Recomiendo:
0

Los premios literarios

Fuentes: Rebelión

Sin la menor duda, una de las principales causas de la impostura que domina el ambiente literario español, es lo que se podrían llamar «premios literarios a la española», es decir, los otorgados, no por Universidades, Fundaciones, Academias, Ateneos, Asociaciones de Críticos y otras entidades culturales, como en el resto del mundo, sino por editoriales […]

Sin la menor duda, una de las principales causas de la impostura que domina el ambiente literario español, es lo que se podrían llamar «premios literarios a la española», es decir, los otorgados, no por Universidades, Fundaciones, Academias, Ateneos, Asociaciones de Críticos y otras entidades culturales, como en el resto del mundo, sino por editoriales privadas, los cuales han llegado a ser tantos, que el mundo­ literario, desde la posguerra, ha estado tipificado por ellos. Y es de notar el hecho de que, aunque, por su índole comercial, no son estos concursos los que con mayores garan­tías pueden respaldar sus productos, merced a la ayuda de los medios han llegado a ser los más beneficiados por el público comprador de libros y aun los más apetecidos por los propios escritores.

El desmadre ha venido a consolidarse con el advenimiento de la democracia, a la que los mercaderes y los mandarines han tomado por el cartapacio de la Bernarda, pero empezó en los cincuenta, en cuanto la posguerra pudo sacudirse el polvo y los listos de derechas, tanto como los de izquierdas, comprendieron que les convenía aprovechar el clima bonancible que proporcionaba el estado policiaco de la dictadura.

J. M. N. Jeffries, corresponsal durante veinticinco años del Daily Mail en Madrid, decía: «Hoy ya no se escriben novelas en España, se escriben premios». Y un buen e imparcial conocedor de nues­tro mundillo literario, Paul Werrie, citaba esta ocurrencia de Jef­fries y examinaba el fenómeno en un artículo titulado precisamente Los premios literarios españoles, publicado en la revista Ecrits de Paris, en su número de julio-agosto de 1961. Allí escribía: «La manía de los premios domina la literatura y el periodismo español, hasta el punto de que hay premios para todo y a todas horas. Es lo mismo que en la lotería. Hay Lotería Nacional, loterías en combina­ción con la Lotería Nacional y las loterías sub-loterías de estas loterías; hasta en los mercados y en las estaciones, podemos encontrar a la mujer que instala una pequeña tómbola para ella sola -un combinado de cacerolas y gallinas-, en la que el número premiado será el que coincida con el sorteo de los Ciegos. De tal manera, que el español y la española están siempre, hagan lo que hagan, jugando con la suerte… Por lo mismo, el escritor español -quiero decir: todo el que tiene una pluma en España; poco más o menos, todo el mundo- no emborrona el papel más que pensando en la gran tajada que se va a llevar». Por nuestra parte, podemos añadir que, muchos que hoy son demócratas de toda la vida, se sintieron felices en aquellos tiempos al obtener premios que se denominaban «Francisco Franco», «José Antonio», «Isabel y Fernando», «Oigo Patria tu Aflicción», «Todo por la Patria» o «El que manda es Dick Turpín». Resultaría curioso hacer la lista de galardones existentes durante la dictadura y nuestro Centro tal vez la haga. (Los premios «Onésimo Redondo» y «Ramiro Ledesma», por ejemplo, recayeron por dos veces en trabajos muy «adherentes» de García Posada y Rafael Conte, aunque a éste todavía le deben la mitad del importe de uno de ellos.)

No es ni mucho menos exagerada la caricatura de Werrie. Hubo un momento, en el paso de la década de los sesenta a la de los setenta, en que los premios literarios españoles sobrepasaban el millar. Faltos de una reglamentación o con reglamentación desatendida -al fin y al cabo, al triunfalismo del régimen de entonces no le venía mal contar con algo de lo que poder decir que tenía más que ningún otro país-, cualquiera, si se le antojaba, podía instituir uno. Un quiosquero sevillano, buen hijo, convocó uno, para relatos breves, con el nombre de su madre, Adela Comesaña, de santa memoria sin duda. La cuantía en dinero no era muy grande, en éste como en otros premios, pero astutos ganadores podían a veces sacarle una gran tajada de gloria. Fue el caso del premio para relatos de ciencia-ficción convocado por el diario La Verdad, de Murcia. El autor galardonado, Juan José Plans, pasó a ser desde el día siguiente «Premio Nacional de Ciencia Ficción», con ayuda de muchos periodistas que probable­mente sabían lo que quería decir «premio», pero no lo que significaba «nacional». Como tal apareció un montón de veces en televisión y en toda la prensa; se convirtió en una autoridad en la materia y en un tris estuvo de que lo invitaran a ir a la luna.

