Un año más ha tenido lugar la ceremonia de entrega de los premios «Príncipe de Asturias». Según el señor Lucas, locutor estrella de la radio y la televisión públicas, se trata de «los premios más importantes del mundo después del Nobel». Tal vez sea así en magnitudes, pues están generosamente dotados. Pero más que unas […]
Un año más ha tenido lugar la ceremonia de entrega de los premios «Príncipe de Asturias». Según el señor Lucas, locutor estrella de la radio y la televisión públicas, se trata de «los premios más importantes del mundo después del Nobel». Tal vez sea así en magnitudes, pues están generosamente dotados. Pero más que unas distinciones, otorgadas a personas ya más que premiadas en todo el mundo, los «Príncipe de Asturias» son un instrumento de exaltación y legitimación de la institución monárquica española, de la corona. El erario público no sólo sufraga los premios, con sus jurados y sus reuniones, sino que paga sobre todo lo más importante: la ceremonia pública de la entrega, jaleada por los medios públicos del Estado, en el teatro Campoamor de la castigada ciudad de Oviedo: con su alfombra roja como en los Óscar, con los viajes y alojamientos, banquetes y cocktails correspondientes y, sobre todo, con la presencia del heredero de la corona -y destacados miembros de la familia del jefe del estado-. Pues lo que verdaderamente importa de estos premios es que les da nombre y los entrega el heredero de la corona.
El cual tuvo este año la ocurrencia supuestamente progre de decir que «El desempleo hiere la dignidad del hombre».
El lector juzgará por sí mismo si estas palabras son verdad o merecen otro calificativo. Para el autor de estas líneas ningún parado pierde un ápice de dignidad por serlo: quienes la pierden son las instituciones públicas y privadas que son incapaces de regir el sistema de relaciones económicas para que pueda trabajar todo el mundo. Los indignos son quienes por buscar su lucro particular impiden que haya trabajo para todos.
He mencionado esta cuestión de manera incidental: por destacar lo que ocurre en estas ceremonias que serán celebradas por la revista ¡Hola! y por los demás media que sirven de soporte para la publicidad bajo la pretensión, muy mal satisfecha, de informar. Y no quisiera apartarme de la cuestión principal: el gasto público publicitario de una institución monárquica que sigue necesitando legitimación.
Los responsables de estas cosas saben bien que la tergiversación histórica de la transición, que ha convertido al actual jefe del estado en protagonista principal de un sistema de libertades -sin el cual no hubiera podido afianzarse la institución de la corona-, no resulta suficientemente convincente. Sobre todo dada la pésima calidad de los derechos y libertades y del sistema político inaugurado: una democracia de voltio y medio. Por eso se recurre a cosas como las ceremonias reales: y ésta, la de los premios «Príncipe de Asturias», resulta particularmente sangrante: en un Oviedo castigado primero por el general Franco y luego por el coronel Aranda, capital de una región minera y siderúrgica hoy medio desmantelada, pero que mantuvo durante décadas un ejemplar espíritu de rebelión, con el que los trabajadores no se resignaban a su suerte -una suerte que hoy les destina al paro o a la prejubilación-; en unas Asturias donde tanta gente tiene un abuelo, o un padre, o un tío represaliado sin que los culpables de una injusticia feroz hayan dejado nunca de campar a sus anchas.
Por eso no estaría de más sugerir, en la más estricta legalidad y sin abandonar jamás las prácticas pacíficas y democráticas, que el año que viene la entrega de esos premios «Príncipe de Asturias» concite una disidencia reivindicativa que exprese el desapego civil. Que el color rojo no esté sólo en las alfombras, sino en los balcones, en los pañuelos y en las solapas. Que en vez de «Asturias, patria querida» se canten las estrofas de «En el pozo María Luisa». También habrá de estar presente el color negro. Porque este país sigue llevando luto. Que acuda a Oviedo toda la cuenca minera, y también los siderúrgicos. Que esa jornada sea una Jornada de la Memoria, un día de la España de verdad democrática, completamente diferente de la otra, la que sólo dice serlo porque le viene muy bien.
Mientras tanto electrónico 74, noviembre de 2009