Una de las regiones más hermosas del país se ha convertido en un escenario de muerte y desplazamiento por cuenta del conflicto armado.
Hace poco más de dos meses el canto de los pájaros en el Catatumbo se apagó para dar paso a los constantes disparos de fusil o el incesante tableteo de las ametralladoras, que testimonian los combates que aún libran el ELN, las disidencias de las FARC y otros actores armados que defienden el territorio como propio.
El problema es que los enfrentamientos entre unos y otros dejan ya 50 mil desplazados, que son proporcionalmente el número de habitantes de un pueblo pequeño en el Valle, en el Cauca o en Nariño. De esa magnitud es el drama.
Es una de las crisis humanitarias más grandes de Latinoamérica, superior incluso a las que se produjeron como consecuencia de las acciones de contrainsurgencia en El Salvador y Nicaragua, en la década de los ochenta.
Quienes huyen del cruce de disparos, terminan concentrándose en Cúcuta, Tibú y Ocaña, con un costal en el que llevan algo de ropa y la infaltable olla de aluminio, porque nuestros compatriotas entendieron que de nada sirve tener tierras si son otros los que las usurpan cuando quieren, para defender sus propios negocios.
Me imagino a Marx, Lenin o Mao revolcándose en la tumba al enterarse que, al amparo de sus fundamentos ideológicos, hay quienes terminan defendiendo a plomo rutas para transportar una mercancía non-sancta.
Si bien es cierto el país se ha movilizado para enviarles alimentos, medicinas y ropa—unos compadecidos por la situación, y otros para tomarse una fotografía y lograr figuración–, lo que logran reunir en los centros de acopio no es suficiente para paliar el hambre, las enfermedades y la desolación que los azota y, que tal como van las cosas, amenaza con prolongarse en el tiempo.
Los reportes más recientes y que considero pacatos, señalan que Cúcuta contabiliza 22.619 personas desplazadas, Tibú 13.373, Ocaña 10.258, seguido de El Tarra con 1.300 y San Calixto con 1.098. Los asesinatos sobrepasan las 100 víctimas en Tibú, Teorama, El Tarra, San Calixto y Hacarí.
Una situación que desborda todo control y amerita el concurso de otros países en búsqueda de una solución, porque los grupos armados como en las tradicionales peleas de borrachos que se formaban a las afueras de las cantinas, no quieren entrar en razón y pareciera que disfrutan la camorra, o al menos, encuentran cada día nuevos motivos para alimentarla.
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