En la raíz del fenómeno «premio» está el Goncourt, que, en su espíritu, no se parece en nada a los premios «a la española». Se trata de un premio literario químicamente puro, ideado y organizado por la Fundación instituída por dos hermanos escritores, artistas desinteresados de cual­quier proyección que pudiera tener la literatu­ra fuera de su función espe­cífica. Durante muchos años, ha sido el Goncourt el exponente de una consagración intencionadamente imparcial del autor de la novela más relevante del año en Francia. Es importan­te señalar también que, como todos los grandes premios literarios del Occidente civilizado, al que sólo unos pocos españoles pertenecemos como «correspondientes en el exterior», se otorga a una obra ya publicada, y que sus jurados no tienen ninguna relación, ni siquiera del tipo que pudiera implicar su nombramiento como tales, con la editorial favorecida. Aquí, un editor nombra un jurado de personas que, de una u otra forma, son asalaria­das suyas, y que pre­mian una novela que ese editor tiene ya «en máquinas» -en todo caso, que él va con toda seguridad a publicar-, para que pueda salir pronto y aprovechar la publicidad gratuita que le hacen los medios de comunicación. Dejemos esto bien claro: característica principal de los premios literarios «a la española» es concederse a un libro inédito que va a publicar una editorial; una editorial que lo patrocina y elige al jurado cuyos miembros, a cambio de una retribución económica, se compromete a obedecer al patrocinador, el cual tiene sus gustos -normalmente no muy buenos-, que en ningún caso son de especialista, sino de vendedor. Con razón, escribió Arturo del Villar en Papel Literario, de Málaga (14-III-99), que «Planeta es la madre de todas las corrupciones». El propietario de esta editorial, señor Marqués del Pedroso de Lara, ha dicho sin tapujos en muchas ocasiones que su premio no se hubiese otorgado jamás a La metamorfosis, de Kafka, ni al Ulises. Esto lo saben los críticos que, por definición, son unos amantes de la novela; lo saben los Conte, los García Posada, los Sanz Villanueva, los Ramón de España, los Ignacio Echevarría, los Goñi, los Basanta, de cuyo amor por la literatura yo no dudo, pero que, cada vez que llega el caso, se pasan a su peor enemigo: la industria cultural; como se pasan los directores de los suplementos literarios y de las revistas culturales, como Rosa Mora, Blanca Berasátegui, Martín Casariego, Juan Palomo, Juan Manuel de Prada, Juan Ángel Juristo, Vicente Molina Foix, José María Guelbenzu, etc. ¿Por qué, si no, atienden esos libros como si fuesen los de mayor mérito y mayor interés, en detrimento de otros, minoritarios por mejores? ¿Por qué colaboran en la corrupción y en la estafa? ¿Por qué se corrompen y engañan? ¿Por qué algunos de ellos, como Manuel Vicent, Vázquez Montalbán, de Prada, Umbral, Gala, Muñoz Molina, etc. cesan de vez en cuando como jueces de la moral, para beneficiarse con un dinero que es negro algunas veces, color de caca las más. Si ni los críticos ni los escritores lo hacen ¿quién va a velar por la pureza y grandeza de la literatura?

No quisiera dejar sin mencionar el hecho de que in illo tempore, en la inmediata posguerra, cuando el ambiente cultural español era más bien aburrido, algunos premios de tan poco seria configuración contribuyeron a animar el lavadero y hasta ayudaron a algún escritor a darse a conocer. Eran pocos y sus convocantes se esmeraban en hacer un descubrimiento. Podían adolecer del defecto de desatender lo serio y novedoso en beneficio de lo comercial, pero parece ser, según cuentan quienes fueron nuestros maestros -maestros de fieras: domadores- en el Centro de Documentación de la Novela Española, que los miembros de los jurados solían ser profesionales que procuraban hacer las cosas lo mejor posible. Hasta que vino la susodicha Planeta y metió la pezuña llena de fango hasta el corvejón. Lástima que editoriales que se las daban de serias, como Alfaguara y Espasa Calpe, hayan sentido nostalgia del basurero y la hayan imitado. Y de la peor manera, además. En cualquier caso, antes y después, la mayoría del público lector resultaba engañado. Conozco a mucho ingenuo que, comprando el Planeta y su finalista, descansa convencido de que ya puede estar seguro de leer lo mejor del año. Cuando suele ser justamente lo contrario.

