés. Y efectivamente, en Kalamúa, no lejos del refugio de Meabe, «una bala enemiga, probablemente disparada al azar, va a encontrar el corazón del requeté Jacinto, que se inclinaba sobre el parapeto para mejor atisbar en la negrura de la noche» aquel inicio de diciembre. Y este panegirista Emilio, con sabor a jesuita, nos recalca que «el requeté combatía sin odio, luchaba con todas sus fuerza para vencer al enemigo, pero… nunca olvidaba que éstos eran españoles y hermanos». El 19 de julio de 36 afirmaba el general Mola sin tapujos este espíritu de hermandad al proclamar: «Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminado sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como nosotros». Y un subordinado suyo, el coronel Gavilán, añadió: «Echar (sic) al carajo toda esa monserga de derechos del hombre, humanitarismo y filantropía». Después y todo, ya Franco en los primeros días de la sublevación había comunicado a un periodista norteamericano que no dudaría en fusilar a media España si era el precio para pacificarla.
¿Y en esta guerra de mayores qué ocurría con los niños? Julia Manzanal, una activa comisaria comunista que pasó por cárceles franquistas, recuerda un caso terrible que contaba una compañera de prisión: «Cuando fueron a detenerla llamó a su hijo. El niño estaba llorando y le dijo: ‘Lenin, hijo mío, ven’. Y los policías al oírlo le dijeron: ‘¿Qué ha dicho usted? ¿Que el niño se llama Lenin?’ ¡Cogieron al niño de las piernas y le estrellaron la cabeza contra la pared! Después de eso esa mujer ya quedó mal de la cabeza, porque aquello debió ser horroroso». El historiador Ricard Vinyes fue uno de los primeros que habló de aquellos niños, de los que murieron, de los que nunca volvieron a ver a sus familias, de los ingresos de niños en colegios religiosos y en hospicios, Els nens perduts del franquisme, que habían cometido el grave delito de ser hijos de rojos. ¿Que cuántos fueron? En 1944 el Estado proporcionó la cifra de 12.000 niños ingresados en centros públicos y religiosos acogidos a la leyes de protección infantil. Entre 1944 y 1945 el Patronato de san Pablo gestionó el ingreso de 30.960 niños tutelados por el Estado. «Esta enormidad de hijos e hijas, nietos y sobrinos que fueron a parar al Auxilio Social y a otras instituciones públicas y religiosas son nuestros niños perdidos; pérdida significa la privación del derecho a ser formados por sus padres o familiares, que perdieron a su vez el derecho de criarlos según sus convicciones. No sólo era esto; también significó la desaparición física por un largo periodo, o para siempre. Este conjunto de situaciones fue el resultado de prácticas de sustracción violenta amparadas por un legislación de naturaleza ideológica, pero encubiertas por una aparente intención misericordiosa de protección». Consuelo García recoge en «Las cárceles de Soledad Real» la carta de aquella niña que le escribe a su madre, tras esta indoctrinación: «Mamá, voy a desengañarte, no me hables de papá, ya sé que mi padre era un criminal. Voy a tomar los hábitos. He renunciado a padre y madre, no me escribas más. Ya no quiero saber más de mi padre». El fraile capuchino Gumersindo de Estella (1880-1974) deja constancia en sus dietarios desde la cárcel de Torrero (Zaragoza) cómo se arrebataban a los hijos de las madres, unos para entregarlos a las monjas y darlos en adopción a gente católica, falangista, que pudiera ejercer un adoctrinamiento religioso y patriótico sobre ellos, y a las otras fusilarlas en la tapia del cementerio con la bendición del capellán de turno: La pérdida de la tutela paterna en beneficio del Estado. El coronel y psiquiatra Antonio Vallejo Nájera, que colaboró en los campos de concentración nazi, fue uno de los pioneros en psiquiatrizar la disidencia, en definir al adversario político como un individuo mentalmente inferior y peligroso por su maldad intrínseca. Había que liquidarle, segregarle. Era un deshecho social. Se iniciaba un capítulo de separaciones de hijos de sus padres, de sus entornos y ambientes republicanos y marxistas. Eran hijos de rojos y, en consecuencia, había que exterminarlos, y si no, al menos separarlos de sus padres para que no se contaminaran con la ideología de sus progenitores. Negar al enemigo su condición humana ha sido siempre un mecanismo previo a su aniquilación física.
Para algunos la noticia sobre pérdidas y desapariciones de niños en España genera sorpresa, pese a ser una realidad documentada, basta ver entre otros el libro de Vinyes, Armengou y Belis «Los niños perdidos del franquismo». Hoy cuando veo a las madres argentinas de la Plaza de Mayo reivindicar la memoria y desaparición de sus hijos, creada por la dictadura militar entre 1976 y 1983, y veo corretear a nuestros niños por las plazas me pregunto por el gran silencio habido aquí a este respecto. Por ese silencio sonoro de muerte y colaboración que todavía se oye. Aquí si no ocurrió igual que en Argentina sucedió algo muy parecido.
«En Argentina las desapariciones fueron el efecto de una guerra sucia contra los que eran considerados incómodos por el régimen militar, denominados globalmente como ‘izquierdistas’. En España no. La pérdida y desaparición fue el resultado de la ‘purificación’ del país. Es decir, de la depuración que el Estado juzgó necesario hacer al establecer una división básica y estructural del país entre vencedores y vencidos… fue el Nuevo Estado el que acometió la institucionalización del proceso legal, administrativo y burocrático que facilitó las desapariciones y pérdidas, especialmente desde las cárceles de mujeres». Sólo que allí se actuó amparado en la noche y aquí a la luz del día, con barniz legal y bendición apostólica. Pero tanto aquí como allí el régimen pretendía aniquilar a los vencidos, y aplicó una política de exterminio.
¡Ay, cuando yo era niña ni con soñar soñaba!/Era yo delgadita/ morena y asustada./Mi infancia se pasó/ detrás de una ventana (Versos de Francisca Aguirre). –