Ignacio Agustí, uno de los fundadores del primer premio litera­rio «a la española» y jurado de él durante algunos años -testigo, pues, de mayor excepción-, explicaba una vez en un artículo que «no es raro que [el premio] termine yendo a rastras del acontecimiento financiero que provoca. Estamos llegando a la entronización de un género de literatura que sea capaz de ser vendida en unas horas. Esto requiere un tipo determinado de libro. No todos los libros, no todas las narraciones, aun suponiendo en ellas una auténtica calidad, son capaces de cumplir con satisfacción este requisito. En todo caso, en igualdad de condiciones, un libro será más capaz que otro de subyugar a cien mil lectores por razones que nada tendrán que ver con sus calidades íntimas. Este hecho provoca que los modos y las formas literarias vayan derivando insensiblemente a unos cánones marcados de antemano, según fórmulas que sean capaces de rendir a una excelente solapa publicitaria, ciertos atractivos meramente superficiales y de fácil retención. Según estos patrones, cada vez las obras propenden más a estar hechas en una especie de laboratorio, en el cual, sin que nos demos cuenta, prevalecen muchas más voces que la voz secreta y creadora del autor; también los temas son cuidadosamente prefabrica­dos. Existen verdaderas epidemias cuya duración se prolonga hasta que un nuevo filón es capaz de congregar, de todas partes, a los despa­rramados y un poco desesperados y solitarios buscadores de oro». (Cit. Por M. Asensio Moreno en Los premios literarios, Madrid, Publicaciones Españolas, 1970).

De parecida forma se pronunciaba Saturnino Álvarez Turienzo, en un trabajo sobre la novela española del momento, para concluir: «Todo esto influye en la propia creación. Efectivamente, los autores, condicionados por el apremio de los plazos, por las fórmulas en cotización, por la publicidad, por los editores y por el público, no pueden dar su obra, aun en el caso de que tuvieran una obra que dar. El cultivo del género se hace desde fuera de él mismo, por hombres desinteresados. Los resultados son obras vulgares, por la sujeción a estas presiones exteriores, que están todas por debajo de ella. Frecuente­mente, la vulgaridad se aprecia también en los contagios visibles y sin asimilar venidos de niveles literarios superiores. No podría encontrarse nada más opuesto a lo que recomendaba Schiller: «Vive con tu siglo, pero no seas hechura suya». Estas novelas por factura llega un momento en que nos dejan sin saber a dónde mirar». (Lo que hay detrás de la novela, La Estafeta Literaria, nº 257, Madrid, 19 de enero de 1963).

La principal servidumbre que arrastran estos premios literarios es que forman parte de un tinglado que, antes que literario, es comercial; que son, en su raíz, no una manera de promocionar el arte novelístico, sino una forma de hacer publicidad, en su mayor parte, y a pesar de la enorme cuantía de algunos de ellos, gratuita. El propio editor Lara, creador del premio Planeta, en unas declaraciones al diario «Pueblo», en octubre de 1965, reconocía: «La publicidad cuesta mucho y los lectores dan poco. Para eso se han inventado los premios literarios». Él, como pícaro, estaba en su papel. Que a sus tinglado acudieran autoridades del Ministerio de Cultura, de la Real Academia, de la Generalidad, etc. resulta más que grotesco, suceso digno de la que Carlos Rojas ha llamado La Españeta.

No voy a negar que las editoriales, como cualquier otra indus­tria, tienen perfecto derecho a organizar su publicidad como más les convenga. Los llamados premios literarios son, al parecer, una forma acreditada por los resultados. Ahora bien, es competencia de las editoriales establecer escalas de valoraciones literarias, influir en la historia de la literatura? Porque es el caso -y en ello está la raíz de la gran impostura- que ya se puede ver, en algún que otro libro referente al género narrativo, cómo se cimenta la importancia de un autor en el hecho de que hubiese ganado tal o cual premio. Establecido que los premios literarios de editoriales no son más que vehículos publicitarios, no viene a ser eso lo mismo que si se cimen­tara la importancia de un autor en que, un domingo, un helicóp­tero lanzara octavillas con alabanzas a una novela sobre cada gran ciudad? (En redacción este trabajo, compruebo de el impresentable Suplemento I al tomo IX de la Historia Crítica de la Literatura Española, de Francisco Rico -Ed. Crítica, 2000-, hecho a base de recortes de periódicos y revistas, incurre innumerables veces en semejante delito).

En ningún otro país de nuestro entorno cultural existe este tipo de concursos, nacidos, como he apuntado, en la inmediata posguerra para tratar de ale­grar un poco el ambiente. En otras partes, los premios los conceden, como ya decíamos, entidades culturales, no lucrativas por tanto, a obras ya publicadas y por medio de jurados compuestos por personas que actúan como peritos en la materia, no como accionistas ni como asesores dependientes, aunque sólo sea temporalmente, de una casa editorial. Los novelistas y las novelas premiadas entre nosotros son objeto de una atención preferente por los periodistas y por los críticos. Y el público adquiere el libro por motivos que tienen mucho que ver con el montaje publicitario de que hemos hablado y nada con su valor. Y esto es, ni más ni menos, una falsificación.

A propósito de una novela favorecida con el premio Planeta, sobre la cual cayó la repulsa unánime de la crítica seria –La cruz invertida, del argentino Marcos Aguinis («casualmente», un hispanoa­me­ricano, en pleno «boom» de la narrativa hispanoamericana; en resumidas cuentas, un tiro que al señor marqués le salió por la culata; su analfabetismo le llevó a creer que se trataba de pescar a un argentino, como Cortázar, no a un escritor, como Perón)-, escri­bió Pedro Trigo en el número 42 de la revista «Reseña», de Madrid, como remate de su adversa crítica: «la novela debía haber pasado desaper­cibida, no merecía ningún comentario crítico, desgraciadamente no es la única novela mala que se escribe hoy en lengua española. Incluso hay que reconocer al autor una enorme voluntad ética, pura y entera, aunque poco esclarecida. Pero existe el premio, el aval literario de un sonoro jurado de una sonora editorial, el montaje publicitario de muchas presentaciones en diversas ciudades ante críticos, prensa, televisión, existe la novela profusamente dis­tribuída que inunda los primeros planos de cualquier librería, y existe sobre todo muchísima gente que la compra porque es premio y, a pesar de las ocupaciones, hay que estar informado, hay que leer por lo menos lo más importante, y el libro tienen todos los elementos para que la gente lo lea, le impresione y hasta se quede con la idea de haber leído algo bueno: una falsificación perfecta.»

He sido testigo del desconcierto de algunos estudiosos extran­jeros cuando, queriendo tomar el pulso a la novela española, mediante la lectura de aquéllas que, por premiadas y conocidas, pensaban que serían los máximos exponentes del género en el país y en la época, se encontraban con que, inclusive dentro de la producción de los respec­tivos autores, representaban la parcela más endeble.

En el segundo tomo de su Hora Actual de la Novela Española (Madrid, Taurus, 1962), Juan Luis Alborg, tras referirse al caso de una dama extranjera, interesada por la novela española contemporánea, que, tras leerse todos los premios Nadal, se había llevado una gran decepción, hace la siguiente consideración: «Suele ponderarse frecuentemente que el ‘Nadal’ ha dado a conocer algunos de los nombres que más se han destacado luego; pero sería muy interesante también hacer el censo de los que ‘no ha dado a conocer’. Concreta­mente, el año que fue galar­donado un librejo de Luisa Forrellad, se presentaron La gota de mercurio, de Núñez Alonso, Con la muerte al hombro, de Castillo Puche, y En esta tierra, de Ana María Matute; y a las tres se las dejaron de infantería. El dato creo que es lo bastante significativo para aho­rrar todo comentario.»

Para Alborg, el «Nadal», «lejos de ser un exponente de nuestra pujanza novelesca actual, es una menguada galería de primeros esbo­zos, y ni siquiera cuando ha tenido la suerte de dar en la diana de un novelista auténtico, supone nada en definitiva».

Le sirve a Alborg lo transcrito de introducción al capítulo que dedica a Dolores Medio, en el que escribe: «En 1952, obtuvo el ‘Na­dal’ la asturiana Dolores Medio con su novela Nosotros, los Rivero. Renombre inmediato, un buen puñado de ediciones, según se dice -no dudo que sean ciertas-, y el consabido flujo de elogiosos juicios en los que la novela galardonada se definía como un libro importante, casi como una gran revelación. Creo recordar vagamente -cualquiera sabe dónde andan ahora aquellos periódicos y revistas- que algunos críticos de más independiente pensar pusieron en duda la calidad del libro premiado. Pero ahí ha quedado, a pesar de todo, gracias al premio, como una de las novelas que exigen ser tenidas en cuenta por haber nacido bajo la protección de la bandera de una ‘gran potencia’, que la ha lanzado al mercado y garantiza la excelencia de la marca. / Leída ahora, sin embargo, al cabo de ocho años tan sólo, Nosotros, los Rivero se nos ofrece, incuestionablemente, como un libro muy mediocre que no está llamado a tener ninguna significación en el panorama de nuestra novela durante estos años de indudable renaci­miento.»

Quiero añadir por mi parte, a este comentario de Alborg, que el año que Dolores Medio ganó el Nadal se habían presentado nada menos que Los bravos, de Jesús Fernández Santos, y La puerta de paja, de Vicente Risco. De hecho, no hay comparación posible entre el par de escritores que haya podido descubrir el Nadal -y el Planeta, antes de que se dedicara a premiar consagrados y populares- y el panteón de olvidados que constituye la lista de sus galardonados. Dos veces concurrió, con dos de sus mejores novelas, Ignacio Al­decoa, sin lograr pasar, ninguna de ellas, de ser seleccionado entre los últimos veinticinco. Y lo mismo le ocurrió a Igor Stephantekerne.

Las opiniones sobre los premios que hemos aducido de Ignacio Agustí, Álvarez Turienzo y Juan Luis Alborg, inclusive las nuestras, se referían más bien a los elementos distorsionantes de la reali­dad -tema de moda, producto vendible, política editorial, etc.-, a las servidumbres que arrastraban los premios en una época en que, por lo menos, todavía «lanzaban» a un autor desconocido o, siquiera, poco conocido. Después las cosas han ido a peor. Ahora los editores encar­gan novelas para ser premiadas o pactan con autores «de éxito» (éxi­to, en la mayoría de los casos o en todos, ajeno al mérito literario) la edición precedida del lanzamiento publicitario que supone el premio. Lo que algunos puristas incorregibles no terminamos de entender es, primero, cómo hay todavía ingenuos que se presentan esperanzados, cuando sólo están ahí para hacer bulto; segundo, por qué los medios de comuni­cación siguen tratando estas farsas como si certificaran un control de calidad. Otro que podría parecer el tercer enigma, no lo es. Me refiero a que incluso cuando auténticos escritores se avienen a estas componendas lo hacen con sus peores libros. La razón es que se ven obligados a someterse a las reglas del juego en la elección del tema y en la forma de abordarlo. O sea, que, aunque ya no se trate, en el conjunto de las obras premiadas, de aquella «menguada galería de primeros esbozos» de que hablaba Alborg, el resultado de una lectura seguiría siendo decepcionante. No hay que decir que los escritores más o menos de verdad que se prestan a estos enjuagues se prostituyen en toda regla. Lo oz Molina, Vázquezirritante es que muchos de ellos, como Antonio Gala, Mu Montalbán, Manuel Vicent, Juan Manuel de Prada, Maruja Torres, Rosa Montero, etc. son de los que se dedican diariamente a moralizar en sus artículos o columnas. Es evidente que, para ellos, el territorio de la ética queda fuera del fango donde chapotean. O que para ellos, acostarse por dinero con el editor, no es puteo.

La permisividad de la sociedad española, en este campo encabezada por la crítica literaria, la Real Academia, el Ministerio de Cultura y la clase política en general, que, por chupar cámara, se fotografiaría con el mismísimo Milosevic en el acto íntimo de cagar, ha alcanzado ya extremos repugnantes. Esto no es ya La Españeta que dice Carlos Rojas, esto es el estercolero que dice La Fiera Literaria. Que en curso de unos pocos días se descubra que la novela encargada por Editorial Planeta a una popular presentadora de televisión, buscando a un público excepcionalmente inculto -normalmente inculto lo es todo el público español-, y se otorgue el premio de esa editorial a una conocida columnista de un diario que todos sabemos que es independiente y de la mañana, con la bendición de un montón de autoridades nacionales y autonómicas, del Ministerio de Cultura, de las llamadas artes y de las llamadas letras, con el bochornoso espectáculo añadido de dos profesores universitarios -Antonio Prieto y Carlos Pujol- un académico de la española -Pere Gimferrer- y un intelectual comprometido y no sabemos si castrista o anabaptista como Manuel Vázquez Montalbán, es para sonrojar hasta a los cangrejos.

Ante semejante estado de cosas, los miembros del Círculo de Fuencarral de Crítica Literaria, currantes todos en el Centro de Documentación de la Novela Española, editor del famoso libelo La Fiera Literaria, pensamos que ha llegado el momento de preguntarse, especialmente por parte de los directores y responsables de la sección de cultura de los medios de comunicación, revistas de información general, suplementos literarios de los periódicos y revistas culturales, si es asunto propio proporcionar a editoriales que no son sino empresas comerciales, sin el menor interés por la cultura, miles de millones de publicidad gratuita; si se está o no por los chanchullos, por que el libro se convierta en un valor de cambio y no de uso; si importa o no que la cultura se convierta en una industria en la que, por ende, reine la corrupción.